Con
la naturaleza
No
quiero compararte
con
la naturaleza, esa barata quincalla
pero
sí con el periodo de decadencia del Imperio Romano
un
lujo inmenso ese de bañarse todo el día
como
el de vomitar en recipiente de oro
después
de haber comido demasiadas ostras
y
como el de calentar la casa quemando billetes de banco
y
matarse conduciendo un Porsche rojo
por
una carretera marítima bordeada de palmeras.
Tú
eres como ver a todas las actrices más bellas
de
nuestro siglo
en
un largometraje, pero en la realidad
y
después regresar solo a casa
al
calor de gas y a una cena de conservas.
Es
un gran lujo separarme de ti para volver a casa solo
una
orgía de telas preciosas
una
caravana de seda que sigue su propia ruta
y
todo ese conjunto de pieles exóticas
con
que se visten los esquimales.
Me
encantaría quitarte
todas
las ropas del mundo, todas las cambiantes modas
desde
la falda de rafia hasta el manto de mandarín
sin
olvidar la armadura de Juana de Arco
convirtiéndote
así en la persona más desnuda de la historia.
Por
lo demás me cuidaré mucho de
mezclarte
con la historia
—
ya sé que te aburre—
y
que en relación contigo no es más que pura quincalla.
La
ciudad de los constructores de violines
Cada
vez que regresas
podría
matarte por eso
—por
envidia de la vista
que
no pude ver, el río
que
cruzaba la ciudad serpenteando y salía
a
un paisaje florido
a
no ser que fuese un torrente de caballos azules
la
nieve de la montaña y los idiomas de los
nativos,
los chistes llenos de sobreentendidos
que
contaban sobre sus reyes.
«La
ciudad de los constructores de violines» así he bautizado
con
frecuencia el lugar donde busco
el
refugio favorito de tu alma
el
suelo del bosque de tu melancolía y el especial
tono
de la luz sobre tu mejilla
ese
que me vuelve loco al final del invierno
o
en otras palabras: sobre la muerte no sé nada
pero
les atribuyo a los muertos una impotencia tal
una
tal ansia sin finalidad
que
no se puede pintar cuadro alguno
desafiando
al marco que siempre está allí:
no
obstante yacimos despiertos en cubierta
toda
la noche mientras descendíamos por el río
escuchando
música de cuerda
que
llegaba hasta nosotros desde riberas invisibles.
«Venus»
Fuiste
tú la que posaste de modelo
para
la Venus de Botticelli.
Tú
no lo sabes
y
no podrías ver el parecido
si
te lo contase:
el
gran esfuerzo que has tenido que hacer
para
ser destruido
y
nacer de nuevo
los
grandes espacios que has cruzado
te
han desgastado.
Tú
recuerdas los alaridos de los demonios
todos
los que extendían sus manos
hacia
ti buscándote
los
que te agarraban con tenazas de hierro
y
apagaban cigarrillos sobre tu piel
—tú
crees que es algo que has soñado.
Todo
es verdad:
no
hay sueño alguno.
Has
nacido de la espuma
de
la gran órbita
en
la que estrellas y viejas latas de conserva
se
integran con el mismo valor
—solo
la cantidad es diferente.
Y
yo no sé si te amo
porque
te he amado
en
una vida anterior
o
como castigo
porque
yo nunca he amado
—excepto,
la órbita, el torbellino
os
duros atronadores instrumentos ahí lejos
y
la calma en medio de todo eso
donde
yo solía mirarme en el espejo.
Alcione
¿Sabes
que tu mirada me recuerda el humo
que
se eleva de abismos brumosos en otoño
el
moho de unas frías uvas negras
y
la tela de araña que en noches serenas
recoge
rocío bajo el signo de las Pléyades
y
que tus movimientos, igual que los de la palmera que asoma
por
encima del muro de la cárcel, me parece que imitan
el
último gesto de un dios disfrazado
cuando
se da a conocer con una sonrisa
y
desaparece? Tus pestañas te delatan
ya
en tu primer estremecimiento
como
gemela de Venus, la serena, la discreta
que
separa las hojas de la vid, separa muerte de sueño
y
hace que el viejo vino de la bodega
se
divida entre ácido y polvo, espada y rosa
y
en torno a tu figura hay
un
aura, como si un arbusto de espino blanco en flor
se
hubiera prendido fuego para superar
a
tu sombra en belleza. Si le pusieran cuerdas y bordón
a
tu alma se haría más profundo el silencio
o
lograría que las piedras estallasen en canción.
Toda
institución, todo triste cuartel
debería
tenerte como vecina. Y nada
es
más fácil que imaginar eso
de
que tú en cada instante surges de una catarata:
así
es tu sonrisa, así caminas por la tierra
bajo
las estrellas, ahora que es otoño en Europa.
Pero
con la misma frecuencia con que me das la espalda
me
imagino un puerto abierto, sin hielo, en abril
cuando
el sol y el viento secan los viveros de peces:
tu
mirada salta por encima de mí y alcanza el oleaje
de
manera que puedo oír mis gritos desde el barco hundido
para
siempre retenido allí, en el acerado abrazo de la espuma.
Ciudad
con escaleras y plazas
Aunque
el paso que acabo de dar
no
me hizo caer
muy
bien puede ocurrir
que
el tiempo demuestre que ha sido un mal paso
que
algunas escaleras más arriba
algunas
plazas más lejos
va
a saltar sobre todos los demás peldaños
e
inmediatamente anular lo que parecía seguro
de
manera que caigo en un abismo
y
solo en la caída, no antes, comprendo lo que he hecho mal.
Bajo
estas claras noches de luna llena
apenas
me atrevo a andar
por
miedo a modificar mi sombra
y
no me atrevo a soñar contigo
por
miedo a perturbar tu sueño
con
estas escaleras y plazas
a
las que huirías si me vieses.
¿Y
quién sabe si lo que yo una vez
en
mi soberbia llamé Infierno
en
realidad solo era un dulce goce anticipado?
¿Y
cuál es el castigo por haber abusado de una palabra
por
un fenómeno tan grave
por
algo tan real?
Bab-i
Saadet
Pienso
en tus pezones y en tu fragilidad
en
cómo caminabas a través de la noche, y en la mañana
siguiente
la
camiseta que te presté y que te estaba demasiado grande
tus
desconcertadas respuestas a mis sarcásticas preguntas
lo
que robaste a las estrellas y el agua debajo de ellas
la luz de tus
ojos
que
me diste y las flores que te habría enviado
el aroma de las
gardenias
si
hubiese habido una floristería allí cerca:
en
dos palabras, pienso en el mundo en que existes
donde las
estrellas
brillan
a pesar de las guerras y donde el agua fluye
y
donde probablemente caminas pensativa justo ahora
bajo un cielo que no
conozco.
¡Debe
haber ahora millones de casas entre nosotros!
Es
mi nuevo mundo, ese en el que tú existes
donde
existen tus pezones, tu fragilidad y la mañana
en
la que caminas bajo pálidas estrellas y donde se compone
música.
Pero
hoy, cuando te telefoneé, vi de repente
las puertas delante de
mí
todas
las puertas que vamos a cruzar cada uno por su lado
y
me sentí exiliado como todo un pueblo, disperso
por todos los rincones del
mundo
y
un llanto muy antiguo brotó en mí, el seco,
que es un llanto por ese
mundo que es así.
Por
eso te amo, por tus frágiles hombros
que lo
aguantan,
por
tus pezones, por las estrellas que verás
y
por el perfil de tu vulnerabilidad: esa que surge
cuando
un sentimiento se inclina metiéndose en ti y otro
trata de
salir
esa
que corta en mí como un diamante en yeso enhollinado
cuando te das la vuelta en
mis pensamientos.
NOTA
(1)
C. P. Cavafis: Poesía Completa. Trad. Pedro Bádenas de la Peña. Ed.
Alianza, 2003. p. 118.