Magazine/Cine y otras artes
Crítica de la película "Crash", del director Paul Haggis
Por Eva Pereiro López, domingo, 2 de abril de 2006
Colisionan en Crash varias historias que transcurren en la cosmopolita y deshumanizada ciudad de Los Angeles: un poli blanco racista que suele sobrepasarse (Matt Dillon), dos inspectores, él negro (Don Cheadle) y ella hispana (Jennifer Espósito), dos ladrones de coches – negros, uno de ellos hermano menor del inspector- (Chris “Ludacris” Bridges y Larenz Tate), el fiscal general de la ciudad – blanco (Brendan Fraser)- y su aburguesada e histérica mujer (Sandra Bullock), un cerrajero mexicano y su hija – que tiene miedo de las balas -, una familia iraní dueña de una tienda, un asiático que se dedica a traficar con inmigrates ilegales y, finalmente, un director de televisión negro (Terence Howard) y su bella mujer (Thandie Newton) en un todoterreno equivocado...
Crash es un caleidoscopio de una ciudad tan cosmopolita como enajenada, donde los conflictos raciales están a flor de piel y brotan como una reacción alérgica violenta. De hecho, parece que la violencia es el único diálogo humano posible, el único contacto viable. Crash incomoda. Un personaje tan repugnante como el interpretado por Dillon (brillante) es, sin embargo, capaz de buenas acciones, y su preocupación por la enfermedad de su padre hace de él un ser humano sensible.
En esta película nadie es lo que parece. Todos los personajes están sujetos a sus condiciones particulares y se ven afectados por los estereotipos que la sociedad ha creado para cada uno de ellos, en sus juicios, sus actos y sus creencias. Así, un inmigrante se burla del acento de otro y al iraní lo llaman Osama.
Al canadiense Paul Haggis no se le podía pedir más en éste, su primer largometraje. Realizado con un presupuesto mínimo teniendo en cuenta las cifras que se suelen manejar, Crash está construida muy en la línea de Destinos cruzados del gran Altman
No hay en Crash verdades absolutas. No se salva nadie: las reacciones racistas, violentas, de rabia lo tiñen todo. Ni argumentos ni inteligencia sirven contra la explosión de los prejuicios en ciertas situaciones. La impunidad de los abusos policiales y sus tejemanejes habituales, lo políticamente correcto, la impotencia, pero incluso la decrepitud de la vejez, la soledad y la insatisfacción personal colisionan desmigajando una sociedad perdida, aterrorizada por el miedo, egoísta y despiadada. Ferozmente inhumana. “¡Despierto enfadada todos los días y ni siquiera sé por qué!” - le dice la mujer del fiscal general a una amiga por teléfono. Acaba de sufrir un atraco a punta de pistola y está furiosa, obsesionada con la seguridad y el color de la piel, pero su comentario va mucho más allá: su racismo indiscriminado disfraza su insatisfacción personal, como el de tantos otros personajes de esta colisión, una válvula de escape que permite descargar la presión.
Al canadiense Paul Haggis no se le podía pedir más en éste, su primer largometraje. Realizado con un presupuesto mínimo teniendo en cuenta las cifras que se suelen manejar, Crash está construida muy en la línea de Destinos cruzados (del gran Altman, al que le han concedido el Oscar honorífico), aunque los temas tratados no tengan nada que ver – en 1993, Altman se centró sobre todo en la vida de varias parejas. Magníficamente escrita por él mismo (su último guión, Million Dollar Baby, tenía ya una inestimable calidad) después de sufrir un atraco a mano armada en su propio coche, Haggis dirige con una eficacia explosiva. Tanto, que los académicos, residentes todos ellos en LA, han debido tener más de un escalofrío visionando su trabajo. Y Crash ha sorprendido a muchos arrebatándole a Brokeback Mountain de Ang Lee la tan preciada estatuilla.
Llena de recovecos, Crash merece más de una visualización. Vaticina un futuro no muy lejano del clima social en las grandes urbes europeas. Si es que no ha llegado ya.