Lunes, 29 de septiembre de 1952
Primer encuentro:
EL
TIEMPO
“El hombre no es otra cosa que lo que él se hace”
(J.-P. Sartre)
DE LA SALIDA DEL SOL HASTA EL OCASO, el día
transcurría con relativa facilidad y rapidez, pero cuando llegaba la noche, todo
era distinto, el tiempo adquiría un ritmo mucho más lento, más pausado y, por
ello, más incómodo para mí.
Llevaba ya más de quince noches durmiendo en
aquella cama y aquel lugar y, sin embargo, no acababa de acostumbrarme. Aquel
enorme dormitorio ocupaba toda la última planta del edificio, de Este a Oeste,
sin ninguna columna, y albergaba más de trescientas camas. Después de dos
semanas, continuaba resultándome un lugar inhóspito poblado de ruidos extraños.
Varios internos roncaban. Más de uno hablaba en voz alta a pesar de estar
dormido, con lo que algunas palabras o incluso frases se le entendían
perfectamente, pero otras eran totalmente ininteligibles, como si de un idioma
extraño y misterioso se tratara. Incluso, había un niño que, de pronto, dejaba
de respirar y al cabo de bastantes segundos, cuando ya parecía que iba a
ahogarse, comenzaba a soltar el aire de sus pulmones poco a poco, haciendo un
ruido extraño, como el de una desagradable y cómica trompetilla.
Además, esa
misma noche, no hacía ni diez minutos se habían acercado por allí algunos de los
alumnos mayores, que dormían justo en el otro extremo, y le habían vendido un
submarino a Carlitos, uno de los más pequeños. ¡Sí, sí! Le habían vendido un
submarino y él lo había comprado. Es decir, le habían tomado el pelo
aprovechando que no estaba dormido demasiado profundamente, con lo cual podía
seguirles la conversación, pero no estaba lo suficientemente despierto como para
darse cuenta de que se estaban quedando con él.
–Oye, te vendo un submarino
–le había susurrado a Carlitos uno de los internos mayores.
–No, no lo
quiero –había respondido él, medio dormido.
–Que sí, hombre. Que lo he
conseguido y sólo vale un duro.
Un duro era una moneda de cinco pesetas, de
las de antes de que llegara el euro. Que un submarino costara un duro era una
ridiculez, claro; una tomadura de pelo.
–Ven a verlo, hombre, que lo tengo
en la puerta aparcado.
–No, es igual, que no lo quiero.
El alumno mayor
hablaba susurrando, para no despertar del todo a Carlitos y para que no lo oyera
el sacerdote que vigilaba el dormitorio.
–Pero, hombre, ¿cómo vas a decir
que no? Si es enorme y está muy bien de precio.
Tanto insistía y con tanta
seriedad que, al final, Carlitos, a medio camino entre el sueño y la vigilia,
entre la conciencia y la inconsciencia, había cedido y se había incorporado
dispuesto a bajar hasta la calle a conocer por sí mismo el enorme submarino.
Llegó hasta la puerta del dormitorio, pero, cuando ya estaba en la escalera, los
alumnos mayores no pudieron aguantarse la risa por más tiempo y estallaron en
ruidosas carcajadas; eso lo despertó y le hizo darse cuenta de que le estaban
tomando el pelo.
–¡Imbéciles! ¡Dejadme dormir en paz!
–¡Chissssssssss!
¡Que vais a despertar al padre Germán!
El tal Germán era el sacerdote que
vigilaba el lugar. Tenía su habitación individual justo en el centro del
dormitorio colectivo, sirviendo de frontera entre el ala este (la de los
pequeños) y el ala oeste (la de los mayores). Los alumnos mayores volvieron a
sus camas corriendo hasta el otro extremo del dormitorio.
Era casi
medianoche y la calma parecía reinar en aquel lugar. Más allá de las ventanas
que recorrían las paredes norte y sur de extremo a extremo, el silencio era
absoluto, tan sólo roto en algún momento por el ruido de los trenes de
mercancías que circulaban a no excesiva velocidad. De hecho, el internado estaba
en pleno descampado, rodeado de hectáreas de cultivo, pinares, frutales, tres o
cuatro campos de fútbol, unos frontones y una alberca que, en el verano, hacía
las veces de piscina. El edificio era de tres plantas: en la planta baja estaban
las salas de recreación, los comedores y los vestuarios deportivos; en el primer
piso se hallaban las aulas donde se impartían las clases y en el último, como ya
queda dicho, el dormitorio. En el extremo oeste se hallaba la iglesia, de una
sola nave, pero de gran altura. Era la frontera. Más allá estaba el monasterio
donde vivían, en clausura, los monjes titulares de la institución. Pero los
internos sólo veíamos a la mayoría de los monjes en la iglesia, más allá
teníamos absolutamente prohibido el paso.
Me levanté para ir al lavabo. Lo
tenía cerca, pues los servicios se hallaban en cada uno de los extremos y, como
yo era de los más pequeños, me encontraba junto a la pared este. Bebí agua del
grifo: el otoño estaba apenas estrenado y todavía hacía calor. Abrí la ventana y
escuché el canto de algunos grillos.
–¿Qué haces?
Quien preguntaba era
un compañero que también se había levantado para ir al retrete.
–Nada. Es
que no puedo dormir –me excusé.
Pero no quise contarle nada más, no quise
hacerle sabedor de cuanto me preocupaba.
Me quedé un rato contemplando el
cielo. Las estrellas se veían allí, en aquel sitio en medio de ninguna parte,
como no podían contemplarse en la ciudad. Joaquín, uno de los repetidores de mi
curso, que ya llevaba dos años en el internado, me había contado que fray Jesús
tenía un telescopio y que una noche del curso pasado había estado con él en la
terraza y había visto el anillo de Saturno. Me contó que se veía casi, casi como
en los dibujos de los libros, pero a mí eso me pareció una exageración.
De
pronto sentí ganas de salir de allí y pasear. Me puse un jersey sobre el pijama
y atravesé el dormitorio. Al dirigirme hacia la puerta, pasé por delante de la
cama de mi hermano y lo vi durmiendo a pierna suelta. Me pareció increíble que
se hubiera acostumbrado tan pronto a esta nueva situación, que no tuviera ningún
problema para dormirse en medio de casi trescientos chicos más.
Salí a la
escalera y descubrí que estaba mucho menos oscura de lo que había imaginado:
recorrida de arriba abajo por un gran ventanal, la luz de la luna la iluminaba
como si más que medianoche fuera la hora del crepúsculo. Había bajado ya un piso
cuando, de pronto, sentí miedo y me detuve. El edificio era enorme, ¡a saber a
quién podría encontrarme por allí a esas horas...! ¿Qué pasaría si alguien me
veía fuera del dormitorio en plena noche? Sin embargo, pronto me sobrepuse a ese
miedo, ¿quién me iba a encontrar? La mayoría de los profesores seglares, excepto
dos o tres que eran solteros, se iban a dormir a su casa y los monjes vivían al
otro lado de la iglesia: la probabilidad de encontrarme con alguien me pareció
una entre un millón y seguí caminando.
Pasear por aquellos enormes pasillos
completamente a oscuras hizo que me sintiera vivo: los nervios se me habían
alojado en la boca del estómago y, de pronto, añoré mi casa y mi familia y una
enorme tristeza me invadió. De ese modo llegué hasta la puerta de la iglesia.
La luna iluminaba el templo de tal manera que podía caminar por él sin
tropezar apenas. A la iglesia podía accederse directamente desde el internado a
través de una puerta que estaba a la derecha del presbiterio; justo enfrente, a
la izquierda, estaba la entrada de los monjes. La sillería del coro rodeaba el
altar, dibujando un semicírculo interrumpido en su centro por una escalinata de
no más de cuatro peldaños en cuya cima se hallaba un pequeño altar con el
sagrario. Invadido por la tristeza, me senté en uno de aquellos escalones y
rompí a llorar.
Desde uno de los asientos del coro, un anciano monje
contempló aquella escena sin que yo lo hubiera visto. El silencio de aquel
templo vacío amplificó mi llanto, que resonaba con fuerza, y el corazón del
monje se conmovió. Yo sólo era un niño asustado y triste en medio de la
oscuridad y de la noche. Probablemente, se preguntaba qué me habría llevado a
llegar hasta allí en pijama. Con sumo cuidado, se acercó hasta mí.
–¿Qué te
pasa? ¿Por qué lloras?
A pesar de todas las precauciones del monje, me llevé
un susto mayúsculo y pegué un respingo; el corazón pareció frenárseme de repente
y con él, el llanto. Consciente de la situación, el monje procuró hablar con
dulzura mientras, con su mano, revolvía cariñosamente mis cabellos.
–¿Cómo
te llamas, muchacho? –preguntó con cariño.
–Ari –respondí, no sin
dificultad, pues la voz apenas me obedecía por el susto.
–¿Y qué nombre es
ése? –volvió a preguntar el monje con cariño.
–Aristóteles.
Ya estaba
habituado a que mi nombre resultara extraño a la mayoría de la gente; en la
España franquista, por lo general, los sacerdotes se negaban a bautizar a los
niños con un nombre que no fuera claramente bíblico o, sobre todo, perteneciente
al santoral de la Iglesia católica. De hecho, a mí tuvieron que bautizarme como
Luis Aristóteles, pero en el registro civil mi padre me inscribió como
Aristóteles y siempre me llamaron así en casa; creo que fue en memoria de un tío
abuelo de mi padre. El caso es que me sentí obligado a dar explicaciones sobre
mi nombre.
–Es un nombre griego –le expliqué–. Es el nombre de un filósofo
famoso.
–Creo que algo he oído sobre él –respondió con ironía no hiriente.
–Es que la mayoría de la gente no lo conoce…
Yo seguía respondiendo con
temor porque me sabía pillado en una falta: a esas horas debería estar
durmiendo.
–¿Y qué te ocurre? –insistió el monje–. ¿Por qué lloras?
–No
lo sé –respondí, a la vez que me incorporaba y me ponía de pie.
–No te
preocupes –prosiguió el monje–. No pasa nada. No voy a reñirte. Me imagino que,
si has bajado hasta aquí en pijama cuando es medianoche, debes de tener una
razón muy importante para hacerlo.
Pero estas palabras bienintencionadas no
consiguieron tranquilizarme y, excusándome, tuve que reconocer:
–La verdad
es que no sé por qué he venido.
–¿Eres nuevo? –preguntó el monje.
–No.
Ya llevo tres semanas aquí –respondí.
El monje sonrió.
–Sí, ya sé que el
curso empezó hace tres semanas; pero quiero decir si éste es tu primer año en el
internado.
–Sí.
–Y estás triste, ¿no es eso? Echas de menos a tu
familia.
Yo asentí bajando la vista con timidez.
–¿Quieres que charlemos
un rato?
Me encogí de hombros:
–Bueno.
El monje parecía muy anciano,
como si tuviera más de ochenta años, aunque yo no podía saberlo con exactitud,
porque la luz de la luna no iluminaba lo suficiente. Su barba canosa y su
esbelta figura, estilizada por el hábito que vestía, hacían de él un personaje
en cierto modo sombrío, misterioso. Pero su voz era suave y su tono dulce,
cariñoso. Además, me sorprendió que me tratara de tú, porque, en aquella época,
todo el mundo nos llamaba de usted. También los profesores trataban de usted a
los alumnos. Creo que éste fue uno de los aspectos que favorecieron que
enseguida cogiera confianza con este monje. Los dos nos sentamos en la sillería
del coro.
–¿Por qué no puedes dormir?
–No lo sé, pero el tiempo pasa muy
lentamente aquí, sobre todo por las noches.
El monje sonrió y, como
consuelo, dijo:
–El tiempo es subjetivo.
Pero yo no le entendí.
–Y
eso, ¿qué quiere decir? –pregunté.
–Quiere decir que el tiempo sólo existe
en tu cabeza.
–¡Eso no es verdad! –protesté con toda convicción–. El tiempo
existe para todos. Aunque yo no pensara en él, el tiempo pasaría en mi reloj.
Aunque mi reloj se rompiera y se parara, el tiempo seguiría pasando. Aunque
todos los relojes del mundo se pararan, el tiempo avanzaría.
Creo que el
monje quedó asombrado ante mi astucia, pues había argumentado con soltura y
sensatez.
–Eres un pequeño filósofo, ¿lo sabías?
–Me parece que yo sólo
tengo de filósofo el nombre –le respondí con humildad.
–No lo creas; has
dicho cosas muy sensatas, amiguito: el tiempo existe fuera de nuestra cabeza, es
verdad. Sin embargo, yo digo que el tiempo es subjetivo porque, en cierto modo,
su duración depende de ti.
–¡No! –volví a protestar–. Eso no es verdad: una
hora siempre tiene sesenta minutos.
–Sí, es cierto lo que dices. Sin
embargo, aunque todas las horas tienen sesenta minutos, no es lo mismo una hora
de recreo que una hora de... matemáticas, por ejemplo.
Había acertado. Yo
estaba naturalmente dotado para las asignaturas de letras, pero las de ciencias,
como las matemáticas, se me hacían difíciles y aburridas.
–Eso es verdad
–reconocí–, las horas del recreo vuelan y las de matemáticas... a veces se hacen
interminables.
–A eso me refería. Todas las horas tienen sesenta minutos,
pero unas se nos pasan más deprisa que otras...
El monje hablaba con voz
queda, pausadamente, lo que hacía que yo me sintiera a gusto y olvidara las
preocupaciones que me habían llevado hasta allí.
–Vivimos en el tiempo y en
el espacio y todo lo concebimos en ellos –continuó el monje–. Sin ellos, no
podemos siquiera imaginar. Por eso, por ejemplo, nos resulta tan difícil pensar
en un ser como Dios, que no ocupa espacio alguno y es eterno, es decir, sin
principio ni final.
–Es verdad, es muy difícil –respondí con una seguridad
que demostraba que ya antes había pensado en este asunto–. Aún me acuerdo de
que, cuando me preparaba para la primera comunión, el cura de mi pueblo nos
estaba explicando que Dios creó todo cuanto existe y entonces los niños le
preguntamos enseguida quién había creado a Dios.
–Así es. Porque nuestra
mente necesita esas referencias. Todo cuanto conocemos es temporal, es decir,
tiene un principio y un final; por eso nos resulta difícil y casi imposible
imaginarnos la eternidad.
–Creo que ya voy entendiendo lo que usted quiere
decir.
–Por ejemplo: si yo te dijera que he visto a tu madre, tú, ¿qué me
dirías enseguida?
–Que usted no conoce a mi madre.
Al monje se le escapó
una pequeña carcajada que resonó en la iglesia vacía.
–No, claro que no.
Sólo es un ejemplo. Imaginemos que sí que la conozco y que la he visto. Si fuera
así, ¿qué es lo que tú me preguntarías inmediatamente? ¿Qué querrías saber?
Yo pensé unos segundos.
–No sé... Supongo que le preguntaría cuándo la
había visto. Y dónde.
–¡Exacto! “Cuándo” y “dónde”. Eso es. Todo cuanto
conocemos, lo conocemos en un tiempo y en un espacio, y se nos hace muy difícil
imaginar algo fuera del tiempo o del espacio. Todo lo tenemos que ubicar en
algún sitio, en algún “dónde”, y en algún momento o tiempo, en algún “cuándo”.
–Entonces... ¿La vida es tiempo?
Mis preguntas cogían por sorpresa al
anciano monje, que debía pensar sus respuestas durante algunos segundos.
–Si
quieres decirlo así... Cada momento vivido es irrecuperable, pero la suma de
todos ellos nos va construyendo: somos lo que hemos vivido. Tú y yo, con un
pasado diferente al que hemos vivido, seríamos diferentes de como somos hoy en
día.
Y añadió un ejemplo:
–Imagina un niño africano que fuera adoptado
por padres españoles.
En aquella época se necesitaba imaginación para pensar
en eso, era algo muy raro y no tan frecuente como hoy en día.
–Ese niño
africano se educaría y crecería aquí en nuestra patria –prosiguió el monje–. Si
nunca hubiera sido adoptado, no sería como es hoy. Para empezar, no hablaría
nuestra lengua.
–A veces, a mí me ha dado por pensar que yo era adoptado
–dije, sin saber bien por qué.
–Casi todos lo hemos pensado en alguna
ocasión; todos hemos sentido ese miedo alguna vez. Y, bien pensado, es una
tontería, ¿no te parece? Porque las personas que adoptan niños los desean tanto
o más que aquellas que los tienen de forma natural. Lo importante no es la
biología, sino el cariño; ¿no crees?
–Sí. Eso es verdad. Pero estábamos
hablando del tiempo.
–Sí. Sobre el tiempo.
–Y usted me estaba intentando
decir que, aunque sólo soy un niño, hoy estoy construyendo mi futuro.
–Así
es. Ése es un buen resumen. Y cada uno de tus aciertos o de tus errores puede
determinar tu futuro. En todos los aspectos, ¿eh?, no sólo me refiero a los
estudios. Y no sólo me refiero a ti. Lo mismo sirve para mí, aunque ya soy un
viejo.
–Usted no es un viejo...
No sé por qué dije eso; me salió
espontáneamente, como una cortesía. Siempre me habían enseñado que no se debe
llamar viejas a las personas mayores, sino ancianas.
–Soy un viejo –volvió a
repetir él– y no pasa nada. Es absurdo querer ser siempre jovencitos. Cada uno
debe asumir su edad, es la mejor manera de estar a gusto con uno mismo. ¿Te da
miedo llamarme viejo?
–Bueno, a mí me han enseñado que no es de buena
educación...
–A veces, tenemos demasiado miedo a las palabras. Verás, cuando
viví en Inglaterra...
–¿Usted ha vivido en Inglaterra? –le interrumpí
asombrado.
–Sí, hace mucho tiempo. Allí conocí y me hice amigo de una chica
negra. Al principio, yo intentaba ser educado y, cada vez que había de referirme
a ella, usaba circunloquios como “la gente de color”. Hasta que, un día, ella me
preguntó: “¿La gente de color? ¿A qué color te refieres? Tú eres de color blanco
y yo soy de color negro”. Y, entonces, añadió: “No tengas miedo de llamarme
negra, eso no me ofende. Es una realidad, soy negra. Lo que hiere no son las
palabras, sino la intención”.
Yo escuchaba embobado, me resultaba muy
exótico imaginar a ese anciano haciendo amistad con una chica negra. En los años
cincuenta, todavía era muy raro encontrar personas negras en España.