Fue un viaje extraordinario. La cena insípida se convirtió en
banquete y el güisqui en ambrosía. Trece horas después desembarqué en la región más transparente convertido en un
tolkiano y con plumón consigné en el muro de los sanitarios la leyenda “¡Frodo vive!”, arrepentido de no haber
comprado los demás libros.
Así descubrí al -para mí, devoto del género- primus inter pares de la congregación
sagrada de Stanislaw Lem, Ray Bradbury, Isaac Asimov, et al. Hacia mediados de la década supe
que un cofrade, Carlos Ramírez -hijo de Ramírez Ladewig y en aquel tiempo
director de Radio UAG- era también converso y constituimos una hermandad secreta
juramentada para seducir y llevar a la Tierra Media y ante la casa de Gandalf a
cuanta alma nos fuera posible.
Hace unos días tuve un gratísimo reencuentro con Adriana Malvido y
supe que su hijo, siendo adolescente, había caído bajo el mismo hechizo y que
fue de los lectores de un texto dedicado a John Ronald Reuel Tolkien que escribí
alrededor del 2001. Quise entonces compartirlo de nuevo en esta etapa “memoria y
nostalgia” de JdO.
* * *
Comenzamos con un acertijo. ¿Podrá el lector adivinar de quién
hablo? Un escritor, nacido alrededor de 1890, es famoso por tres novelas. La
primera es corta, elegante, un clásico inmediato. La segunda, su obra maestra,
presenta a los mismos personajes, aunque es más larga y compleja, e incorpora en
forma creciente elementos míticos y lingüísticos. La tercera es enorme, una
locura, ilegible. Una pista: no se trata de Joyce.
Un escritor, nacido alrededor de 1890, denunció la producción
masiva, el estruendo del tráfico y el descarno y fealdad de la vida moderna
europea, y amó los árboles y la verdura de la campiña inglesa en donde vivió de
niño, así como a las pequeñas y delicadas criaturas con las que se topó en las
leyendas nórdicas. Una pista: no se trata de D. H.
Lawrence.
Un escritor, nacido alrededor de 1890, mezcló porciones de
literatura antigua en su propia obra maestra, incorporándolas magistralmente
conforme avanzaba. Una pista: no se trata de Pound.
Un escritor, nacido alrededor de 1890, se declaró monárquico y
católico. Una pista: no se trata de Eliot.
Los más antiguos de mis lectores –antiguos en el sentido clásico-
quizá hayan adivinado ya de quién hablo. Y si son de mi edad y fueron como yo
vagamundos y en su camino a Damasco
se toparon en un callejón con el grafiti “¡Frodo vive!”, entonces ya lo
saben de cierto. Para los más jóvenes, quizá un cuento les
ayude:
“Había una vez un cuarentón, profesor de lingüística y filología,
que sabía más sobre las antiguas lenguas nórdicas y el Beowulf que nadie en el
mundo. El maestro había quedado huérfano muy joven, y el ejército de su país lo
mandó a una guerra terrible en cuyas trincheras estuvo a punto de perder la
vida. Anegado en el lodo sanguinolento, y apabullado por el estruendo del cañón
y la metralla y los lamentos de amigos y enemigos, quizá haya imaginado el mundo
que creó cuando muchos años después interrumpiera por un momento la calificación
de un examen para escribir al reverso de la hoja: “En un agujero en el suelo
vivía un hobbit”.
El escritor de quien hablo, nacido alrededor de 1890 en África del
Sur, es J.R.R. Tolkien (John Ronald Reuel) hoy una referencia doméstica gracias
a Hollywood, pero en mi adolescencia y primera juventud vicario de un rito
arcano cuyos miembros nos reconocíamos por señas secretas y conjuras
pronunciadas en voz baja como esa de: “¡Frodo vive!” Hoy me asombra que haya
sido hasta mediados de los setenta que encontré en mi propio país con quien
hablar sobre la tetralogía de Tolkien y sus asonancias y disonancias con, entre
otros, Joyce, Lawrence, Pound y Eliot, de la manera juguetona que se consigna al
inicio de este texto y que ojalá fuera mía, pero que es de Jenny Turner, la
espléndida periodista autora de Razones
para amar a Tolkien.
He aquí un personaje deslumbrante y paradójico. De él se dice que
era aburrido en una sociedad y un siglo de tiesuras, y que su devoción por la
filología se percibía anticuada incluso en el mundo victoriano. Pero la obra de
este flemático inglés nacido en Sudáfrica, quien nunca alzaba la voz, vestía
siempre en tweed y chaleco y fumaba
pipa, despertó una corriente pasional pocas veces vista en la literatura. Jenny
Turner confiesa que le asusta haber pasado “demasiado tiempo” de su adolescencia
en compañía del demiurgo de El señor de
los anillos y que ya adulta si bien encuentra los libros repetitivos y
“ruidosos”, éstos siguen conectándose a su espíritu de manera inquietante. “Hay
una succión, un algo primigenio que se transmite entre ambos, como cuando una
nave espacial se enchufa a la nave madre. Es como el seno materno, es un alivio
infantil... que también es como un hoyo negro”. Escalofriante memoria, pero
humana y generosa si la comparamos con otros juicios, como el de mi admirado
Edmund Wilson: “Hipertrofiado... Un libro infantil que de alguna manera se salió
de madre... Una pobreza creativa casi patética...”. John Heath-Stubbs estima que
la obra es “Una mezcla de Wagner y el osito Winnie Pooh, mientras Germaine Greer
exclama que fue “su pesadilla”.
Vaya, pues. Supongo que el viejo profesor, tan enemigo de las
pasiones terrenas, nunca imaginó que la obra iniciada con la frase, “En un
agujero en el suelo vivía un hobbit”, fuera a despertar tantas y tan opuestas
durante tantas generaciones, pues a estas alturas del siglo y mal que me pese
gracias al cine, la cofradía tolkiense es ya una muchedumbre. No escapa a la
aguda e inteligente mirada de Jenny Turner la paradoja: si los libros son tan
criticables, ¿por qué a tantos millones les han
apasionado?
No es una pregunta fácil. El
Hobbit (1937) me encontró en una librería del extranjero aún adolescente y
lo compré por no dejar, por tener algo que leer en el vuelo de 13 horas que me
esperaba por la noche. En el aeropuerto comencé la lectura y a la mitad del
vuelo maldije no haber adquirido los tres tomos de la secuencia, conocida como
El Señor de los Anillos (1954). Una
mirada crítica descubre inconsistencias en el texto, en los diálogos, en los
personajes y en la narrativa. Yo extirparía a Tom Bombadil, un personaje arbóreo
que transcurre cantando tonadillas hueras y que no tiene mayor consecuencia en
el resto de la historia, y trabajaría la estructura interna de algunos
protagonistas así como la lógica de varios episodios (y ya que de utopías
hablamos, también sacaría del mercado la horrenda traducción de Taurus con su
majadera “castellanización” de nombres que en vez de un Bilbo Baggins nos sirve
un “Bilbo Bolsón” amén de otras aberraciones asestadas a la obra del viejo
profesor.)
Pero como dicen los sajones, al final del día lo que me queda es
una profunda identificación con la obra, una suerte de simbiosis que, ahora lo
pienso, tiene en verdad algo de misterio sobrecogedor. La leo y la releo; sé de
memoria pasajes enteros; y cada vez que la visito descubro en ella algo
novedoso. Quizá ahí esté la explicación. Tolkien fue capaz de comunicarse con
otros espíritus en un nivel anímico primario que escapa a toda explicación y que
tiene como hilo conductor las emociones y sensaciones más
humanas.
¿Y quién fue este personaje, esa suerte de hobbit mayor? John
Ronald Reuel Tolkien nació el domingo 3 de enero de 1892 en Bloemfontein, África
del Sur, después de un parto difícil y prolongado. A ese país habían emigrado
sus padres en busca de fortuna, y ahí creció, un niño débil y enfermizo. A la
muerte del padre en 1896, la madre regresó a Inglaterra, en 1900 se convirtió al
catolicismo y en 1904 murió de diabetes, enfermedad incurable en la
época.
La madre es un personaje fascinante por derecho propio y estoy
convencido de que su personalidad impregna a los espíritus etéreos y fuertes de
las pocas mujeres en la obra de J.R.R. Antes de casarse con Arthur Tolkien a los
21 años había sido misionera de la Iglesia Unitaria en África y, créalo o no el
lector, ¡impartió catecismo en el harén del sultán de
Zanzíbar!
Ahora bien, imaginémonos a esta familia de la clase media pobre en
la Inglaterra anglicana y victoriana de entonces y las consecuencias que sin
duda estos hechos tuvieron sobre la sensible personalidad del niño J.R.R..
¿Recuerda el lector a Shelob, el
mefistofélico ser que en forma de tarántula gigante custodia el paso de Cirith
Ungol a Mordor por donde deben transitar Bilbo y Samwise merced a las intrigas
de Gólum? Pues en Sudáfrica el niño Tolkien tuvo experiencias memorables: un
encuentro con una peluda tarántula, que lo picó, y con una serpiente. Y un
sirviente de la familia “lo tomó prestado” durante varios días para llevarlo a
su aldea y presumirlo a su extensa parentela, con las consecuencias que el
lector podrá imaginar. Creo que su niñez africana, su adolescencia en la campiña
inglesa, su estancia en las trincheras en la primera guerra mundial -donde el
gas mostaza daño su salud para siempre y en donde perdió a la mayoría de sus
amigos- , su vida enclaustrada como profesor de filología y sajón antiguo… toda
su existencia, pues, está reflejada en la saga de los Baggins, desde la fiesta a
la que asisten los enanos sin invitación, hasta la última escena en que Bilbo,
Frodo y otros personajes abandonan para siempre la inolvidable Tierra
Media.
Pero me estoy saliendo de tono. Si el viejo profesor pudiera leer
estas cuartillas y en particular el anterior párrafo, sin duda las haría
confeti, ya que detestaba a los críticos y a los exégetas... ¡y a fe mía que
tenía razón! Así que en resumen diré que los cuatro libros de la saga (El Hobbit, El Señor de los Anillos, Las dos torres
y El regreso del rey), con El Silmarilion, integran una república
abierta a quien desee pedir la ciudadanía del país mayor del gozo, que es la
tierra de la imaginación.
Nota bene. Reuel, el tercer nombre de Tolkien (John Ronald), es un apelativo
heredado de padres a hijos en esa familia, y quiere decir, literalmente, “Amigo
de Dios”. Sin duda el escritor lo fue.