Beatriz, aún somnolienta, abrió la ventana de su habitación, y se quedó
allí como suspendida, mientras el aliento de la mañana, tibio y dulzón, la
rozaba con suavidad. Las aletas de su nariz se dilataron brevemente y un tenue
aroma despertó, de pronto, todos sus sentidos. Huele a primavera, se dijo, y
sonrió para sí. Se vio de niña y adolescente parándose, de repente, en plena
calle, para aspirar aquel olor que descubría cualquier día, inesperadamente,
cuando iba a sus cosas... Casi había olvidado aquella fragancia. Hacía tiempo
que no la olía; la contaminación o que estaba demasiado ocupada, tal vez. Se
apoyó en el antepecho del ventanal y su sonrisa se fue borrando lentamente,
mientras sus ojos se deleitaban, con asombro, en el paisaje. Con qué gozo, se
admiró, había estallado este año la primavera. El mundo parecía una fiesta. Sin
saber por qué aquel pensamiento la turbó. Tímidamente, desde algún lugar
recóndito del fondo de sí misma, se fue abriendo paso la extraña sensación de
que a ella no la invitaban a esa fiesta.
Se apartó de la ventana,
confusa. Ignoraba a qué obedecían aquellas extrañas percepciones, y cómo se le
ocurrían ideas tan absurdas. Todo estaba en orden en su vida, muy en orden. Las
cosas no podían ir mejor. Tenía un magnífico trabajo y, desde que lo abrieron,
su gabinete tiraba más que bien. Miguel había dejado de quejarse, entre bromas y
veras, de que estaba en el culo del mundo y parecía contento. Sólo ella sabía
cuánto le había costado, al principio, animarle a no desaprovechar aquella
oportunidad y luego apoyarle para que no abandonara.
El recuerdo de
Miguel avivó una punzada de nostalgia. Hacía demasiado tiempo, demasiados meses
que no se veían, y el tiempo pesaba... o, tal vez, ahora sólo le pesaba a ella,
pensó con una cierta desazón; últimamente –lo sabía bien– él ya no hablaba de
volver, y hacía más de un mes que se había cumplido el plazo pactado con la
empresa...Lo notaba cambiado. ¿Habrían cambiado, también, sus sentimientos? Qué
ocurrencia ¡Miguel! ¿Es que no conocía a Miguel? Habría surgido algún
contratiempo, ya se lo explicaría; era raro que no lo hubiera hecho aún. Quizá
esperaba contárselo a su vuelta, que debía saber inminente. Había trabajado
demasiado últimamente. A lo mejor, debía acudir a un psicólogo. Muchos de sus
amigos y compañeros lo hacían. Ya lo pensaría.
Víctor consultó su reloj:
las nueve menos tres minutos. Beatriz estaría al caer. Su puntualidad era
proverbial, casi germánica. Jamás se retrasaba. A Víctor le encantaba esta
cualidad de Beatriz. Llegaba siempre serena, tranquila, sin prisas, y a la hora.
Como si los agobios y apremios que inquietaban al común de los mortales a ella
ni siquiera la rozaran.
Allí estaba, venía tan bella y exquisitamente
elegante como siempre. Y también como siempre, despertaba miradas de admiración
–alguna de envidia– mientas caminaba, con soltura y aplomo, a la mesa que les
tenían reservada.
Acudían con frecuencia a aquel restaurante. Era cómodo
y acogedor y en él se sentían a gusto. Nunca estaba abarrotado y podían hablar
con tranquilidad. Encargaron la cena. Beatriz pidió solamente un entrante
ligero, no le apetecía nada más. Víctor intervino, solícito.
–Vas a
morir de hambre sólo con lo que has pedido.
¿Seguro que no quieres algo
más?
–Seguro. Estoy un poco cansada, hoy; prefiero comer poco.
Tranquilo.
Víctor asintió. Pero, casi al instante, una duda cruzó por su
mente. Beatriz era muy sensata, desde luego, aparte de esbelta, con todo, ¿no
estaría siguiendo alguna dieta? Muchas de sus amigas se empeñaban en matarse de
hambre.
–¿No estarás haciendo régimen, verdad?
–No, claro que
no, Víctor, ¡qué va! –respondió Beatriz, con una sonrisa–. Es puro cansancio.
Mucho trabajo. Eso es todo. No podemos rechazar ni una obra y hay que cumplir
los plazos... Menos mal que mi hermano Jorge acaba este año y se vendrá al
despacho. Estamos, realmente, desbordados.
–No se te nota. Yo te veo
siempre como si acabaras de salir de la ducha. No sé cómo te lo haces.
–Con calma. Procuro mantener la calma y no perder los nervios.
Les sirvieron la cena y la conversación quedó momentáneamente
interrumpida. Cuando el camarero se alejó, Víctor comentó con entusiasmo:
–He visto, esta mañana, la casa de Pedro y María. Es maravillosa,
Beatriz, un trabajo impecable.
–Me dieron total libertad para hacerla
como quisiera, y eso no ocurre a menudo… Es un placer trabajar así. Yo también
estoy contenta.
–Me gustaría vivir en una casa como esa –casi susurró
Víctor, soñador–, a Miguel le encantaría.
Beatriz lo miraba y sonreía
complacida. Pero sus ojos no sonreían, observó Víctor, y creyó adivinar en su
fondo una sombra de tristeza.
–Supongo que sí –respondió, mientras se
iba apagando, despacio, su sonrisa– ¿Has hablado con él últimamente? –preguntó.
Y a Víctor le pareció que un ligero timbre de ansiedad, desconocido hasta
entonces, temblaba en su voz.
–Sí, el viernes pasado ¿Por qué? ¿Algo
anda mal?
–No, no. Pero ¿cómo lo encontraste?
–Bien, muy bien.
Me pareció contento.
–¿Lo notaste cambiado? –siguió preguntando Beatriz.
–Lo noté como siempre. Bueno, y creo que, al fin, del todo adaptado.
–Sí, muy adaptado –corroboró Beatriz–, muy adaptado–, y dijo, como para
sí –tal vez demasiado.
Víctor miró a su amiga con total desconcierto.
–Beatriz, no te entiendo. ¿No era eso lo que querías?
–Sí, claro
que sí, Víctor. Pero hay algo que me extraña...no habla de volver. Y la empresa
lo envió a Melaka... por dos años..., va a hacer dos y medio que se fue.
–Por Dios, Bea..., ¿es que no sabes cómo van las empresas? Le habrán
exigido más tiempo o ¡yo qué sé! habrán surgido dificultades. Me habías
preocupado.
Víctor conocía bien a Beatriz. Era una mujer que mostraba,
siempre, un total y casi absoluto control de sus emociones, pero el rostro de su
amiga, ahora, era elocuente. Otra, pensó Víctor, se hubiera echado a llorar. La
oyó decir:
–A mí lo que me preocupa y me duele es...su silencio. Me
intranquiliza que no me diga nada…
–Mujer, espera…
–Hace tiempo
que espero. Al principio, sólo me impacienté, y ahora…, ahora ya no sé qué
pensar, Víctor. Ese no es su estilo; siempre lo hemos hablado todo, desde que
estamos juntos. Y tú sabes el tiempo que llevamos juntos.
Víctor asintió
repetidamente y quedó pensativo.
Miguel y Beatriz eran novios eternos,
de toda la vida. Se habían conocido en la escuela, de pequeños, y al llegar a
secundaria ya andaban ennoviados. Eran estudiantes destacados y responsables,
tal para cual, que fueron superando los cursos con brillantez, muy respetados
por sus profesores y, con todo, muy queridos por el resto de los alumnos. Habían
sido igualmente brillantes en la universidad en la carrera que cada uno había
elegido. Y habían seguido juntos y extrañamente unidos, sin dudas ni desmayos,
mientras a su alrededor se hacían y deshacían parejas con frecuencia, en busca
de una estabilidad emocional, por lo que parecía, cada vez más difícil de
conseguir. El propio Víctor había salido un tanto maltrecho y escaldado de
diversas relaciones de desigual intensidad que le habían dejado un cierto
escepticismo y resquemor en materias amatorias. Pero con Miguel y Beatriz era
distinto. Estaban a punto de firmar la hipoteca de una casa, no muy distante del
actual apartamento de Beatriz, y casarse, cuando, sin previo aviso, la factoría
en que trabajaba Miguel cerró sus puertas para trasladarse a Polonia. Hubo que
aplazar la firma de la hipoteca y la boda, mientras Miguel buscaba y encontraba
otro trabajo. Beatriz trabajaba, entonces, en el despacho de un afamado
arquitecto y su sueldo era escaso. Y, en ese momento, llegó una oferta
excepcional: la antigua compañía de Miguel, conocedora de su valía, le proponía
una estancia de dos años en una factoría de un lugar retirado de Malasia, en la
provincia de Melaka, donde se necesitaban sus conocimientos y su recién
adquirida experiencia, y le aseguraba un importante puesto directivo en la
empresa a su vuelta.
Miguel había dudado. Beatriz, no: era una
oportunidad de oro y había que aprovecharla. Dos años pasaban volando y ella
prometía ir a verlo. Podrían hacer, además, pequeñas escapadas a diversos
lugares menos alejados para ambos y pasar algunos días juntos. Miguel, al fin,
se convenció.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Ediciones
Carena en la persona de su director,
José
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este
fragmento de la novela de
María Asunción Frexedas,
La voz antigua de la
tierra (Ediciones Carena, 2010).