El individualismo moral nos hace responsables a cada uno de 
nuestros actos y hace de la elección la condición de posibilidad de una vida 
digna para los seres humanos. Pero, fuera de esto, cualquier otra forma de 
individualismo le parecía objetable a E. H. Carr: justamente por eso se oponía 
con severidad y dureza a las defensas del individualismo metodológico que 
profesaba Berlin y que le hacían ponerse en guardia frente a la noción misma de 
causalidad histórica. Frente a esta posición y en sintonía con la cultura 
historiográfica europea de entonces, E. H. Carr rebajaba el papel del individuo 
en la acción histórica, el escaso efecto y el menguado relieve que el sujeto 
ejercería en el devenir y en los hechos históricos. Justamente por eso y como 
hegeliano sobrevenido, admiraba el proceso ineluctable de la historia: de la 
revolución rusa en particular. Un proceso histórico que es un progreso, que es 
el progreso: una convicción que no está tan lejos de las viejas 
certidumbres victorianas. 
Carr nació en una familia de comerciantes, en 
el seno de la clase media. Por diversas razones, sus padres mantuvieron una 
distancia emocional que le afectó toda su vida. De hecho en su etapa infantil, 
el pequeño Ted será educado por una tía, la tía Amelia, que le mostró severidad 
y rigorismo. Creció, dice Haslam, como un “niño aislado (…) que ansiaba ser 
amado y que, sin embargo, al mismo tiempo aprendió a contener la mayor parte de 
sus emociones”. Su contacto con el mundo fue fundamentalmente libresco, 
documental, y esos observatorios que frecuentó (la diplomacia, el periodismo, la 
universidad, el archivo) le sirvieron para confirmar o corroborar lo que su 
inmensa erudición ya había reunido. 
A pesar de ser un hombre de mundo 
detestará la vida social y los peajes de la diplomacia cotidiana: es patético lo 
mal que se desenvolvía entre bambalinas. A pesar de casarse con varias mujeres 
(o tal vez por eso) evitará los vínculos emocionales firmes, duraderos: de 
hecho, su vida sentimental fue bastante desastrosa, como si Carr fuera la última 
víctima de la severidad victoriana. A pesar de ser tan británico y racionalista, 
a pesar de ser hegeliano en su madurez, será un firme admirador del alma rusa, 
de lo pasional, de lo extremado, de lo romántico. Vivió esas contradicciones, 
vivió con dolor y heridas, y sobrevivió con la firme convicción de su valía, de 
su inteligencia, de su destino... 
No toleraba lo flácido o lo 
inconsecuente: “antepuso la eficacia a la moralidad; detestaba cualquier muestra 
de debilidad; se mostraba intolerante ante la incompetencia”, señala Haslam. 
“Tal vez todo esto no resulte tan extraño en un hombre que fue educado para 
conseguir las metas más altas ya desde su infancia y que, durante algunas etapas 
de su juventud (un hábito que recuperaría en sus últimos años), solía leer a 
Nietzsche y a Spengler. Ya en su vejez, le irritaba incluso el que le sirvieran 
la comida dos minutos después de lo que él tenía previsto”, añade el biógrafo. 
“Sólo a través de la anulación de sus emociones y del desarrollo de una destreza 
intelectual en un vacío moral justificarían lo despiadado que podía llegar a ser 
en la defensa de sus opiniones excepcionales”. 
La obra de Jonathan 
Haslam es un perfecto ejemplo del género biográfico inglés. El volumen es un 
compendio minucioso e irónico de una vida. En sus páginas, el biógrafo evita 
juzgar con arrogancia y superioridad. No le afea su conducta. Le tiene simpatía 
y admiración a su personaje y, a la vez, sopesa sus errores y sus aciertos con 
cautela. Le tolera sus incongruencias sin por ello asearlo o mejorarlo. La prosa 
es ágil y la traducción de Belén Quintás no suele desfallecer. Les invito, pues, 
a atravesar el siglo de la mano de E. H. Carr. No encontrarán mejor guía. Eso 
sí: siempre que después reinicien la marcha por su cuenta. Como el propio Carr 
siempre hizo.
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