Primera parte:
Caminos interiores: Juan Antonio González Fuentes, por Rafael Morales Barba (I)Los poemas en prosa de
La luz todavía (2003),
Atlas de perplejidad (2004) y sobre todo el madurado y lleno de acendrar el decir indeciso de los poemarios anteriores,
La luz ciega (2009), forman la poética de la
luz negra o del
hueco (modernamente en
Gérard Wajcman), que ha sabido interpretar los derroteros evolutivos del fragmento esencial. González Fuentes toma esa vereda desde el poema en prosa que empieza a tener una fuerte y moderna tradición esencial en España. Poéticas del agujero negro, la elisión y la alusión, la fragmentación, del interludio o el espacio vacío como costura de unas palabras que apenas dicen en su hermetismo aquello que según
María Zambrano es lo sagrado moderno, es decir, el enigma: el vacío como mito y sacralización de los heridos tras el advenimiento de la sospecha como luz negra, imán. Desde
Paul Celan el nuevo impulso llega hasta estos poetas epigonales en el tiempo (en su indudable mérito) que construyen la visión del vacío desde una acendrada conciencia del vacío, heredera en su analogía de la visión cosmogónica del cabalista
Isaac Luria (1534-1572), formulador del autoexilio de la divinidad que crea ese hueco, recuerda
Pietro Taravacci, hueco en sí sin origen ni fin entre
abismos increados. Lo atormentador de los herederos del existencialismo de posguerra han rencontrado su agujero negro haciendo analogía con la física, y la modernidad hipnotizante del
agujero, y fagocitan el discurso hacia el embudo del
no decir como
decir o sentido (y balbucir) como se repite con cierta manera desde
Hölderlin-Mallarme-Gadamer-Steiner de
cierto sentir dominante (poco inocente en algunos casos frente a Hölderlin), de un tiempo que va para dos siglos, por citar lo más actual de entre tantos y tantos fotógrafos de la incertidumbre y próximos al ensimismamiento. Unas poéticas que han traído al proscenio otra fórmula libre en el poema en prosa o en cierta experimentación recuperadora de lo breve, en el caso español, haikus y aforismos, y en el caso de la poesía esencial próxima al venero de
Valente. O sobre todo del genio poético de Paul Celan frente a los introductores geniales y poetas de mérito (además), empieza a dar paso a un vitalismo si bien tan angustiado, mucho menos crispado. A olvidar las poéticas constitutivas de la desolación alemana del siglo, desde la acidez a la desestructuración de los
Benn-Trakl-Celan. Y de reactualizar a Valente en el caso español que supo crear un epicentro emocional y teórico sobre todo, y una poética concreta alrededor del desierto, el silencio, el vacío
místico, que evolucionó hacia cierto piedracelismo (lanzarotismo) en
Sánchez Robayna, hasta quedar preso del discurso tras los primeros libros y escritos, sin duda más interesantes y de mérito, que desembocaron en cierto narrativismo realista y narcisista en
El libro, tras la duna o a la lexicalización del discurso cuando el giro mostró que el imán de la juventud era el venero del que no sabía/podía o quería salir. Otras fórmulas se asoman tibiamente aunque todavía quedan demasiados ecos y en algunos casos prácticas demasiado miméticas, aunque no siempre como hemos apuntado, pues obviamente no se puede seguir retorizando hacia el manierismo el discurso sin que empiece a mostrar fatiga el decir en su reiteración. Salvo renovadora visión
fuerte, quiero decir, meritoria, el entronque
fuerte de ese discurso parece estar dejando el paso a otras poéticas próximas a la contingencia, apartadas de los discursos donde ciertas voces empiezan a estar lexicalizadas y gastadas. Lo cual no exime de sus muchas virtudes a esta poética, muy por el contrario trae calidades y novedad desde su perspectiva delicada y propia, profundamente seria y sin pacto en su verosimilitud, sin acimez además, fresca
y veraz. Que no posea méritos para ser leída por sus propias virtudes o no aporte la calidad del poeta no mimético que escribe desde un lenguaje o tendencia, del poeta recomenzando desde abajo el oficio de poeta con la voz de una escuela. Como casi todos. Y donde sabe decir renovadoramente desde la delicadeza. No hay gran angular sino vericueto intimista y desolado, hecho estilísticamente desde las sinapsis que a veces dan y otras quitan cuando las suturas son concatenaciones pretenciosas o cuando a veces, pretenciosamente, se quiere decir más de lo que el poema puede desde sus mismos presupuesto y envide. González Fuentes, que a veces cae en esos defectos, aporta sin embargo desde una emotividad verosímil una palabra diferente en algunas propuestas que hasta el 2009 no han eclosionado con talento, porque hasta esa fecha el páramo /estepa/ desierto de otros le dejaba en el terreno de la probatura, ero no siempre y, dirían los taurinos, con expectativas y buenas maneras. Y avisando de su delicada perspectiva frente a la retama reseca, de quien prefiere la arena concreta, con sus granos filtrados uno a uno. Al
Kierkegaard al que le duele aquí o allá, frente a sabiduría hegeliana del absoluto, pues es un intimista desolado,
autonarrado en lo oscuro. Que nos cuenta desvelado el agujero negro desde sus requerimientos íntimos mirando hacia dentro.
La luz todavía es sinónimo de desesperanza. De resistencia sin palo al que agarrarse. No debe engañarnos el adverbio
todavía. No quiere engañarnos lo retorizante narcisista, sino hablar de un intimista desconsolado. González Fuentes es un desolado intimista desde hace mucho tiempo que sabe del origen (Valente y Robayna o
Jordi Doce), pero prefiere en buena medida a
Antonio Colinas, Clara Janes, y otros, como propuesta de matiz. Aunque la desolación total y del precipicio real lleve los nombres de
César Vallejo y Paul Celan cuando la desolación busca fórmulas significativas, o llamaradas. En esa romana González Fuentes ha preferido ser íntimo a pesar de la cita de
Ciorán, un tópico moderno. No engañan los poemas más usuales del “no soy nada entre abismos”, comunes a miles de poetas. El mejor González Fuentes baja a la arena
del silencio pero sabe del zozobrar de las fórmulas sabidas con un golpe de ola, seco y tierno en buena medida. Y sabe de probaturas en algunos
Ejercicios de distancia, con la gracia de un pequeño haiku que no lo es en sentido estricto y puede serlo, como primer ejercicio de gracilidad, frente al
pesado decir de los que piensan y no saben decir. Apuntes estelares, propios en la revisión de motivos
Aquí también el otro/ la liturgia indescifrable/ de la espina. Pequeñas y sabias/sabidas reflexiones bien dichas de un libro de tránsito, que a veces, como en el poema X, en sus primeros versos en prosa, se sitúan propiamente. Tiempos de probaturas hacia
Atlas de la perplejidad (2004), cuando decide cerrar su primera etapa poética, expresa explícito, y perfila los lenguajes miméticos de los primeros tiempos. Su búsqueda indaga en poema en prosa, desde ese desprecio
de la amplitud de los mares. Intimidad y excepción, del aparte de los quienes no son apartes en la vida como
Bernardo Soares, ni con esa vocación teórica, sino sentimental. Sin enjundia teórica, sino sentimental meditativa. Que aunque tal vez sepan de Pascal y su desprecio de la soledad se embudan su sentimiento como pathos por el narcisismo de los solitarios autistas, ahora tentados por la rosa del poema en prosa y cierto hermetismo indeciso.
Atlas de perplejidad tiene lo delicado del mejor González Fuentes donde, a veces, brilla, aunque no tanto como en el 2009. En el poema VI, sin duda, cuando reflexiona sobre
el pasar, frente a otras seres más enroscadas o manieristas o irresueltas desde el querer decir más de lo posible desde una perspectiva que entonces no supo resolver desde la yuxtaposición, asociación y elipsis, pero con momentos sugerentes en
El claro límite por el que acude el viento. Una incursión de quien adentra ese latir lo sentido bajo un
sueño sin auroras/ y el calor bajo las nubes cuando se atiende al discurso de fondo que el estilo rehace con maniera en su voluntad de estilo. Con el valor y el mérito del que se arriesgaba entonces hacia un vacío que en el 2009 ha sabido tersar hacia la elocución de mérito. Entonces sin embargo dejaba pespuntes de buen hacer, ráfagas, una búsqueda y una
vida dispuesta pero irresuelta.
Juan Antonio González Fuentes: La lengua ciega (DVD, 2009)En cualquier caso
La lengua ciega, de significativa inadecuación sinestésica y elipsis hermética traza desde el comienzo el sentido del decir desde la paradoja y las poéticas herméticas, amén de la tradición esencial de donde bebe. En cualquier caso este poemario supone una definición del estilo de sinapsis, síncopas y rupturas sintácticas de poemarios anteriores hacia un mayor acendramiento del sentido desde el saber decir. Con madurez ha sabido evitar cierto palabreo hermético proveniente del cortar y pegar, de la manufactura o marquetería más o menos vanguardista, prospectiva o pretenciosa en los peores casos, de quien sin un discurso claro en los mejores, prueba con una voluntad de estilo que quiere tapar la tentación de la naturalidad que en su caso a veces cabrillea. Juan Antonio González Fuentes ha encontrado un decir sobre ella, su estilo, que en los mejores momentos muestra las virtudes de quien posee referentes muy claros, obsesivos en lo desolado, y una fórmula hecha con oficio y sin manufactura tras los ensayos previos. Hacia el 2009 muestra su mejor faceta en las series que buscan la sencillez del decir frente a cierto
trovar clus, sugerente a veces, pero otras muchas irresuelto. Y no es que
La lengua ciega no deje de hablar del
agujero negro como postura inicial del discurso. Así
En mi voz se expresa:
Se acoge mi voz al verdor abierto de la muerte entera, esa es la
sal, cuenta, del discurso, el camino de quien tiene una
sangre incapaz de
levantarse en vuelo. Funambulismo entre dolor y súplica que alterna en ese diálogo donde
el daño se revela la semilla de su poética. En este sentido el simbolismo oscuro de González Fuentes ha sabido escapar del hermetismo confuso de otros momentos para decirse desde un perfil decantado ahora, tal y como lo fue en otras ocasiones, con una lucidez otoñal que sabe de las contigüidades,
soy lo que me rodea (el otoño) (también lo ha dicho
Josep María Rodríguez, en
Raíz, de otra manera,
este día que empieza es lo que soy ) y construir esa mirada atenta al matiz y al interior: al sentimiento del gris, a la nube escarlata, al gotear del día con
brillos secos de hierbabuena, de quien entre tantos ejemplos muestra la cualidad de la contemplación (dijo
Wordsworth) y del acendrado sentir. Pero todo con un sabor abisal, catabático como en el sucinto
Último sol Un ondear de flores
en las manos
el hierro triste del último sol
O del el acero mortal que lleva, nos lleva, aquí tan sabiamente metaforizado. Adentrado en este poeta de interiores, atento a los sentidos y lo imperceptible (a las
hojas secas que
murmuran en superficie pero también
al fragor ajeno ungido bajo la yerba…). Recogimiento y desnudez de quien no encuentra signos sino el
eco sin mensaje del
superviviente (el
mendigo humo del mar como amor que ilumina en la contemplación de lo inasible: la huída de quien ofrece sus brazos queriendo retener algo,
ofrece brazos para aferrar el día, recogimientos y delicadeza como resistencia o desde un estilo que desea ser resistencia. Sí, la fuga o la huida de tanto y la necesidad de tentar otra morada,
como nunca hacia dentro, forman buena parte de lo dicho de esta poética agónica a la que falta crispación, aunque no haya resignación, sino herida. La del contemplante que ve desde la naturaleza la fuga, la ilegibilidad del sentido y encuentra correspondencias en los elementos sin semiótica, en el garabato frente al signo, o en el aire que da lección. Al buen poeta esencial hay que encontrarlo en esos parámetros, en esas soledades del suplicante en el espléndido
Un viento, un algo, o en otro poema señero, una escondida joya, como
Algo más. En esas coordenadas encuentra su decantado decir frente a otros vericuetos herederos de libros antiguos, y que ahora ya no lastran tanto una poética muy atractiva cuando se ciñe a esa delicadeza esencial de un contemplante absorto en el fugaz patrimonio de las cosas, o en el sinsentido de las alegorías. Cuando desenreda el laberinto y no quiere decir de más. Con todo González Fuentes ha emprendido un esfuerzo estilístico donde la desnudez y la concisión entablan un diálogo extraño para el lector común, que exige lo especializado, diría
Witold Gombrowicz. Un decir roto o fracturado, más que fragmentado, hacia la opacidad. Y aunque no queramos volver a
Robert Burns también debemos encontrar el sentido de la fractura, a no ser que ya no se quiera decir más. Y sin embargo dice desde ahí, deja rastros, propone con valor una fórmula para indicar que es un desolado esencial, sin el otro, ensimismado y convincente en su fragilidad, en no atreverse a decir, salvo en esos interiores que hablan de las poéticas de un siglo que ha pasado y al que le va tocando ya el viraje.
RAFAEL MORALES BARBA
(Universidad Autónoma de Madrid)