La trayectoria de un historiador, su formación intelectual, sus 
ocupaciones, su entorno familiar, sus sentimientos, etcétera, no suelen ser 
asuntos que interesen al público común. Las biografías de celebridades son de 
otra índole y también las audiencias a las que se destinan. E. H. Carr. Los 
riesgos de la integridad (PUV), de Jonathan Haslam, no tendrá ventas 
millonarias. Pero las cosas que en él se trata --el siglo que se narra, sus 
circunstancias diplomáticas, académicas y periodísticas-- deberían interesar a 
cualquier ciudadano medianamente preocupado por su tiempo. E. H. Carr estuvo en 
lugares muy relevantes en los momentos más decisivos. Estuvo en la Primera 
Guerra Mundial, entre los diplomáticos británicos que asistían a su fin. Estuvo 
en Rusia y en algún Estado del Báltico tras la revolución bolchevique: a sus 
causas, a su desarrollo, a su impacto, a sus primeros años, le dedicó 
prácticamente su vida. Para ello escribió una monumental Historia de la Rusia 
soviética cuya erudición y precisión aún desconciertan. Ejerció de 
editorialista en The Times cuando ese periódico dictaba la opinión 
británica, cuando era la referencia dominante de Europa. Allí, en sus columnas 
firmadas con seudónimo, con nombre propio o anónimamente observó y subrayó, 
analizó las relaciones internacionales y el papel que el presente y el porvenir 
le reservaban a la Gran Bretaña. Estuvo en Cambridge como estudiante y luego 
como profesor cuando dicha Universidad era el centro académico del Imperio. 
Investigó en distintos archivos, becado por diferentes fundaciones, recolectando 
documentos e informaciones que eran imprescindibles para su trabajo. La consulta 
de un documento histórico no es algo rutinario o intrascendente. Bien mirado, 
ese acto de lectura exalta: el historiador descubre lo que ignoraba y eso que 
descubre tiene conexión con otros datos hasta formar con ellos una red de 
significados. Y toda esa emoción puede experimentarse en la soledad de un 
gabinete… 
Imaginemos la escena corriente, la vivida por cualquier 
investigador. Sentado a la mesa, con su escritorio repleto de notas, de textos, 
de fichas, de libros, de fotocopias, un historiador sólo se permite unas pocas 
escapadas: al archivo para documentarse, para ampliar conocimientos, para 
confirmar datos o hipótesis, para desmentir falsas impresiones. Los 
investigadores son gentes normalmente sedentarias que deben consumir horas y 
horas en silencio, quemándose las pestañas, consultando papeles polvorientos, 
legajos de otro tiempo. ¿Qué puede haber de aventurero en ese trabajo lento y 
minucioso? Un historiador no suele ser un hombre de acción: no interviene en el 
presente, no realiza o consuma su trabajo inmediatamente. Recluido en su 
gabinete emprende una operación muy rara, muy extraña: la de exhumar lo 
pretérito. O hacer como que exhuma lo que está inerte y enterrado. 
Propiamente hablando, el pasado no existe: de ese otro tiempo sólo quedan 
restos, vestigios escasos de un mundo ya desaparecido, de unos actos que ya se 
realizaron. El instante no dura y lo que hacemos ya es pasado en el momento en 
que se consuma o completa. Permítaseme una metáfora para explicar el papel del 
historiador. 
Estemos de acuerdo o no con todos 
sus enunciados, Carr muestra en : ¿Qué es la historia? (1961) toda su 
energía reflexiva, toda su ironía expresiva, toda su imaginación erudita, todo 
su humor polémico, todo su indomable individualismo, toda su experiencia 
intelectual, todo su agonismo 
Al caminar, los seres humanos hendimos el suelo y dejamos 
huellas, pero eso que queda siempre es escaso, un negativo o el pálido reflejo 
de nuestro pie. O, si se quiere, lo superficial: la huella (o la prueba) es poco 
pero es un vaticinio, un examen retrospectivo de lo que fuimos o hicimos o 
pensamos al caminar. Un historiador, un experto, podrá analizar esos restos que 
han quedado: con su pericia, con su experiencia, con su formación en suma, 
presentará el curso de los acontecimientos; nos dirá quién caminó por allí y 
hacia dónde se dirigía. Si cuenta con más datos podrá conjeturar los motivos de 
aquel paseo, incluso las intenciones del paseante. ¿Recuerdan a Guillermo de 
Baskerville al principio de El nombre de la rosa? En la novela de Umberto 
Eco, el avispado monje se fija en la huella dejada sobre la nieve y con ese 
resto aventura lo que ha pasado y él averigua. Pero esta imagen que les propongo 
para explicar la tarea de historiador es quizá demasiado estática, la de un 
detective que escudriña y no interviene. 
En realidad, el historiador es 
un observador que mira un paseo que no ha acabado, un proceso al que él se ve 
arrastrado, una marcha multitudinaria que no se detiene, que afecta a todos, y 
cuyos pasos aún resuenan. En última instancia, ese observador no está emplazado 
en un lugar omnisciente: ve menos de lo que los protagonistas directos pueden 
ver cuando las cosas ocurren, pero ve más de lo que los personajes consiguen 
distinguir gracias al plano general que obtiene. Él aún está ahí, en medio de 
ese proceso en marcha… La imagen no es mía. La tomo en préstamo de E. H. Carr, 
de su obra más límpida, más enérgica, más cautivadora: ¿Qué es la 
historia? (1961). 
Ese volumen es una espléndida introducción a la 
historia, seguramente la más perdurable de todas las que se han publicado en el 
siglo XX. Estemos de acuerdo o no con todos sus enunciados, Carr muestra aquí, 
en sus páginas, toda su energía reflexiva, toda su ironía expresiva, toda su 
imaginación erudita, todo su humor polémico, todo su indomable individualismo, 
toda su experiencia intelectual, todo su agonismo. Es una delicia que se 
contagia, por ejemplo, al libro de Jonathan Haslam. No se puede escribir una 
biografía tediosa del historiador. Quien se atreve a contar la vida de Carr ha 
de estar a su altura o, al menos, en un lugar prominente, dispuesto a valerse de 
su figura y de sus cualidades. Investigar bien, profusamente, y, sobre todo, 
escribir con intriga y claridad, con documentos e imaginación. 
Tomar al individuo como fin y no 
medio era, a juicio de E. H. Carr, el único modo con que contamos para construir 
una sociedad decente: una sociedad que no se imponga sobre cada uno de sus 
miembros, una sociedad que tome a sus integrantes como metas y no como 
instrumentos
Carr no creó una escuela, no capitaneó una corriente 
historiográfica, no fue profesor de principio a fin, no completó la carrera 
diplomática en el Foreign Office, no ejerció el periodismo con dedicación 
exclusiva. Pero tanteó todo ello, los mejores trabajos intelectuales, aquellos 
que le permitían ser individuo y espectador, agente y analista, siempre situado 
en excelentes observatorios. Obró, pues, como un historiador y como interventor. 
La historia no es un proceso que todo lo arrastre y del que no podríamos 
escapar; la historia no es un devenir que todo lo aplaste, que fatalmente se 
imponga. Como inglés nacido libre, Carr no lo podía aceptar. Si la 
historia fuera eso, si la realidad sólo fuera eso, los individuos 
seríamos meros exponentes o autómatas, determinados por causas que ignoramos. En 
esa circunstancia viviríamos en una feliz irresponsabilidad, en un fatalismo 
servil. Pero la historia no es el acto individual incondicionado. 
Sobre 
esto, sobre esta cuestión insoluble, debatieron E. H. Carr e Isaiah Berlin: 
sobre la acción humana, sobre la causa como explicación, sobre la determinación, 
sobre el libre arbitrio. El volumen de E. H. Carr --que ha servido para ilustrar 
a varias generaciones acerca de la historia, que se ha empleado como 
introducción a los asuntos y a los debates de la historiografía, que, en 
definitiva, se ha utilizado para educar a varias cohortes de jóvenes 
historiadores-- aborda en efecto el papel que cabe atribuir al individuo. Más 
aún, ese libro trata expresamente la cuestión del individualismo, dando 
soluciones y respuestas polémicas, tan controvertidas que llegaron a ser 
insatisfactorias incluso para el propio autor varios años después. Entre los 
diferentes individualismos de que se ocupaba podemos mencionar dos. Por un lado, 
el que para entendernos llamaremos individualismo moral; y, por otro, el que 
universalmente se llama individualismo metodológico.
El primero lo abrazó 
Carr: como buen británico. Tomar al individuo como fin y no medio era, a su 
juicio, el único modo con que contamos para construir una sociedad decente: una 
sociedad que no se imponga sobre cada uno de sus miembros, una sociedad que tome 
a sus integrantes como metas y no como instrumentos. El viejo precepto kantiano, 
el aserto ilustrado, el viejo supuesto liberal, lo vemos reproducido sencilla y 
llanamente en un historiador que a la vez declara sus afinidades, sus simpatías 
con Marx cuando afirma la naturaleza científica de la disciplina y, por tanto, 
cuando predica la explicación histórica como una explicación causal. Pero, 
atención, lo vemos reproducido en un historiador nacido en la época victoriana 
que, a la postre, era hijo y deudor de la mejor tradición británica, aquella que 
se funda en ese mito del inglés nacido libre. 
E. H. Carr rebajaba el papel del 
individuo en la acción histórica, el escaso efecto y el menguado relieve que el 
sujeto ejercería en el devenir y en los hechos históricos. Justamente por eso y 
como hegeliano sobrevenido, admiraba el proceso ineluctable de la historia: de 
la revolución rusa en particular
El individualismo moral nos hace responsables a cada uno de 
nuestros actos y hace de la elección la condición de posibilidad de una vida 
digna para los seres humanos. Pero, fuera de esto, cualquier otra forma de 
individualismo le parecía objetable a E. H. Carr: justamente por eso se oponía 
con severidad y dureza a las defensas del individualismo metodológico que 
profesaba Berlin y que le hacían ponerse en guardia frente a la noción misma de 
causalidad histórica. Frente a esta posición y en sintonía con la cultura 
historiográfica europea de entonces, E. H. Carr rebajaba el papel del individuo 
en la acción histórica, el escaso efecto y el menguado relieve que el sujeto 
ejercería en el devenir y en los hechos históricos. Justamente por eso y como 
hegeliano sobrevenido, admiraba el proceso ineluctable de la historia: de la 
revolución rusa en particular. Un proceso histórico que es un progreso, que es 
el progreso: una convicción que no está tan lejos de las viejas 
certidumbres victorianas. 
Carr nació en una familia de comerciantes, en 
el seno de la clase media. Por diversas razones, sus padres mantuvieron una 
distancia emocional que le afectó toda su vida. De hecho en su etapa infantil, 
el pequeño Ted será educado por una tía, la tía Amelia, que le mostró severidad 
y rigorismo. Creció, dice Haslam, como un “niño aislado (…) que ansiaba ser 
amado y que, sin embargo, al mismo tiempo aprendió a contener la mayor parte de 
sus emociones”. Su contacto con el mundo fue fundamentalmente libresco, 
documental, y esos observatorios que frecuentó (la diplomacia, el periodismo, la 
universidad, el archivo) le sirvieron para confirmar o corroborar lo que su 
inmensa erudición ya había reunido. 
A pesar de ser un hombre de mundo 
detestará la vida social y los peajes de la diplomacia cotidiana: es patético lo 
mal que se desenvolvía entre bambalinas. A pesar de casarse con varias mujeres 
(o tal vez por eso) evitará los vínculos emocionales firmes, duraderos: de 
hecho, su vida sentimental fue bastante desastrosa, como si Carr fuera la última 
víctima de la severidad victoriana. A pesar de ser tan británico y racionalista, 
a pesar de ser hegeliano en su madurez, será un firme admirador del alma rusa, 
de lo pasional, de lo extremado, de lo romántico. Vivió esas contradicciones, 
vivió con dolor y heridas, y sobrevivió con la firme convicción de su valía, de 
su inteligencia, de su destino... 
No toleraba lo flácido o lo 
inconsecuente: “antepuso la eficacia a la moralidad; detestaba cualquier muestra 
de debilidad; se mostraba intolerante ante la incompetencia”, señala Haslam. 
“Tal vez todo esto no resulte tan extraño en un hombre que fue educado para 
conseguir las metas más altas ya desde su infancia y que, durante algunas etapas 
de su juventud (un hábito que recuperaría en sus últimos años), solía leer a 
Nietzsche y a Spengler. Ya en su vejez, le irritaba incluso el que le sirvieran 
la comida dos minutos después de lo que él tenía previsto”, añade el biógrafo. 
“Sólo a través de la anulación de sus emociones y del desarrollo de una destreza 
intelectual en un vacío moral justificarían lo despiadado que podía llegar a ser 
en la defensa de sus opiniones excepcionales”. 
La obra de Jonathan 
Haslam es un perfecto ejemplo del género biográfico inglés. El volumen es un 
compendio minucioso e irónico de una vida. En sus páginas, el biógrafo evita 
juzgar con arrogancia y superioridad. No le afea su conducta. Le tiene simpatía 
y admiración a su personaje y, a la vez, sopesa sus errores y sus aciertos con 
cautela. Le tolera sus incongruencias sin por ello asearlo o mejorarlo. La prosa 
es ágil y la traducción de Belén Quintás no suele desfallecer. Les invito, pues, 
a atravesar el siglo de la mano de E. H. Carr. No encontrarán mejor guía. Eso 
sí: siempre que después reinicien la marcha por su cuenta. Como el propio Carr 
siempre hizo.
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