Este quinteto operaba
bajo cubierta diplomática –como hoy los chicos de la KGB, de la CIA, del MI5 o
del G2- y tenía a su cargo desactivar las células de revoltosos que conspiraban contra el
supremo gobierno al norte del Río Bravo. Está documentada la operación de una
“Agencia Mexicana de Investigaciones” que sirvió tanto a Díaz como a Madero. En
una poco conocida y fascinante investigación de Michael M. Smith se detallan los
operativos de la inteligencia mexicana
en territorio gringo. Nuestros agentes desarrollaron notables capacidades
“para enviar y decodificar mensajes, interceptar comunicaciones postales y
telegráficas, sobornar a funcionarios públicos y periodistas, infiltrar grupos
rivales y organizar y dirigir campañas de propaganda y desinformación”.
O sea, que en todas
partes se cuecen habas. Más sobre esta apasionante historia en próximas entregas
de JdO. Hoy lo que me interesa
comentar es un desfase que ocasionalmente se da en las tareas de espionaje:
cuando un agente cobra conciencia y siente que su primer deber es con la patria
y no con la agencia que lo contrató y hace públicas sus tareas para escándalo de
la sociedad… o del mundo, como en el caso actual de Edward
Snowden.
Pero quisiera
aproximarme al tema por la vía larga que pasa por momentos clave
de la historia reciente:
En un insólito momento
de sinceridad –o de cinismo- el
implacable general Curtis LeMay confió a Robert S. MacNamara: “Si
hubiéramos perdido la guerra… ¡seríamos nosotros los acusados en el banquillo en
Nurenberg!”
Como jefe de la fuerza
aérea durante la segunda guerra, LeMay ordenó arrasar Tokio con bombas
incendiarias cuando era claro que el país asiático había sido derrotado, y fue
instrumental en el proyecto para lanzar bombas atómicas sobre Hiroshima y
Nagasaki. MacNamara recuerda la conversación en La niebla de la guerra, el documental en
el que expurga sus pecados al final de su vida.
Este ejemplo me sirve
para traer a colación una obviedad: los vencedores escriben la historia. Paul
Revere es el héroe epónimo de la guerra de independencia estadounidense, pero
para los ingleses fue un traidor que merecía la horca; nuestra Corregidora de
Querétaro fue heroína entre los alzados mientras que los vencidos con presteza e
incluso alegría le hubieran aplicado el garrote vil. Henry Thoreau se negó a
pagar impuestos a un gobierno promotor de la esclavitud y agresor de naciones
débiles como México y fue echado a un calabozo. Si los estados del sur hubiesen
ganado la guerra civil y nuestro vecino hoy se llamara Estados Confederados de
América, Thoreau sería tanto o más satanizado que Porfirio Díaz en nuestras
maniqueas clases de historia, pero como esto no fue así se le tiene en el altar
de los padres de la patria en la nación que hoy persigue con ferocidad a otro
disidente, de apellido Snowden.
Daniel Ellsberg fue un
experto en inteligencia quien al igual que Bradley Manning y Edward Snowden
pensó que su primer deber era con su país y dio a conocer los “papeles del
Pentágono”, el informe secreto que detalla los pormenores de la participación de
Estados Unidos en la guerra de Vietnam. El dueño y editor del New York Times, Arthur Sulzberger -a
quien apodaban
“Punch”- los publicó pese a las amenazas del Departamento
de Justicia y las advertencias de sus propios abogados, pues estaba convencido
de que el primer deber del editor es con la libertad de expresión, no con la
burocracia en el poder. En el frente interno, los periodistas libraron una
batalla campal para convencer a los leguleyos y a los administradores de que
tenían la obligación de dar a conocer esos materiales a la ciudadanía. En un
episodio que dibuja la situación al interior del diario, Punch despidió de manera fulminante a su
abogado de casi treinta años cuando éste se negó a sostener en los tribunales la
postura del rotativo.
El diferendo sobre lo
que es de interés público y lo que debe mantenerse en reserva por razones de
“seguridad nacional” llevó a un juez a imponer por primera vez en la historia de
los EUA un embargo judicial a informaciones en poder de la prensa. En el juicio
subsiguiente sobre los documentos secretos, Sulzberger y los editores del Times descubrieron que el Pentágono
había clasificado como “secreto” incluso los informes meteorológicos bajo la lógica de que el enemigo los podría
utilizar para predecir las misiones de bombardeo sobre Norvietnam. ¡Hágame el
refabrón cavor!
Unos años después la
propietaria y editora del Washington
Post, Katharine Graham, y el director del diario, Ben Bradlee, decidieron no
quitar el dedo del renglón en un caso confuso y aparentemente inocuo: el
allanamiento de oficinas del partido demócrata en un edificio llamado Watergate.
No exagero si digo que todo el
gobierno lanzó advertencias al Post
de que estaba incursionando en terrenos harto peligrosos, mientras que
grupos privados e incluso otros medios de comunicación dijeron en privado a la
dueña que estaba poniendo en riesgo su empresa en un asunto sin importancia.
Bien, es de sobra sabido cuál fue el desenlace de
Watergate: la primera renuncia de un Presidente de Estados
Unidos. No sugiero que el Post haya
derrocado a Nixon; pero sin duda su perseverancia en obtener y divulgar detalles
del incidente aceleró el proceso de supuración política que puso al gobierno
contra la pared y detonó las consecuencias
conocidas.
Es en este contexto en
que debemos analizar los casos de los “desveladores de secretos” que tienen a
Washington con el grito en el cielo. El gobierno que armó a la contra en Nicaragua, que financió a los
freedom fighters en Afganistán, que
puso en el trono al Sha, que derrocó a Grau San Martín en Cuba, a Bautista en
Nicaragua y a Arbenz en Guatemala; que fue pillado espiando a sus ciudadanos y
un etcétera de monerías diabólicas más largo que la Cuaresma, es el mismo que
persiguió a Ellsberg, que puso en operación los campos de concentración en Abu
Dhabi y en Guantánamo, que tiene sometido a juicio Manning y que advierte sin
rodeos a Moscú y a Pekín que ejercerá represalias si dan asilo al “traidor”
Snowden. Si, Dios no lo permita, el gobierno de Obama colapsara por cualquier
razón, tenga usted por seguro que esos personajes pasarían a engalanar los
corredores de los héroes y sus nombres serían grabados en letras de oro en los
muros del Capitolio. Pero hoy son execrables enemigos de la
patria.
¿Exagero? Martin Luther King fue la
bête noire del establishment estadounidense. El
siniestro Hoover lo tuvo en la mira y murió asesinado, pero hoy es
recordado como uno de los grandes héroes de la historia de los EUA. Carter le
otorgó póstumamente la Medalla Presidencial de la Libertad en 1977; desde 1986
el Día de Martin Luther King es
fiesta nacional y en 2004 se le otorgó la Medalla de Oro del Congreso de los
Estados Unidos.
O sea que si el tiempo todo lo
pone en su lugar, pasadas algunas décadas podremos ver a los Manning, a los
Snowden y a los Ellsberg en los libros de texto como ejemplos para la
juventud.
Amén.
Los papeles del
Pentágono
Ya que estamos en esto,
una breve ficha de aquel sumario. Se trata de un expediente de siete mil páginas
en 47 volúmenes oficialmente titulado Historia del Proceso Estadounidense de
Toma de Decisiones de Política sobre Vietnam: 1945 – 1967. Fue comisionado
en 1967 por Robert S. McNamara, secretario de la Defensa de Kennedy a la Rand
Corporation, para entender el por qué del involucramiento norteamericano en
Vietnam.
Daniel Ellsberg tuvo a su cargo la
redacción de un capítulo del informe y cuando tiempo después conoció la
totalidad del documento, se convenció de que era su deber hacer público ese
testimonio de décadas de mentiras, errores, decepciones y carnicerías del
gobierno de su país. A finales de marzo de 1971, entregó una copia a un
periodista del New York Times a quien había conocido en
Vietnam.
Durante 17 días -del
domingo 13 al miércoles 30 de junio- el futuro de las relaciones entre la prensa
y el Estado en los EUA se mantuvo en la incertidumbre. Por la tarde de este
último día la Suprema Corte de Justicia desestimó, en votación de 6 a 3, los
alegatos del gobierno de que la publicación del expediente fuera perjudicial
para la seguridad nacional del país, declaró injustificado el embargo
precautorio y autorizó al Times a publicar la serie. Esta decisión sería
pivotal para el equilibrio futuro entre la legítima necesidad del gobierno de
recurrir a la secrecía en tiempos de guerra y la legítima necesidad de la
comunidad de enterarse de las acciones de su
gobierno.
Molcajete…
Años
después, en sus memorias, Ben Bradlee recordaría así el episodio Watergate: “Un
periódico que se mantuvo firme ante cargos de traición. Un periódico que no
vaciló al ser acusado por el Presidente, por la Suprema Corte, por el Procurador
General y por un insignificante Subprocurador. Un periódico que mantuvo la
frente en alto, comprometido firmemente con sus principios”. Y sobre los
protagonistas de la saga: “Richard
Nixon fue deshonrado y destruido, relegado a su muy particular infierno,
obligado a renunciar para evitar el desafuero y sin nadie a quien culpar salvo a
sí mismo. Los fanáticos –Charles Colson, John Ehrlichman, H. R. Haldeman, Howard
Hunt y Gordon Liddy- cayeron en desgracia y en prisión, acabados por su idea de
que estaban por encima de la ley y por la arrogancia que compartían con Nixon.
Los aficionados –mojigatos veteranos de los negocios, como el procurador general
John Mitchell y el secretario de Comercio Maurice Stans y los imberbes neófitos
como John Dean, Dwight Chapin, Donald Segretti, Egil Krogj y Jeb Magruder-
fueron víctimas de su propia ambición desmedida. Mas para los políticos que se
montaron en la ola hacia Washington después de Watergate, las lecciones que
parecieron haber aprendido se han reducido a ésta: no hay que dejarse atrapar.” He aquí la
paradoja.