Juan Antonio González Fuentes
Recientemente, mi amiga
Eva Fernández me encargó un texto de presentación para un concierto que tendrá lugar no dentro de mucho en la sede santanderina de la
Fundación Marcelino Botín. Me produce siempre una enorme satisfacción que me encarguen estas notas al programa, pues por un lado me da la oportunidad de volver a escuchar muchas piezas de cámara que a veces son infrecuentes o que tengo desatendidas, y por otro, porque me permite investigar someramente en la vida y la historia de muchos músicos, en cómo escribieron sus obras, en cómo fueron recibidas el día de su estreno, y en qué manera la crítica actual se acerca a ellas y las comprende.
Pues bien, una de las piezas que sonará en la sala de la Fundación próximamente y sobre la que he tenido que escribir, es el
Trío nº 3, en do menor (op. 1, nº3) de
Ludwig van Beethoven, uno de mis músicos predilectos, uno de esos autores cuya obra, por mil y una razones, me resultan imprescindibles casi en el vivir cotidiano. Los últimos cuartetos del alemán, los que escribió ya prácticamente sordo y a una edad que en su época era la vejez, son uno de los monumentos creativos más determinantes e incuestionables salidos de la mente y el espíritu humano de cualquier tiempo y cultura, y su escucha puede llenar de asombro y maravillas varias vidas sin agotarse.
La escritura del programa, sin embargo, me ha enseñado otro Beethoven, otro artista quizá más humano y vulnerable por mostrar algunos puntos débiles tan propios de la cotidianeidad de cualquiera de nosotros, por poner un ejemplo cercano.
Ludwig van Beethoven
Las páginas que Beethoven escribió para la formación de piano, violín y violonchelo, quizá no figuren entre las más grandiosas e inapelables salidas de las manos del músico de Bonn, pero sí tienen desde luego ese carácter sólido, arriesgado y atractivo que singulariza casi la totalidad de la música escrita por el genial alemán. Beethoven compuso tres tríos para la formación mencionada entre 1793 y 1795, es decir, en la época en la que abandonó definitivamente su ciudad natal, Bonn, para vivir y trabajar en la gran capital de la música europea de aquel momento, la Viena por la que pululaban y trabajaban todos los grandes músicos del momento, salvo tal vez, algunos maestros italianos, incapaces de abandonar la suavidad y ajetreo de su tierra.
En aquella época, apenas veinteañero, Beethoven comenzó a frecuentar el trato de algunos de aquellos reconocidos maestros.
Joseph Haydn o
Antonio Salieri, el antiguo rival de
Mozart, entre ellos. Los tres tríos escritos durante esta primera juventud vienesa, como era frecuente entonces, se los dedicó el músico a un personaje principal de la sociedad imperial, el príncipe
Karl von Lichnowski, buscando, como no podía ser de otro modo, protección, mecenazgo y encargos, muchos más encargos que le dieran fama, prestigio y dinero.
Los tres tríos, cuando se estrenaron en casa del príncipe aludido y con la presencia y escucha atenta del gran Haydn, obtuvieron un éxito fulgurante. Su redacción presentaba rasgos heredados de Mozart y del propio Haydn, pero presentaban innovaciones, evoluciones muy beethovenianas ya, en todos los sentidos: juegos de contrastes dinámicos, creación de impulsos rítmicos, presencia tonal de lo dramático...
De los tres tríos, precisamente el que escucharemos en breve en la Fundación Marcelino Botín, el nº 3, en do menor (op. 1, nº 3), es el más famoso de la colección, y sin duda ninguna una de las cumbres de la escritura del Beethoven juvenil. Incluso el mismísimo compositor consideraba que era el mejor de la serie, aunque Haydn, sin embargo, después de escuchar la obra el día de su estreno en un salón principesco vienés, le aconsejó que no lo publicara, al menos, tal y como había quedado concebido.
Y entonces, Beethoven, el que años más tarde sería capaz de condensar uno de los más elevados acercamientos a la comprensión de la existencia humana en sus últimos cuartetos, receloso, suspicaz, mosqueado..., considero que el viejo maestro ya le consideraba una amenaza para su fama y su prestigio, y decidió poner la distancia necesaria.
Así el gran Beethoven, uno de los genios más incuestionables de todos los tiempos, se comportó y actuó, humano y joven al fin y al cabo, como un músico de banda municipal y espesa. El genio transformado en tendero musical. Hasta lo más grandes ofrecen resquicios a la mezquindad, y qué quieren que les diga, a veces reconforta, por lo mucho que de mezquino tiene uno.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.