Lo que más me gustaba de la vivienda que nos tenía alquilada es que nunca
la vimos (a la dueña, ya digo que vivía en N. Y., y los del piso le pagábamos
religiosamente a los de la inmobiliaria). En algunas habitaciones colgaban fotos
enmarcadas, originales y firmadas por el autor, de la city. A mis ojos,
acostumbrados a un 1º B, aquella altura de ocho pisos que habitábamos se les
antojaba neoyorkina. Y las fotos contribuían al efecto de hacerme pensar que
estaba en Nueva York-Manhattan, “oh my god, in god we trust!”.
Destierro en Manhattan. Refugiados españoles en Norteamérica, es
como mi discurso anterior. Primero de todo, la evocación de un recuerdo. Le
sugiero que haga una prueba, trate de recordar un tiempo pasado (por ejemplo la
infancia), y verá como empiezan aflorando las anécdotas gustosas, el mullido
algodón de los días idealizados, pero luego, como una mala mayonesa terminan
cortándose e incluso se ven infectados por la bacteria de la
salmonelosis.
Cabía esperar que Antonio Ruiz Vilaplana, en su condición
de vencido y exiliado, de hombre que salva el pellejo para dar con sus huesos en
un país lejano y hostil, empezara soltando de la memoria el jugo bilioso, sus
ácidos estomacales (aseguran que más corrosivos que el nítrico), contra los
vencedores revanchistas. Pero lo que miramos asombrados es el desplegable de sus
recuerdos novelados, y que consisten en un retrato fotograma a fotograma del
american way of life de los primeros cuarenta. Por ejemplo a través de la
veneración casi religiosa de los norteamericanos de aquel tiempo por el cine.
Olvidamos por completo que nos habla un desterrado forzoso y hay que esperar a
la página 56 para, con la excusa de un partido de béisbol, otear la primera
señal de dolor del autor, de extrañeza, de desarraigo: “Jamás ha acudido a mi
espíritu y a mi corazón con tanta fuerza y tanta melancolía el recuerdo de mi
país querido, donde en cada ciudad, en cada aldea, en cada rincón en que se
juntan tres españoles, yo soy uno más de ellos; conozco las alegrías y penas de
cada uno y sé cuando se ríen por qué se ríen y por qué lloran cuando lloran
“.
Ruiz Vilaplana es un simpatizante
del alzamiento, que al poco queda profundamente marcado, convulsionado, por las
atrocidades de “los suyos”, contra los que no tiene más remedio que
revolverse
Después de eso Ruiz Vilaplana, que gracias en parte a su
vena periodística es ahora reporter de la agencia Consodilated Press, se recobra
pronto y otra vez su voz de escritor casi norteamericano (por su tono
narrativo), empieza a “novelar” aspectos de aquel mundo: su malestar con un
trabajo que le requiere doblegar su pulsión literaria en aras de la pureza
testimonial, su asombro ante la informalidad y falta de solemnidad en actos
castrenses de condecoración que se realizan incluso en medio de un programa
radiofónico musical, las practicas amorosas… Pero en un quiebro sin igual, en
las páginas siguientes lo que inicia es un ensayo sobre la mujer norteamericana
y la facilidad, la llaneza, la claridad meridiana de las relaciones hombre mujer
en aquella tierra. Sin olvidarse de enfrentar su sexualidad a la rancia y
enfermiza tradición europea.
Este libro profundamente humano por lo que
tiene de múltiple, de contradictorio (ya me explico más adelante),
reveladoramente entretenido, sustancioso e inclasificable, no hace honor a su
título: hay que esperar hasta las páginas 70-71 para que otra vez el autor
flaquee mientras nada en las aguas turbias de la soledad, y ya en la página 72
nos muestre a los primeros exiliados españoles que hace propiamente amigos
suyos: Don Ricardo Orozco, Alberto, y Anselmo con su niña.
No obstante
se resiste todo lo que puede a llevarnos a Ellis Island, ese centro de
inmigración parecido al castillo de Montjuic de los años cincuenta en que se
retenía a los que sin contrato acudían a El Dorado Barcelonés. ¿Ha estado
entonces dándonos vueltas como a un secuestrado con capucha al que se quiere
desorientar, y eso para evitar desmoronarse? Puede que sí, porque lo que viene
después es ya la descomposición de las vidas y la salud física y mental de estos
tres compatriotas que luchan por sobrevivir en la jungla de hierro y cemento, su
necesidad de hacerse un hueco en un entorno de relaciones exentas de clasismo
pero glaseadas de frialdad. Y el mayor problema de todos: el cuerpo quiere algo
de comer casi siempre. ¿O bien es que Ruiz Vilaplana se siente un afortunado
frente a estos tres desarrapados y eso le lleva a incubar cierto sentimiento de
culpabilidad? ¿Intuye quizá que en España hay quien considera a los que lograron
escapar cobardes ventajistas? Bueno, hay otras contradicciones que quizá se le
planteen: Si es republicano, ¿cómo se explica que los rebeldes, los nacionales
le nombren Secretario Instructor de la Comisión de Incautación de Bienes y del
Tribunal Industrial de Burgos y además se le asegure “un puesto en Madrid con la
victoria de las tropas sublevadas”? ¿Cómo según declara huye a Francia “ni
perseguido ni disfrazado, sino con salvoconducto en regla, saludado militarmente
por la Guardia Civil, en automóvil propio y en posesión de todos mis títulos y
derechos”? Seguramente su incertidumbre no se resuelva leyendo la nota
introductoria que antecede al prólogo. Ahí falta un dato importante que a los
editores se les ha deslizado, pero que sí que por suerte introducen en la nota
de prensa que acompaña al libro y que es clave para la comprensión del Antonio
Ruiz Vilaplana “tibio”en esta obra, y del Antonio Ruiz Vilaplana “favorecido”
por un régimen al que sin embargo no es leal. Se lee en la nota de prensa: “En
Burgos le sorprende el alzamiento militar, al que se adhiere (y aplaude) con
entusiasmo, convencido de que allí la situación será menos peligrosa y que los
golpistas acabarán pronto con los desmanes que había presenciado día antes en un
Madrid que respiraba una atmósfera de intranquilidad y miedo, y en donde ha
dejado a su familia, con la que espera reunirse pronto”.
Un pequeño retrato de nosotros
mismos, hechos de egoísmo y valor, y desde luego una gran oportunidad de
escuchar a aquellos cuya voz nos llega con retraso como la luz de una estrella,
pero nos llega por fin
Ruiz Vilaplana es un simpatizante del alzamiento, que al
poco queda profundamente marcado, convulsionado, por las atrocidades de “los
suyos”, contra los que no tiene más remedio que revolverse. Bien, -podría
decirse-, pero sin embargo “Destierro en Manhattan: refugiados españoles en
Norteamérica” es una obra en la que un hombre habla de sí mismo y de otros
desgraciados, pero que no critica con ferocidad al enemigo que destroza su vida
y a su país. Quizá ahí está su verdadero valor como ser humano:
- Primero, porque no es un neoconverso que ahora se va a la otra orilla y
desde allí lanza sus diatribas para decirles a todos “mirad que rojo que soy”.
- Segundo: con toda limpieza, sin exageraciones y documentadamente gracias a
su cargo de Secretario Judicial, relata las sangrías de los que lo querían
mantener a su lado, en su testimonial y anterior obra Doy fe… Un año de
actuación en la España nacionalista.
Volviendo otra vez a Destierro…, es Ruiz Vilaplana un español que con
razón arremete contra ciertos españoles “desnaturalizados / americanizados” que
alejados de su país muchos años antes de la confrontación cainita, ya se
consideran lo suficientemente “no españoles” como para criticar la holgazanería
española. Lo que ya no se entiende es esa moderada inquina hacia el género de
español/a que como él, espoleado/a por la necesidad de salvar el cuello,
pretende empezar una nueva vida, progresar y echar raíces en aquella nación. Es
como si quisiera concluir que el deber de todo español es el de volver a su
tierra, como inexplicablemente desea hacer la hija de Anselmo, que en el
transcurso de esta cuasi novela / ensayo / biografía / documento histórico se ha
hecho una mujer académicamente cultivada y moderna.
¿Qué es un ser
humano si no un cúmulo de contradicciones? Al fin y al cabo él mismo no se
aplica el ejemplo: abandona los Estados Unidos para volver, no a España, sino a
México, y en el camino, en Galveston, cerca de Nuevo México, inicia este libro.
Luego como a Ambrose Bierce se le pierde la pista y ya nadie sabe donde muere ni
cuándo.
El testimonio de una víctima más, con sus grandezas y
mezquindades, su rabia y dolor disimulado, y muy pocas veces desbordado: p. 182:
“¿Qué humanidad? ¿Qué mundo nuevo era aquél que se estaba forjando sobre
tanto dolor y tanta pena? ¿Qué ideales o principios? ¿Qué aspiraciones o fines
podían justificar o explicar la destrucción y desgracia en tanto ser humano?
¿Qué himnos o triunfales marchas podrán acallar la queja de dolor de tanto paria
errante? ¿Qué bandera victoriosa podría ya cubrir el dolor de tantas felicidades
destrozadas, de tanta agonía silenciosa y obscura?”. Un pequeño retrato de
nosotros mismos, hechos de egoísmo y valor, y desde luego una gran oportunidad
de escuchar a aquellos cuya voz nos llega con retraso como la luz de una
estrella, pero nos llega por fin.