Ron Powers es uno de esos magníficos escritores norteamericanos que no son autores de una obra narrativa prestigiada por la crítica internacional. Es decir, que no tiene con su nombre novelas que los franceses, los ingleses, los italianos o los alemanes hayan situado en un canon de la novela internacional actual. Sin embargo, Ron Powers tiene el Premio Pulitzer y es autor de una espléndida biografía de
Mark Twain y coautor del libro
Banderas de nuestros padres: la batalla de Iwo Jima, páginas inolvidables sobre los hombres que izaron la bandera de las barras y estrellas en la desolada isla japonesa, libro que inspiró la
película de Clint Eastwood, en mi opinión, una de sus indiscutibles obras maestras.
Por eso, cuando en la librería hojee el libro de memorias
Los Kennedy, mi familia, de
Edward M. Kennedy, y vi que el libro estaba escrito en colaboración con Powers, no dudé un segundo en comprar un ejemplar y comenzar a devorarlo nada más llegar a casa.
Los Kennedy son un universo en sí mismos. Sin duda constituyen la familia más fascinante de la historia reciente de los EEUU, o sea, del imperio, y como tal su importancia es más que evidente. Pero seamos sinceros, el atractivo que tal familia ejerce en el imaginario colectivo occidental no sería el que es si sus integrantes hubieran sido sólo destacados políticos o hábiles comerciantes. Las circunstancias que rodean la historia familiar son lo que hacen esta tan atractiva, y las circunstancias son las propias de un melodrama de
Douglas Sirk, de un novelón decimonónico, de una tragedia clásica, de un culebrón venezolano: poder económico, social y político al más alto nivel, se entremezcla con
crímenes, sexo, amor, glamour, acontecimientos históricos, mafia, cine y una extensa pátina intelectual.
Edward M. Kennedy: Mi familia, los Kennedy (Martínez Roca, 2010)
Ted Kennedy, el menor de los nueve hijos que tuvieron
Joseph P. Kennedy y
Rose Fitzgerald, y eterno senador norteamericano hasta su reciente muerte, evoca su propia vida evocando la de su familia, haciendo especial hincapié en los recuerdos que le quedaron de su padre y de sus dos hermanos asesinados, el
presidente John y el también senador
Bob. Es evidente que nuestro memorialista nada dice de las relaciones de su padre y hermanos con la mafia, tampoco habla de los turbios asuntos de drogas y sexo (
Marilyn Monroe, por ejemplo) en los que todos estuvieron involucrados, ni de la hermana deficiente mental que fue recluida a perpetuidad por deseo del señor Joseph P. Kennedy.
Todos estos asuntos, y otros muy polémicos (el origen de la inmensa fortuna de los Kennedy, originada por las especulaciones del ya mencionado patriarca Joseph sobre todo durante el
Crack del 29) o no son tocados o lo son de una manera muy superficial, pero, con todo, el libro no sólo se deja leer, sino que realmente ofrece una imagen impagable e ineludible del mítico clan de origen irlandés; una imagen desplegada desde el mismo interior, y que procura subrayar los aspectos positivos de la influencia de la familia en la historia norteamericana y mundial del último medio siglo, desde la
guerra de Vietnam, hasta la llegada al poder del señor
Barack Obama, pasando por el caso Watergate, la búsqueda de la paz en Irlanda del Norte, los derechos civiles de los negros, etc…
No estamos desde luego ante un libro de lectura obligada, pero sí, ya lo he dicho, de una lectura inevitable para cualquiera interesado en los Kennedy y en la conformación y puesta en escena de la historia estadounidense de todo el siglo XX.