Juan Antonio González Fuentes
Son poco más de las seis de la tarde de un día cualquiera de finales de mayo de este mismo año. Estamos los tres hablando en la salita de una buhardilla muy cercana a la santanderina plaza de Cañadío, a escasos pasos de donde vivieron Pablo Beltrán de Heredia, los hermanos González Echegaray o Pancho Cossío. En la buhardilla vive Julio Maruri; es su hogar desde que regresó de París, hace ya más de un lustro (¡cómo pasa el tiempo!). En la habitación nos encontramos el poeta y pintor de casi noventa años, José María Lafuente y yo. Con la calma que dan la amistad y el conocimiento mutuos, trabajamos en algunos detalles de la edición de las memorias infantiles y juveniles de Julio, quien las ha titulado, no plenamente satisfecho, De un Santander perdido. José María y yo le planteamos al poeta precisiones o pequeñas dudas que nos han ido surgiendo mientras días atrás releíamos su breve original.
Maruri ha empezado la tarde desde las lejanías de una cierta desgana cansada, pero poco a poco, a ojos vista, resplandece sentado en su silla de madera y mimbre mientras enciende un cigarrillo tras otro y nos contesta a todo con la diligencia de su poderosa memoria poética, con el instinto de sagacidad ilustrada y pejina que nunca lo ha abandonado. José María toma apuntes en un recién adquirido i-Pad que con brillo novedoso luce en sus manos, y yo lo hago en un pequeño cuaderno en cuya cubierta puede leerse un soneto de la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz: “Al que ingrato me deja, busco amante...” Los dos acumulamos material para construir los textos destinados a acompañar jubilosos la memoria hecha letras que ha dejado Maruri. José María Lafuente sabe que va a escribir sobre la interesante historia de estas breves memorias. Yo aún no sé qué voy a escribir. Desearía que mi texto fuera una elocuente declaración de amistad y cariño a Julio, o mejor dicho, sobre todo a lo que durante tantos años significaron sus epístolas parisinas depositadas en el buzón santanderino (calles Floranes y Jiménez Díaz) del joven aprendiz de todo y de nada que entonces era yo, en un tiempo que hoy las nieblas de la memoria más torpe desdibujan en el recuerdo.
Pero nunca se me han dado bien este tipo de “declaraciones”, ni por escrito ni de viva voz, y por eso desecho enseguida la idea y me concentro en seguir tomando apuntes de lo que va desgranando Julio, mientras desde diversos rincones de la pequeña estancia, en lomos de libros, cintas de video o en la carcasa de múltiples cds, los nombres de María Callas, Chet Baker, Freud, Aleixandre o Nuréyev imponen imponentes su sentido.
Y de repente, Maruri fija en mí sus ojos despiertos e inocentemente socarrones y le oigo decir: “a ti no te gustó el adelanto que publiqué de estas memorias. Me lo dijiste en una carta”. Julio se refiere a los primeros capítulos de sus memorias que Pablo Beltrán de Heredia editó en la legendaria imprenta Bedia en 1999. En efecto, recuerdo haber leído esas páginas y sentirme íntimamente decepcionado. Lo que no recordaba en absoluto es habérselo confesado a Julio por carta, circunstancia que revela con contundencia el clima de confianza que manteníamos.
Julio Maruri
Sí, es cierto, ese avance memorialístico no resultó lo que yo esperaba, es decir, no resultó un acercamiento reflexivo, intelectual, erudito y rico en significativas aportaciones a un periodo de la historia cultural santanderina y española que por muy distintas razones me atrae desde hace mucho tiempo: los años de nuestra última posguerra. En los capítulos que Julio adelantó en 1999 sencillamente se convertía en un niño, en un niño que anotaba con prosa cristalina sus recuerdos y vivencias. Yo esperaba, sin duda, la memoria de un poeta consciente de su papel, no la de un niño que comienza a aflorar. De ahí la sorpresa, de ahí el desencanto.
De estos pensamientos la voz de Julio me rescata y me vuelve a situar en el presente de la buhardilla conquistada por los libros, los discos y multitud de objetos curiosos y variopintos. “Estas son las memorias de un poeta mediano, como me dijo un día Pablo Beltrán de Heredia”, se le oye decir a Julio desde su silla desvencijada de mimbre. Y luego, acto seguido, como si fueran dos frases unidas por una única idea añade: “A mediados de los años cuarenta solíamos reunirnos los domingos a primera hora de la tarde en casa de Vicente Aleixandre. Allí coincidía casi siempre con José Luis Hidalgo, Rafael Morales, Carlos Bousoño y otros jóvenes poetas emergentes del momento. Una tarde Carlos le preguntó a Vicente si era posible escribir poesía sin ser muy inteligente, a lo que Vicente contestó que una cosa no estaba en necesaria relación con la otra”. Julio calla un instante, se encoge de hombros con las manos enlazadas entre las piernas, puro gesto chaplinesco, y finaliza: “El comentario, estaba claro, iba por mí”.
Dejo de tomar nota. Explota un silencio que apenas se hace presente y un apunte de José María Lafuente encadena otra secuencia de diálogo, y quedo pensativo.
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NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, creación, historia, artes, música y libros) como cronológicamente.