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Antonio Muñoz Molina: <i>La noche de los tiempos</i> (Seix Barral, 2009)

Antonio Muñoz Molina: La noche de los tiempos (Seix Barral, 2009)

    TÍTULO
La noche de los tiempos

    AUTOR
Antonio Muñoz Molina

    EDITORIAL
Seix Barral

    OTROS DATOS
Barcelona, 2009. 958 páginas. 24,90 €




Reseñas de libros/Ficción
Antonio Muñoz Molina: La noche de los tiempos (Seix Barral, 2009)
Por Justo Serna, martes, 1 de diciembre de 2009
Madrid, octubre de 1935. Capítulo quinto…, Ignacio Abel, un arquitecto español de cuarenta y tantos años, adjunto a la dirección de las obras de la Ciudad Universitaria, se dispone a dar una conferencia en la Residencia de Estudiantes. ¿El tema? La tradición de la arquitectura popular española. Asisten Adela y Lita, esposa e hija respectivamente. Entre el selecto público hay otras caras también familiares: Margarita Bonmatí, Zenobia Camprubí, José Moreno Villa, Juan Negrín Eduardo Torroja, Modesto López-Otero, Karl Ludwig Rossman. Adela e Ignacio son un matrimonio burgués, con el recato de los linajes pudientes y con el tedio del futuro ya hecho. Ocupan un lugar sólido en el mundo, nada parece alterar un porvenir fijado, con un amor conyugal frío, monótono. En su existencia no hay penuria. Ignacio, Adela, Lita y Miguel (el otro hijo) forman una familia bien establecida que vive sin ostentación, con decoro, con apetitos contenidos, con refinamiento y urbanidad. Una joven pelirroja, indudablemente extranjera, llega tarde a la conferencia. Ignacio ya la conoce aunque ahora se la presentarán: días atrás la había entrevisto al interrumpir una pieza de piano que esa mujer ensayaba en alguna sala de la Residencia de Estudiantes. ¿Su nombre? Judith Biely (1).
Nueva York, octubre de 1936. Capítulo primero…, Ignacio Abel acude presuroso a la Estación de Pennsylvania. Toma un tren que lo ha de llevar a Rhineberg, lugar en el que se encuentra el Burton College, una institución académica en la que ha sido contratado para impartir clases y para hacer algún proyecto. Ha abandonado España él sólo: lleva una carta de su esposa, escrita sin comas. “Apreciado Ignacio espero que al recibo de la presente estés bien tus hijos y yo bien y tranquilos a Dios gracias que no es poco en estos tiempos aunque tú no parece que te hayas preocupado mucho por saber de nosotros”. No dura mucho tiempo dicho viaje, un par de horas es el cálculo, pero ese tiempo será básicamente la novela que nos disponemos a leer: más de dos tercios de sus páginas transcurren en el vagón de ese convoy. Con distintas rememoraciones que nos hacen retroceder a los meses anteriores, a los años previos, la narración fluye. ¿Se trata de un exiliado? De momento lo ignoramos. Cuando empezamos a leer ese primer capítulo sólo sabemos que está en Nueva York, en la Estación de Pennsylvania: que sube al ferrocarril, que se encamina a una Universidad en la que ha sido contratado, que sueña con encontrarse con su amante perdida, Judith Biely, y que lee y relee la carta que su esposa le ha remitido desde Madrid, una misiva con reproches. Son unas pocas informaciones que están condensadas o apuntadas en las primeras páginas de La noche de los tiempos, de Antonio Muñoz Molina. ¿Precisamos más?

Lo que acabo de revelar –lo que está en los capítulos primero y quinto-- es poco, pero suficiente para adentrarse en sus páginas sabiendo en qué contexto nos movemos y qué tipo de circunstancia es la que se nos va a presentar. Si añadiera más, si refiriera otros elementos, la reseña se sustentaría en lo prolijo: en informaciones, no en valoraciones. Le aportaría al lector cosas que él mismo podría averiguar sin mi concurso: simplemente avanzando en su lectura. ¿Entonces, qué hacer? Cuando aparece una nueva novela de un autor consagrado, la crítica literaria suele enumerar y presentar sus contenidos y sus recursos. Hay una mayor o menor expectativa y, por eso, las reseñas han de satisfacer esa demanda. Los críticos juzgan la obra e informan. No tenemos nada que objetar a dicha labor: esa tarea es o forma parte de la industria cultural y, además, rinde un servicio a los lectores. ¿Una nueva novela de Antonio Muñoz Molina? La expectación es grande y, por tanto, cada crítico parece obligado a definirse, a realizar un escrutinio. Pero para hacerlo cumplidamente, las reseñas han de desvelar muchos de sus detalles. No sólo los valores propiamente literarios, históricos y culturales de que se vale el autor, sino también elementos de la trama que sustenten el juicio crítico.

Los destinatarios tienen numerosas informaciones (...) que estamos ante la enésima novela sobre la Guerra Civil, con acontecimientos que no son nuevos y en el que se desarrolla una historia de amor. Plantear así las cosas es un error, claro: adelgaza y marchita una trama compleja y vertiginosa que se extiende en cientos y cientos de páginas sin desmayo, sin recaídas

La expectativa es grande, en efecto. El propio autor la aumenta, antes y después de publicarse esa nueva novela. Por lo que adelanta o por lo que después declara, el caso es que el escritor precisa, completa e interpreta su propia obra. Hace hermenéutica de sí mismo y nos da instrucciones de lectura. Señala los modelos en los que se inspira: que si Arturo Barea, que si Pedro Salinas… Concede entrevistas a este o a aquel medio y allí, en esas interviús, señala aspectos importantes e incluso aclara el título de su obra: una expresión coloquial que tiene mucha poesía, añade. Los diarios se disputan unas palabras suyas: lógicamente, a los editores los imagino encantados. Se presenta en Madrid, en Sevilla, en Jerez. Etcétera. Es el momento de la promoción. Los paratextos se adhieren al texto y, por tanto, la lectura inocente es ya casi imposible.

Ahora, justamente, con los datos suministrados, la lectura puede convertirse en una precipitada confirmación. Los destinatarios tienen numerosas informaciones: con la impresión, incluso, de estar leyendo una novela ya sabida. Como, además, los materiales históricamente generales y colectivos aluden a hechos reconocibles y documentados, el resultado puede provocar una errónea valoración: la de que estamos ante la enésima novela sobre la Guerra Civil, con acontecimientos que no son nuevos y en el que se desarrolla una historia de amor. Plantear así las cosas es un error, claro: adelgaza y marchita una trama compleja y vertiginosa que se extiende en cientos y cientos de páginas sin desmayo, sin recaídas.

Qué le vamos a hacer: esa literatura parasitaria, que forma parte de la industria cultural y de la comunicación, no siempre es positiva para una lectura serena y desprejuiciada. En el caso de La noche de los tiempos, algunas de las reseñas aparecidas han hecho un flaco favor: destripan la novela, si se me permite decirlo así, detallando muchos, muchísimos pormenores de los personajes, de sus acciones, de sus decisiones. Puesto en guardia, el propio autor ha proporcionado pistas de lectura, claves de interpretación, temiendo tal vez el sectarismo o las banderías. ¿Algo que objetar? Seguramente es un proceso inevitable. Cuando se apaguen los focos de la promoción y de la expectación será un momento excelente para releer con demora lo que no tenemos por qué saber de antemano.

Pero ahora no nos vamos a privar de leerla. Y eso hemos hecho. ¿Les proporcionaré detalles, les repetiré el argumento? Pero “no, no es el argumento lo que nos complace”, decía José Ortega y Gasset en sus Ideas sobre la novela: “no es la curiosidad por saber lo que va a pasar a Fulano lo que nos deleita”, añadía. “La prueba de ello está en que el argumento de toda novela se cuenta en muy pocas palabras, y entonces no nos interesa”, admitía Ortega. Reducir novecientas cincuenta y ocho páginas a una síntesis argumental es sacrificar una experiencia de lectura compleja, una experiencia en la que el mundo es alternativo, un espacio virtual en el que aparecen tipos variados, en el que se dan situaciones distintas, en el que hay circunstancias cambiantes.

Se acaba el libro y se cierra un mundo. Acabamos la novela --extensa, extensísima-- y conforme leemos nos damos cuenta de que no nos hemos saltado ni una línea. Si eso es así, entonces es que cada frase está justificada, y la variedad de registros, de análisis, no impide que el relato fluya y nos secuestre

Son, insisto, muchas páginas en las que habla una voz narradora en primera persona, y a la vez omnisciente, una voz que evoca y que aparece o se cancela para rememorar lo hecho por Ignacio Abel, para juzgar sus acciones y sus omisiones. “Veo a Ignacio Abel como si me viera a mí mismo”, dice esa voz en algún momento. “Con su atención maniática a todos los detalles, su deseo incesante de captarlo todo y su miedo a pasar por alto algo decisivo, su angustia por la velocidad del tiempo, por la lentitud abrumadora cuando se convierte en espera”, prosigue comparándose con Abel. Eso dice de Ignacio Abel, en efecto.

¿Pero quién es este personaje? Digamos lo mínimo.

Ignacio Abel, el arquitecto, nace en el barrio de la Latina. Es un reformador, alguien que confía en el progreso modesto de las cosas, en la edificación y en la calefacción, en la mejora y en el avance. Es uno de los responsables de ese gran proyecto ya mencionado, la Ciudad Universitaria de Madrid. Abel tiene miedos e hipocresías que vencer, cobardías, pero también un coraje del que se creía incapaz. Es un burgués de posición equívoca, de origen humilde, casado con la hija de una familia distinguida, linajuda, con Adela. Él es de origen plebeyo, sí: “hijo de una maestro de obras, habituado de niño a tratar con albañiles y a trabajar él mismo con sus manos”, razón por la cual conserva “un apego práctico y sentimental por los saberes prácticos de los oficios”. Estamos ya en la primavera de 1936 y el mundo está a punto de derrumbarse. Un cataclismo rompe las expectativas o, al menos, las hace imposibles en la España que empieza a cambiar, a mejorarse. O eso parece. ¿Qué expectativas? El progreso modesto de las cosas.

O como indica el narrador de La noche de los tiempos: “el progreso tangible, el desarrollo metódico y gradual de las invenciones técnicas, todo lo que a él le había parecido terrenal e indiscutible, ajeno a los desvaríos verbosos de los iluminados, lo que había discutido tantas veces con Negrín, la buena alimentación, la leche diaria en las escuelas para fortalecer los huesos de los hijos de los pobres, las viviendas espaciosas y aireadas, la educación higiénica para que las mujeres no se cargaran de hijos”. Son cosas sencillas pero que dan confort a la vida, cosas modestas que alivian, que evitan penalidades. Ignacio Abel “había asistido a la irrupción de los tranvías eléctricos y los automóviles, de los teléfonos y los barracones del cinematógrafo, de todas las cosas que a sus padres los desconcertaban o los aterraban, al fin y al cabo habitantes del país sombrío del pasado”.

Pero ahora, en la primavera de 1936, los contemporáneos se envanecen. Pueden creer que todo está dado o a salvo, que todo es irrefrenable. “El progreso había tenido la inevitabilidad de la corriente caudalosa de un río. Los edificios eran más altos y gracias a la luz eléctrica la noche no sumergía a la ciudad en las tinieblas. El progreso era más indudable porque él lo había visto con sus propios ojos cuando viajó por Europa. Lo que existía en París o en Berlín no tardaría mucho en llegar a Madrid”, prosigue el narrador.

Ortega reivindicaba cierto tipo de novela: la de género moroso, decía. O la de género tupido, añadía. O la que se cierra con múltiples ingredientes haciendo de su mundo un recinto hermético. La novela de Antonio Muñoz Molina es de esa estirpe: sus páginas construyen una realidad alternativa que secuestra al lector, que lo perturba

Releo, repaso, el Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1793), de Marie Jean Antoine Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet. Extraigo unos pasajes de la edición que publicara Espasa Calpe en 1921. Es la versión de Domingo Barnés, que circula en la España de los años treinta. Dice así:

“Tal es la bella empresa que he emprendido y cuyo resultado será mostrar por el razonamiento y por los hechos que no hay marcado ningún término al perfeccionamiento de las facultades humanas; que la perfectibilidad del hombre es realmente indefinida; que los progresos de esta perfectibilidad, independientes de todo poder que quisiera detenerlos, no tienen ningún otro término que la duración del globo en que nos ha lanzado la naturaleza. Sin duda, estos progresos podrán seguir una marcha más o menos rápida, pero jamás será retrógrada; al menos en tanto que la tierra ocupe el mismo lugar en el sistema del universo y que las leyes generales de este sistema no produzcan sobre esto globo un desquiciamiento general (…).
“¿Hemos llegado al punto en que no tengamos ya que temer ni nuevos errores ni la vuelta de los antiguos; en que ninguna institución corruptora no pueda ser ya presentada por la hipocresía y adoptada por la ignorancia o por el entusiasmo, y en que ninguna combinación viciosa no pueda hacer ya la desgracia de ninguna nación? ¿Será acaso inútil saber cómo han sido engañados los pueblos, corrompidos o sumergidos en la miseria?”


Llegará el día, añade el marqués de Condorcet, en que el sol únicamente alumbre a hombres libres, hombres que sólo reconozcan como señor a su propia razón. Con ella se guiarán para gobernar la economía doméstica, para administrar sus negocios, para desarrollar sus facultades, para conocer sus derechos. En suma, para ser dueños de sí mismos. Si eso ocurre, la igualdad de la instrucción corregirá la desigualdad de las facultades: lo mismo que una legislación previsora disminuirá la desigualdad material. La razón acelerará el progreso de las ciencias y de las artes. ¿Su efecto? El crecimiento del bienestar para todos. La idea de progreso que hay en Condorcet se basa en una concepción optimista del ser humano, de la naturaleza humana. Vamos a mejor simplemente porque las capacidades de estos seres los hacen moldeables y efectivamente mejores. Condorcet dirá que los hombres son perfectibles (“que la perfectibilidad del hombre es realmente indefinida”) y, por tanto, que la felicidad humana es alcanzable, una felicidad no sólo individual, sino colectiva: fruto de esa mejora material que haría de nosotros seres superiores.

Vistas desde hoy, las declaraciones de Condorcet nos parecen ingenuas, bienintencionadas: el progreso se plantea como una marcha imparable que depende sólo de la razón y de la instrucción. Qué bello ideal, sin duda. Y qué irreal. Las sociedades mejoran, claro: podemos transformarlas. Pero siempre están a punto de empeorar. Los individuos son capaces de lo superior, por supuesto, pero siempre están a punto de caer, de perder los controles, de animalizarse. El progreso ilustrado es un avance material pero es sobre todo una mejora moral. Y la moral no es un sedimento o un logro, sino un criterio humano que puede perderse. Por eso, lo peor no es la guerra. Lo peor es el hábito de la violencia, del exterminio. Una contienda provoca destrucción material: siempre podrá recuperarse lo perdido. Pero la violencia sañuda y exterminadora hunde la civilización y hunde la moral. No está claro que podamos rehabilitarnos.

En los años treinta, ese momento en que transcurre La noche de los tiempos, los avances parecen dados y a salvo, como antes decía. Ignacio Abel vive creyendo en el progreso. Sin duda no es exactamente el que defendieron Condorcet u otros ilustrados, pero se inspira remotamente en aquel concepto dieciochesco. Como ellos, también cree que lo material y lo moral van aparejados. La electricidad y la edificación son avances que traerán bienestar y un alivio general. En definitiva, están a punto de disiparse todas las oscuridades. ¡Cuánta luz brilla por todas partes!, podría haber dicho Ignacio Abel citando a Turgot. Pero hay demasiados indicios de que las cosas no van en la dirección deseable. No se han disipado todas las oscuridades. En realidad, el cataclismo es venidero. No sólo es un levantamiento armado de una parte del Ejército, unos insurgentes que vulneran el orden constitucional. No es sólo la oleada fascista que se extiende por Europa. Es la violencia cotidiana, la destrucción y la muerte de gentes, de numerosas gentes, que no confían en el sistema republicano: por burgués, por hipócrita, por impotente, por irreligioso.

La novela de Muñoz Molina es una narración retardataria, en el sentido que el propio Ortega le daba a esta expresión. Necesitamos esas casi mil páginas para captar los matices, para averiguar datos, pero sobre todo para dar significado incierto a lo que le ocurre al propio protagonista

Condorcet fue víctima de aquella otra Revolución y su Bosquejo lo escribió poco antes de ser eliminado por el Terror. Ahora, Abel ve desmoronarse la República modesta, la institución de la que tantos se apartan o en la que ya no confían: la someten a embates con el fin de derribarla o de sobrepasarla. El progreso… Nunca como en los años treinta hubo una utopía modesta y practicable: la de la Instrucción Pública, la de la mejora de las artes, la del cultivo del espíritu. Pero la tierra tiembla bajo los pies. No saben lo que les espera. Tampoco lo sabe Ignacio Abel.

¿A quién se parece este Ignacio Abel, en qué sujeto histórico está inspirado? ¿Quizá en el personaje de Arturo Barea? ¿Quizá en Pedro Salinas? ¿Quizá en Modesto López-Otero, el arquitecto que realmente se responsabilizó del proyecto de la Ciudad Universitaria? En Muñoz Molina confluyen numerosas lecturas y, por tanto, al leerle tenemos la impresión de estar repasando un centón: un centón que alguien reescribe valiéndose de ejemplos previos que ahora se remodelan. Pero esa caracterización que hago es insuficiente... Incluso, la que el propio autor declara.

Se acaba el libro y se cierra un mundo. Acabamos la novela --extensa, extensísima-- y conforme leemos nos damos cuenta de que no nos hemos saltado ni una línea. Si eso es así, entonces es que cada frase está justificada, y la variedad de registros, de análisis, no impide que el relato fluya y nos secuestre. Justamente como pedía José Ortega y Gasset en sus Ideas sobre la novela. El filósofo establecía una serie de requisitos. Al recordar su experiencia con Cervantes, con Tolstói, Ortega reivindicaba cierto tipo de novela: la de género moroso, decía. O la de género tupido, añadía. O la que se cierra con múltiples ingredientes haciendo de su mundo un recinto hermético. La novela de Antonio Muñoz Molina es de esa estirpe: sus páginas construyen una realidad alternativa que secuestra al lector, que lo perturba.

En efecto, con esta novela se cumple el precepto establecido por Ortega: “necesitamos que el autor se detenga y nos haga dar vueltas en torno a los personajes. Entonces nos complacemos al sentirnos impregnados y como saturados de ellos y de su ambiente, al percibirlos como viejos amigos habituales de quienes lo sabemos todo y al presentarse nos revelan toda la riqueza de sus vidas”. Por eso, la novela de Muñoz Molina es una narración retardataria, en el sentido que el propio Ortega le daba a esta expresión. Necesitamos esas casi mil páginas para captar los matices, para averiguar datos, pero sobre todo para dar significado incierto a lo que le ocurre al propio protagonista. No nos apresuremos, pues, con esas personas de ficción. “El azar las conduce ante nosotros, las filtra en el orbe de nuestra vida individual sin que nadie se encargue oficialmente de definírnoslas”, añadía Ortega. En efecto, así es. Con Ignacio Abel y los personajes que le circundan ocurre eso.

La Guerra Civil española fue un asunto universal en un doble sentido: en primer lugar, fue una contienda local que se internacionalizó y, en segundo lugar, fue un conflicto regional en el que quisieron verse problemas perennes de la condición humana ¿Cuáles? Los temas del héroe, del traidor, del altruismo, de la cobardía, de la abnegación, de la entrega, del fanatismo, de la derrota

En cada página nos hallamos ante su difícil realidad, no ante su simplificación, no ante su síntesis, no ante su concepto. Tenemos la impresión de que si lo abreviamos lo estamos menoscabando: como si le restáramos densidad. De ahí, la dilación, la lentitud, pero también el progreso, la tensión: la amplificación que añade matices. Una frase que dice de modo diferente lo que ya habíamos leído no es ganga o reiteración. Tiene valor en sí misma: es una leve variación, con un significado parcialmente distinto. Ahora bien, ese lujo verbal, ese despilfarro (en el mejor sentido de la expresión) puede irritar a los lectores menos afines, menos habituados. Quizá ese público renuente se pregunte: ¿para qué decirlo tan largo y con tantas variantes, si lo puede expresar escuetamente? En este tiempo actual, lo breve tiene mucho prestigio... ¿Y cuál es la clave principal de la novela?, se preguntará aún el lector ansioso. ¿Quizá la contienda de 1936?

A comienzos de los años ochenta, Maryse Bertrand de Muñoz publicó varios volúmenes dedicados a La guerra civil española en la novela. Aquellos libros eran sobre todo un repertorio literario, un elenco. No eran un estado de la cuestión, sino un detallado compendio o una enumeración de las novelas ambientadas en el conflicto español. “Se diría realmente que España ha llegado a ser para los escritores de hoy lo que la Antigüedad era para los clásicos y la Edad Media para los románticos: un lugar simbólico donde se trasladan los problemas actuales”, admitía Jean Duvignaud en 1958. Maryse Betrand de Muñoz hacía suyo ese dictamen y, con una erudición pasmosa, precisaba el sinnúmero de ficciones publicadas con motivo de la Guerra Civil.

“Conozco actualmente más de dos mil obras de creación literaria que se refieren totalmente o en parte a la revolución española”, decía esta especialista. “Y estoy segura de que existen muchísimas más”, añadía. De ese conjunto que publicó en varios volúmenes, dicha autora mencionaba especialmente grandes éxitos, auténticos best-sellers: entre otros, L’Espoir, de André Malraux, For Whom the Bell Tolls, de Ernest Hemingway, o La forja de un rebelde, de Arturo Barea. La dimensión de esas grandes novelas, algunas adaptadas al cine, se había agigantado. Tanto era así, que para muchos contemporáneos los detalles de la Guerra Civil se confundían con pormenores de estas ficciones.

¿Qué era lo significativo? Que no eran historia documentada y verdadera; que eran relatos literarios inventados, inventados pero inspirados –eso sí— en hechos reales. O en los términos de Bertrand de Muñoz: estas novelas son “ante todo ficción; a veces los acontecimientos y los personajes se toman prestados a la historia pero sobre este fondo verdadero el autor teje una trama según su fantasía”. O según su imaginación, podríamos añadir: es decir, según una particular capacidad para captar y condensar lo real en su sentido concreto y simbólico.

La guerra es la violencia originaria, la partera de la historia, pero es también ese momento en el que se revela en extremo la índole de cada uno, el laboratorio en que examinar el temple moral –y civil-- de quienes intervienen (...). La guerra es también un momento en el que un individuo, un solo individuo, nos hunde o nos redime al tomar ciertas decisiones o al emprender un viaje de retorno incierto. ¿Quizá Ignacio Abel?

Las ficciones no son disertaciones ni investigaciones, propiamente. Son recreaciones de hechos que bien pudieron haberse dado. ¿Qué necesitamos? Sólo un autor que sepa tratar en términos particulares y locales lo que, sin duda, es una cuestión universal. Y la Guerra Civil española fue un asunto universal en un doble sentido: en primer lugar, fue una contienda local que se internacionalizó y, en segundo lugar, fue un conflicto regional en el que quisieron verse problemas perennes de la condición humana.

¿Cuáles? Los temas del héroe, del traidor, del altruismo, de la cobardía, de la abnegación, de la entrega, del fanatismo, de la derrota. Se multiplicaron las narraciones y se rodaron numerosas películas, muchas de ellas con sentido épico, con maniqueísmos evidentes o con trazos muy generales. Pero también se filmaron o se escribieron ficciones que presentaban la complejidad de aquel choque fratricida. Como también se publicaron o se difundieron documentales y crónicas que tenían mucho de invención: subrayaban el carácter de los personajes, agrandaban su protagonismo, confiriéndoles un aura, una dimensión propiamente titánica.

En los últimos años, nos hemos moderado. Nos hemos moderado desde el punto de vista épico, pero no cuantitativo. Entre 1975 y 1985, por ejemplo, Maryse Bertrand de Muñoz anotaba un total de 170 novelas. Desde entonces, el elenco no ha dejado de aumentar. Crece vertiginosamente el número de las narraciones. En 1986 aparecía Beatus ille, de Antonio Muñoz Molina, la primera novela de este autor. Desde entonces, la Guerra Civil es una referencia explícita o implícita en su literatura: por ejemplo, en El jinete polaco (1991) y, ahora, en La noche de los tiempos (2009).

¿Cómo ha representado ese pasado convulso? ¿Cómo ha tratado la contienda y su recuerdo a través de la experiencia imaginaria de la novela? Este escritor sólo ha vivido la guerra indirectamente: a través de la memoria familiar, transmitida por las generaciones precedentes; o a través de las narraciones literarias o históricas. Las novelas citadas son transfiguración de una experiencia vicaria y en ellas se recrea con personajes reales o inventados, con situaciones sucedidas o imaginadas, una serie de problemas que han definido parte de la historia reciente española. Algunos de estos problemas son: la fatalidad, el cainismo y la violencia de la historia española; la memoria inventada, la tergiversación del pasado; el heroísmo, el fanatismo, el coraje en una guerra; los derrotados, la conciencia de culpa, el miedo y el silencio.

Hemos acabado La noche de los tiempos y ya en su primer capítulo nos preguntábamos quién narraba. Es una instancia compleja, un procedimiento de extrema precisión, decisivo para entender esta novela

La guerra es la violencia originaria, la partera de la historia, pero es también ese momento en el que se revela en extremo la índole de cada uno, el laboratorio en que examinar el temple moral –y civil-- de quienes intervienen: en principio, cuando el conflicto se generaliza y los proyectiles atraviesan el campo de batalla no podemos abstraernos ni desertar; hay que sobrevivir, pero hay muchas maneras de sobrevivir. Unos agrandan el mal; otros procuran no agravar el dolor que las muertes inevitables ocasionan. Unos intervienen con lucidez; otros con ceguera o inquina. Y algunos otros escapan, no sabemos si como fugitivos o como desertores. La guerra es también un momento en el que un individuo, un solo individuo, nos hunde o nos redime al tomar ciertas decisiones o al emprender un viaje de retorno incierto. ¿Quizá Ignacio Abel?

No me pidan que detalle más. Tampoco me exijan mayores hermenéuticas. Yo he necesitado esas novecientas cincuenta y ocho páginas para familiarizarme con él: para trabar relación con Juan Negrín, tan expansivo y agotador; con José Moreno Villa, el artista malogrado y rencoroso; con el profesor Karl Ludwig Rossman, un personaje clarividente y sonámbulo; con tantas y tantas figuras reales o imaginarias que aquí adquieren fisonomía propia y cuyo sentido no se nos da de una vez para siempre. Dos horas de viaje que equivalen a cientos y cientos de páginas: ¿para hablarnos de qué? Una parte de la acción transcurre durante la guerra del 36, como ya hemos dicho.

¿Otra novela más sobre dicho conflicto? ¿Otra ficción sobre el pasado sangriento de los españoles? En realidad, más que una rememoración de lo pretérito, esta novela es un examen del porvenir, de ese futuro que aún estaba por definirse o por consumarse cuando Ignacio Abel comenzaba a vivir a los cuarenta y tantos años. O, si lo preferimos, de esa existencia en parte nueva y desarraigada que todavía juzga posible. ¿Con Judith? La existencia es posible como el proyecto que concibe un arquitecto, un plan que todavía no se ha plasmado y cuyo resultado ignoramos. O como la historia que nos ocurre y cuyo devenir es incierto. Una catástrofe puede suceder en cualquier momento. No nos demoremos, pues. Hay que avanzar hacia un mañana que “yo no sé imaginar”, dice el narrador. ¿Pero quién es, a quién corresponde esa voz? Leamos otra vez:

“Quiero imaginar con la precisión de lo vivido lo que ha sucedido veinte años antes de que yo naciera y lo que dentro de no muchos años ya no recordará nadie (…); y para hacerlo de verdad necesitaría algo casi tan imposible como la clarividencia de un pasado muy anterior a la propia memoria: necesitaría la inocencia sobre el porvenir, la ignorancia absoluta sobre lo que es ya inminente en la que viven cada una de esas personas, su ceguera asombrosa y unánime”.

¿Yo no sé imaginar…? Hemos acabado La noche de los tiempos y ya en su primer capítulo nos preguntábamos quién narraba. Es una instancia compleja, un procedimiento de extrema precisión, decisivo para entender esta novela. De entrada, quien relata está al tanto de cosas que los personajes ignoran, hechos futuros que aún no han ocurrido. Cuando empezamos la novela, nos disponemos a pasar una pequeña temporada en compañía de unos individuos de los que nada sabemos, individuos inventados, ficticios: Ignacio Abel y Judith Biely. Viven, sin embargo, en un contexto de los que tenemos noticia, un contexto real. El lector no sabe lo que sabe cuando comienza. Pero, al tiempo que avanza, reconoce lugares e individuos, circunstancias y hechos, un repertorio de referencias cronológicas y espaciales que son el marco de los acontecimientos: Nueva York, la Estación de Pennsylvania, Madrid, la Residencia de Estudiantes, la Ciudad Universitaria. Etcétera.

La novela es, así, lo que se cuenta expresamente y lo que se calla, sus elipsis y también lo que está por suceder. Y lo que está por suceder es, precisamente, ese “porvenir ignorado y perdido en la gran noche de los tiempos”

Ahora bien, conforme progresa, y finalmente concluye, también descubre que ignora mucho más de lo que creía conocer, pues le faltan datos de esos personajes novelescos. A pesar de los cientos y cientos de páginas, el narrador no lo cuenta todo, claro. Sólo nos informa de algunos pasajes de sus vidas en un período de pocos meses. No hay paradoja: quedan fuera sucesos que ocurren simultáneamente y que los personajes no ven, no viven o simplemente desconocen. El narrador no está obligado a contarnos acontecimientos que no protagonizan ni experimentan. Pero también quedan fuera hechos previos o posteriores que sí son decisivos: principalmente un porvenir que los personajes desconocen, un futuro que quien relata dice ignorar. Es un extraño procedimiento para un narrador omnisciente.

Regresamos al primer capítulo, ese primer capítulo en el que hay tantos datos decisivos. Y comprobamos, en efecto, que quien cuenta siempre se ha expresado con la primera persona del singular. “Lo veo primero de lejos, entre la multitud de la hora punta, una figura masculina idéntica a las otras”, empezaba el narrador. Se refería a Ignacio. Estábamos en la página 11, recién estrenada la historia. Quien así se expresaba lo hacía empleando el yo. Es, pues, un narrador focalizado, implicado. ¿Testigo, protagonista? Si primero ve de lejos a Abel, el narrador no es exactamente omnisciente, insisto. Tiene las limitaciones perceptivas de quien está situado en el espacio, en un lugar con obstáculos visuales, como esa “multitud de la hora punta”.

Ahora bien, a lo largo de las páginas, ese yo se diluye con frecuencia, se cancela, se eleva o se aproxima. Parece ajustar la lente para ver más cerca o más lejos, adoptando entonces las veces de un narrador sabelotodo: conocedor de cosas que van a suceder o de intimidades, de sentimientos y de emociones que los personajes no verbalizan. “Bajará del tren y alguien estará esperándolo y al decir su nombre le devolverá una parte de su existencia suspendida”, leemos en la página 19. Entonces, es un narrador omnisciente. Pero inmediatamente nos desmiente su saber: confiesa hechos que no ve o que no puede adelantar porque no ignora su desarrollo. En esa ignorancia está la clave de una narración que parece transcurrir en pasado, cuando en realidad ocurre en presente, en ese presente incierto en el que las cosas aún no han sucedido.

Por ejemplo, muchas páginas después, el narrador nos describe un despertar de Judith Biely. Conforme clarea, quien relata detalla sus estados de ánimo y sus estados materiales: ella va “…descubriendo con su atención insomne los primeros signos todavía inciertos del amanecer, la primera luz gris del primer día de su viaje, de un mañana inmediato que ella no vislumbra y yo no sé ya imaginar, su porvenir ignorado y perdido en la gran noche de los tiempos”. En esas palabras, pocas, escasísimas, hay información, datos, la literalidad de una prosa; y hay también un espacio vacío, lo no dicho, un tiempo aún mayor del que nada sabemos. La novela es, así, lo que se cuenta expresamente y lo que se calla, sus elipsis y también lo que está por suceder. Y lo que está por suceder es, precisamente, ese “porvenir ignorado y perdido en la gran noche de los tiempos”. Y ese futuro del que todo se desconoce es el tiempo venidero de dicha mujer pero es también lo que el narrador ya no sabe imaginar, ya no imagina para nosotros, los lectores.

Por tanto, el porvenir que se disipa y que es el tiempo no relatado tiene dos dimensiones personales: por un lado, quien lo vive ciertamente desconoce qué va a pasar; pero, por otro, quien lo cuenta tampoco parece saber qué es lo que va a ocurrir. Es futuro literal para quien ha de vivirlo y es futuro no imaginado y no dicho para quien al relatarlo podría adelantar su curso, obrando como un demiurgo arbitrario, despótico o consolador. Para evitarlo, convierte el porvenir en un tiempo potencial. Por ello, en esa declaración de quien relata hay una obra cerrada, cientos de páginas en los que hemos averiguado muchas cosas, pormenores de unas vidas que suceden y que al poco se recuerdan; y hay también una obra abierta, un futuro que aún está ocurriendo, el de Ignacio y Judith: un futuro que yo no revelaré.


 (1) Nota de la Redacción: La versión original de la reseña de Justo Serna sobre el libro de Antonio Muñoz Molina, La noche de los tiempos, se puede ver AQUÍ.
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