Nueva York, octubre de 1936. Capítulo primero…, Ignacio Abel acude
presuroso a la Estación de Pennsylvania. Toma un tren que lo ha de llevar a
Rhineberg, lugar en el que se encuentra el Burton College, una institución
académica en la que ha sido contratado para impartir clases y para hacer algún
proyecto. Ha abandonado España él sólo: lleva una carta de su esposa, escrita
sin comas. “Apreciado Ignacio espero que al recibo de la presente estés bien tus
hijos y yo bien y tranquilos a Dios gracias que no es poco en estos tiempos
aunque tú no parece que te hayas preocupado mucho por saber de nosotros”. No
dura mucho tiempo dicho viaje, un par de horas es el cálculo, pero ese tiempo
será básicamente la novela que nos disponemos a leer: más de dos tercios de sus
páginas transcurren en el vagón de ese convoy. Con distintas rememoraciones que
nos hacen retroceder a los meses anteriores, a los años previos, la narración
fluye. ¿Se trata de un exiliado? De momento lo ignoramos. Cuando empezamos a
leer ese primer capítulo sólo sabemos que está en Nueva York, en la Estación de
Pennsylvania: que sube al ferrocarril, que se encamina a una Universidad en la
que ha sido contratado, que sueña con encontrarse con su amante perdida, Judith
Biely, y que lee y relee la carta que su esposa le ha remitido desde Madrid, una
misiva con reproches. Son unas pocas informaciones que están condensadas o
apuntadas en las primeras páginas de
La noche de los tiempos, de Antonio
Muñoz Molina. ¿Precisamos más?
Lo que acabo de revelar –lo que está en
los capítulos primero y quinto-- es poco, pero suficiente para adentrarse en sus
páginas sabiendo en qué contexto nos movemos y qué tipo de circunstancia es la
que se nos va a presentar. Si añadiera más, si refiriera otros elementos, la
reseña se sustentaría en lo prolijo: en informaciones, no en valoraciones. Le
aportaría al lector cosas que él mismo podría averiguar sin mi concurso:
simplemente avanzando en su lectura. ¿Entonces, qué hacer? Cuando aparece una
nueva novela de un autor consagrado, la crítica literaria suele enumerar y
presentar sus contenidos y sus recursos. Hay una mayor o menor expectativa y,
por eso, las reseñas han de satisfacer esa demanda. Los críticos juzgan la obra
e informan. No tenemos nada que objetar a dicha labor: esa tarea es o forma
parte de la industria cultural y, además, rinde un servicio a los lectores. ¿Una
nueva novela de Antonio Muñoz Molina? La expectación es grande y, por tanto,
cada crítico parece obligado a definirse, a realizar un escrutinio. Pero para
hacerlo cumplidamente, las reseñas han de desvelar muchos de sus detalles. No
sólo los valores propiamente literarios, históricos y culturales de que se vale
el autor, sino también elementos de la trama que sustenten el juicio crítico.
Los destinatarios tienen numerosas
informaciones (...) que estamos ante la enésima novela sobre la Guerra Civil,
con acontecimientos que no son nuevos y en el que se desarrolla una historia de
amor. Plantear así las cosas es un error, claro: adelgaza y marchita una trama
compleja y vertiginosa que se extiende en cientos y cientos de páginas sin
desmayo, sin recaídas
La expectativa es
grande, en efecto. El propio autor la aumenta, antes y después de publicarse esa
nueva novela.
Por
lo que adelanta o
por
lo que después declara, el caso es que el escritor precisa,
completa e interpreta su propia obra. Hace hermenéutica de sí mismo y nos da
instrucciones de lectura. Señala los modelos en los que se inspira: que si
Arturo Barea, que si Pedro Salinas… Concede entrevistas a
este
o
a
aquel medio y allí, en esas interviús, señala aspectos importantes
e incluso aclara el título de su obra: una expresión coloquial que tiene mucha
poesía, añade. Los diarios se disputan unas palabras suyas: lógicamente, a los
editores los imagino encantados. Se presenta
en
Madrid,
en
Sevilla, en
Jerez.
Etcétera. Es el momento de la promoción. Los paratextos se adhieren al texto y,
por tanto, la lectura inocente es ya casi imposible.
Ahora, justamente,
con los datos suministrados, la lectura puede convertirse en una precipitada
confirmación. Los destinatarios tienen numerosas informaciones: con la
impresión, incluso, de estar leyendo una novela ya sabida. Como, además, los
materiales históricamente generales y colectivos aluden a hechos reconocibles y
documentados, el resultado puede provocar una errónea valoración: la de que
estamos ante la enésima novela sobre la Guerra Civil, con acontecimientos que no
son nuevos y en el que se desarrolla una historia de amor. Plantear así las
cosas es un error, claro: adelgaza y marchita una trama compleja y vertiginosa
que se extiende en cientos y cientos de páginas sin desmayo, sin recaídas.
Qué le vamos a hacer: esa literatura parasitaria, que forma parte de la
industria cultural y de la comunicación, no siempre es positiva para una lectura
serena y desprejuiciada. En el caso de
La noche de los tiempos, algunas
de las reseñas aparecidas han hecho un flaco favor: destripan la novela, si se
me permite decirlo así, detallando muchos, muchísimos pormenores de los
personajes, de sus acciones, de sus decisiones. Puesto en guardia, el propio
autor ha proporcionado pistas de lectura, claves de interpretación, temiendo tal
vez el sectarismo o las banderías. ¿Algo que objetar? Seguramente es un proceso
inevitable. Cuando se apaguen los focos de la promoción y de la expectación será
un momento excelente para
releer con demora lo que no tenemos por qué
saber de antemano.
Pero ahora no nos vamos a privar de leerla. Y eso
hemos hecho. ¿Les proporcionaré detalles, les repetiré el argumento? Pero “no,
no es el argumento lo que nos complace”, decía José Ortega y Gasset en sus
Ideas sobre la novela: “no es la curiosidad por saber lo que va a pasar a
Fulano lo que nos deleita”, añadía. “La prueba de ello está en que el argumento
de toda novela se cuenta en muy pocas palabras, y
entonces no nos
interesa”, admitía Ortega. Reducir novecientas cincuenta y ocho páginas a una
síntesis argumental es sacrificar una experiencia de lectura compleja, una
experiencia en la que el mundo es alternativo, un espacio virtual en el que
aparecen tipos variados, en el que se dan situaciones distintas, en el que hay
circunstancias cambiantes.
Se acaba el libro y se cierra un
mundo. Acabamos la novela --extensa, extensísima-- y conforme leemos nos damos
cuenta de que no nos hemos saltado ni una línea. Si eso es así, entonces es que
cada frase está justificada, y la variedad de registros, de análisis, no impide
que el relato fluya y nos secuestre
Son,
insisto, muchas páginas en las que habla una voz narradora en primera persona, y
a la vez omnisciente, una voz que evoca y que aparece o se cancela para
rememorar lo hecho por Ignacio Abel, para juzgar sus acciones y sus omisiones.
“Veo a Ignacio Abel como si me viera a mí mismo”, dice esa voz en algún momento.
“Con su atención maniática a todos los detalles, su deseo incesante de captarlo
todo y su miedo a pasar por alto algo decisivo, su angustia por la velocidad del
tiempo, por la lentitud abrumadora cuando se convierte en espera”, prosigue
comparándose con Abel. Eso dice de Ignacio Abel, en efecto.
¿Pero quién
es este personaje? Digamos lo mínimo.
Ignacio Abel, el arquitecto, nace
en el barrio de la Latina. Es un reformador, alguien que confía en el progreso
modesto de las cosas, en la edificación y en la calefacción, en la mejora y en
el avance. Es uno de los responsables de ese gran proyecto ya mencionado, la
Ciudad Universitaria de Madrid. Abel tiene miedos e hipocresías que vencer,
cobardías, pero también un coraje del que se creía incapaz. Es un burgués de
posición equívoca, de origen humilde, casado con la hija de una familia
distinguida, linajuda, con Adela. Él es de origen plebeyo, sí: “hijo de una
maestro de obras, habituado de niño a tratar con albañiles y a trabajar él mismo
con sus manos”, razón por la cual conserva “un apego práctico y sentimental por
los saberes prácticos de los oficios”. Estamos ya en la primavera de 1936 y el
mundo está a punto de derrumbarse. Un cataclismo rompe las expectativas o, al
menos, las hace imposibles en la España que empieza a cambiar, a mejorarse. O
eso parece. ¿Qué expectativas? El progreso modesto de las cosas.
O como
indica el narrador de
La noche de los tiempos: “el progreso tangible, el
desarrollo metódico y gradual de las invenciones técnicas, todo lo que a él le
había parecido terrenal e indiscutible, ajeno a los desvaríos verbosos de los
iluminados, lo que había discutido tantas veces con Negrín, la buena
alimentación, la leche diaria en las escuelas para fortalecer los huesos de los
hijos de los pobres, las viviendas espaciosas y aireadas, la educación higiénica
para que las mujeres no se cargaran de hijos”. Son cosas sencillas pero que dan
confort a la vida, cosas modestas que alivian, que evitan penalidades. Ignacio
Abel “había asistido a la irrupción de los tranvías eléctricos y los
automóviles, de los teléfonos y los barracones del cinematógrafo, de todas las
cosas que a sus padres los desconcertaban o los aterraban, al fin y al cabo
habitantes del país sombrío del pasado”.
Pero ahora, en la primavera de
1936, los contemporáneos se envanecen. Pueden creer que todo está dado o a
salvo, que todo es irrefrenable. “El progreso había tenido la inevitabilidad de
la corriente caudalosa de un río. Los edificios eran más altos y gracias a la
luz eléctrica la noche no sumergía a la ciudad en las tinieblas. El progreso era
más indudable porque él lo había visto con sus propios ojos cuando viajó por
Europa. Lo que existía en París o en Berlín no tardaría mucho en llegar a
Madrid”, prosigue el narrador.
Ortega reivindicaba cierto tipo de
novela: la de género moroso, decía. O la de género tupido, añadía. O la que se
cierra con múltiples ingredientes haciendo de su mundo un recinto hermético. La
novela de Antonio Muñoz Molina es de esa estirpe: sus páginas construyen una
realidad alternativa que secuestra al lector, que lo
perturba
Releo, repaso, el
Bosquejo de un
cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1793), de Marie Jean
Antoine Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet. Extraigo unos pasajes de la
edición que publicara Espasa Calpe en 1921. Es la versión de Domingo
Barnés
, que circula en la España de los años treinta. Dice así:
“Tal es la bella empresa que he emprendido y cuyo resultado
será mostrar por el razonamiento y por los hechos que no hay marcado ningún
término al perfeccionamiento de las facultades humanas; que la perfectibilidad
del hombre es realmente indefinida; que los progresos de esta perfectibilidad,
independientes de todo poder que quisiera detenerlos, no tienen ningún otro
término que la duración del globo en que nos ha lanzado la naturaleza. Sin duda,
estos progresos podrán seguir una marcha más o menos rápida, pero jamás será
retrógrada; al menos en tanto que la tierra ocupe el mismo lugar en el sistema
del universo y que las leyes generales de este sistema no produzcan sobre esto
globo un desquiciamiento general (…).
“¿Hemos llegado al punto en que no
tengamos ya que temer ni nuevos errores ni la vuelta de los antiguos; en que
ninguna institución corruptora no pueda ser ya presentada por la hipocresía y
adoptada por la ignorancia o por el entusiasmo, y en que ninguna combinación
viciosa no pueda hacer ya la desgracia de ninguna nación? ¿Será acaso inútil
saber cómo han sido engañados los pueblos, corrompidos o sumergidos en la
miseria?” Llegará el día, añade el marqués de Condorcet, en que
el sol únicamente alumbre a hombres libres, hombres que sólo reconozcan como
señor a su propia razón. Con ella se guiarán para gobernar la economía
doméstica, para administrar sus negocios, para desarrollar sus facultades, para
conocer sus derechos. En suma, para ser dueños de sí mismos. Si eso ocurre, la
igualdad de la instrucción corregirá la desigualdad de las facultades: lo mismo
que una legislación previsora disminuirá la desigualdad material. La razón
acelerará el progreso de las ciencias y de las artes. ¿Su efecto? El crecimiento
del bienestar para todos. La idea de progreso que hay en Condorcet se basa en
una concepción optimista del ser humano, de la naturaleza humana. Vamos a mejor
simplemente porque las capacidades de estos seres los hacen moldeables y
efectivamente mejores. Condorcet dirá que los hombres son perfectibles (“que la
perfectibilidad del hombre es realmente indefinida”) y, por tanto, que la
felicidad humana es alcanzable, una felicidad no sólo individual, sino
colectiva: fruto de esa mejora material que haría de nosotros seres superiores.
Vistas desde hoy, las declaraciones de Condorcet nos parecen ingenuas,
bienintencionadas: el progreso se plantea como una marcha imparable que depende
sólo de la razón y de la instrucción. Qué bello ideal, sin duda. Y qué irreal.
Las sociedades mejoran, claro: podemos transformarlas. Pero siempre están a
punto de empeorar. Los individuos son capaces de lo superior, por supuesto, pero
siempre están a punto de caer, de perder los controles, de animalizarse. El
progreso ilustrado es un avance material pero es sobre todo una mejora moral. Y
la moral no es un sedimento o un logro, sino un criterio humano que puede
perderse. Por eso, lo peor no es la guerra. Lo peor es el hábito de la
violencia, del exterminio. Una contienda provoca destrucción material: siempre
podrá recuperarse lo perdido. Pero la violencia sañuda y exterminadora hunde la
civilización y hunde la moral. No está claro que podamos rehabilitarnos.
En los años treinta, ese momento en que transcurre
La noche de los
tiempos, los avances parecen dados y a salvo, como antes decía. Ignacio Abel
vive creyendo en el progreso. Sin duda no es exactamente el que defendieron
Condorcet u otros ilustrados, pero se inspira remotamente en aquel concepto
dieciochesco. Como ellos, también cree que lo material y lo moral van
aparejados. La electricidad y la edificación son avances que traerán bienestar y
un alivio general. En definitiva, están a punto de disiparse todas las
oscuridades. ¡Cuánta luz brilla por todas partes!, podría haber dicho Ignacio
Abel citando a Turgot. Pero hay demasiados indicios de que las cosas no van en
la dirección deseable. No se han disipado todas las oscuridades. En realidad, el
cataclismo es venidero. No sólo es un levantamiento armado de una parte del
Ejército, unos insurgentes que vulneran el orden constitucional. No es sólo la
oleada fascista que se extiende por Europa. Es la violencia cotidiana, la
destrucción y la muerte de gentes, de numerosas gentes, que no confían en el
sistema republicano: por burgués, por hipócrita, por impotente, por irreligioso.
La novela de Muñoz Molina es una
narración retardataria, en el sentido que el propio Ortega le daba a esta
expresión. Necesitamos esas casi mil páginas para captar los matices, para
averiguar datos, pero sobre todo para dar significado incierto a lo que le
ocurre al propio protagonista
Condorcet fue
víctima de aquella otra Revolución y su
Bosquejo lo escribió poco antes
de ser eliminado por el Terror. Ahora, Abel ve desmoronarse la República
modesta, la institución de la que tantos se apartan o en la que ya no confían:
la someten a embates con el fin de derribarla o de sobrepasarla. El progreso…
Nunca como en los años treinta hubo una utopía modesta y practicable: la de la
Instrucción Pública, la de la mejora de las artes, la del cultivo del espíritu.
Pero la tierra tiembla bajo los pies. No saben lo que les espera. Tampoco lo
sabe Ignacio Abel.
¿A quién se parece este Ignacio Abel, en qué sujeto
histórico está inspirado? ¿Quizá en el personaje de Arturo Barea? ¿Quizá en
Pedro Salinas? ¿Quizá en Modesto López-Otero, el arquitecto que realmente se
responsabilizó del proyecto de la Ciudad Universitaria? En Muñoz Molina
confluyen numerosas lecturas y, por tanto, al leerle tenemos la impresión de
estar repasando un centón: un centón que alguien reescribe valiéndose de
ejemplos previos que ahora se remodelan. Pero esa caracterización que hago es
insuficiente... Incluso, la que el propio autor declara.
Se acaba el
libro y se cierra un mundo. Acabamos la novela --extensa, extensísima-- y
conforme leemos nos damos cuenta de que no nos hemos saltado ni una línea. Si
eso es así, entonces es que cada frase está justificada, y la variedad de
registros, de análisis, no impide que el relato fluya y nos secuestre.
Justamente como pedía José Ortega y Gasset en sus
Ideas sobre la novela.
El filósofo establecía una serie de requisitos. Al recordar su experiencia con
Cervantes, con Tolstói, Ortega reivindicaba cierto tipo de novela: la de género
moroso, decía. O la de género tupido, añadía. O la que se cierra con múltiples
ingredientes haciendo de su mundo un recinto hermético. La novela de Antonio
Muñoz Molina es de esa estirpe: sus páginas construyen una realidad alternativa
que secuestra al lector, que lo perturba.
En efecto, con esta novela se
cumple el precepto establecido por Ortega: “necesitamos que el autor se detenga
y nos haga dar vueltas en torno a los personajes. Entonces nos complacemos al
sentirnos impregnados y como saturados de ellos y de su ambiente, al percibirlos
como viejos amigos habituales de quienes lo sabemos todo y al presentarse nos
revelan toda la riqueza de sus vidas”. Por eso, la novela de Muñoz Molina es una
narración retardataria, en el sentido que el propio Ortega le daba a esta
expresión. Necesitamos esas casi mil páginas para captar los matices, para
averiguar datos, pero sobre todo para dar significado incierto a lo que le
ocurre al propio protagonista. No nos apresuremos, pues, con esas personas de
ficción. “El azar las conduce ante nosotros, las filtra en el orbe de nuestra
vida individual sin que nadie se encargue oficialmente de definírnoslas”, añadía
Ortega. En efecto, así es. Con Ignacio Abel y los personajes que le circundan
ocurre eso.
La Guerra Civil española fue un
asunto universal en un doble sentido: en primer lugar, fue una contienda local
que se internacionalizó y, en segundo lugar, fue un conflicto regional en el que
quisieron verse problemas perennes de la condición humana ¿Cuáles? Los temas del
héroe, del traidor, del altruismo, de la cobardía, de la abnegación, de la
entrega, del fanatismo, de la derrota
En cada
página nos hallamos ante su difícil realidad, no ante su simplificación, no ante
su síntesis, no ante su concepto. Tenemos la impresión de que si lo abreviamos
lo estamos menoscabando: como si le restáramos densidad. De ahí, la dilación, la
lentitud, pero también el progreso, la tensión: la amplificación que añade
matices. Una frase que dice de modo diferente lo que ya habíamos leído no es
ganga o reiteración. Tiene valor en sí misma: es una leve variación, con un
significado parcialmente distinto. Ahora bien, ese lujo verbal, ese despilfarro
(en el mejor sentido de la expresión) puede irritar a los lectores menos afines,
menos habituados. Quizá ese público renuente se pregunte: ¿para qué decirlo tan
largo y con tantas variantes, si lo puede expresar escuetamente? En este tiempo
actual, lo breve tiene mucho prestigio... ¿Y cuál es la clave principal de la
novela?, se preguntará aún el lector ansioso. ¿Quizá la contienda de 1936?
A comienzos de los años ochenta, Maryse Bertrand de Muñoz publicó varios
volúmenes dedicados a
La guerra civil española en la novela. Aquellos
libros eran sobre todo un repertorio literario, un elenco. No eran un estado de
la cuestión, sino un detallado compendio o una enumeración de las novelas
ambientadas en el conflicto español. “Se diría realmente que España ha llegado a
ser para los escritores de hoy lo que la Antigüedad era para los clásicos y la
Edad Media para los románticos: un lugar simbólico donde se trasladan los
problemas actuales”, admitía Jean Duvignaud en 1958. Maryse Betrand de Muñoz
hacía suyo ese dictamen y, con una erudición pasmosa, precisaba el sinnúmero de
ficciones publicadas con motivo de la Guerra Civil.
“Conozco actualmente
más de dos mil obras de creación literaria que se refieren totalmente o en parte
a la revolución española”, decía esta especialista. “Y estoy segura de que
existen muchísimas más”, añadía. De ese conjunto que publicó en varios
volúmenes, dicha autora mencionaba especialmente grandes éxitos, auténticos
best-sellers: entre otros,
L’Espoir, de André Malraux,
For Whom
the Bell Tolls, de Ernest Hemingway, o
La forja de un rebelde, de
Arturo Barea. La dimensión de esas grandes novelas, algunas adaptadas al cine,
se había agigantado. Tanto era así, que para muchos contemporáneos los detalles
de la Guerra Civil se confundían con pormenores de estas ficciones.
¿Qué
era lo significativo? Que no eran historia documentada y verdadera; que eran
relatos literarios inventados, inventados pero inspirados –eso sí— en hechos
reales. O en los términos de Bertrand de Muñoz: estas novelas son “ante todo
ficción; a veces los acontecimientos y los personajes se toman prestados a la
historia pero sobre este fondo verdadero el autor teje una trama según su
fantasía”. O según su imaginación, podríamos añadir: es decir, según una
particular capacidad para captar y condensar lo real en su sentido concreto y
simbólico.
La guerra es la violencia
originaria, la partera de la historia, pero es también ese momento en el que se
revela en extremo la índole de cada uno, el laboratorio en que examinar el
temple moral –y civil-- de quienes intervienen (...). La guerra es también un
momento en el que un individuo, un solo individuo, nos hunde o nos redime al
tomar ciertas decisiones o al emprender un viaje de retorno incierto. ¿Quizá
Ignacio Abel?
Las ficciones no son
disertaciones ni investigaciones, propiamente. Son recreaciones de hechos que
bien pudieron haberse dado. ¿Qué necesitamos? Sólo un autor que sepa tratar en
términos particulares y locales lo que, sin duda, es una cuestión universal. Y
la Guerra Civil española fue un asunto universal en un doble sentido: en primer
lugar, fue una contienda local que se internacionalizó y, en segundo lugar, fue
un conflicto regional en el que quisieron verse problemas perennes de la
condición humana.
¿Cuáles? Los temas del héroe, del traidor, del
altruismo, de la cobardía, de la abnegación, de la entrega, del fanatismo, de la
derrota. Se multiplicaron las narraciones y se rodaron numerosas películas,
muchas de ellas con sentido épico, con maniqueísmos evidentes o con trazos muy
generales. Pero también se filmaron o se escribieron ficciones que presentaban
la complejidad de aquel choque fratricida. Como también se publicaron o se
difundieron documentales y crónicas que tenían mucho de invención: subrayaban el
carácter de los personajes, agrandaban su protagonismo, confiriéndoles un aura,
una dimensión propiamente titánica.
En los últimos años, nos hemos
moderado. Nos hemos moderado desde el punto de vista épico, pero no
cuantitativo. Entre 1975 y 1985, por ejemplo, Maryse Bertrand de Muñoz anotaba
un total de 170 novelas. Desde entonces, el elenco no ha dejado de aumentar.
Crece vertiginosamente el número de las narraciones. En 1986 aparecía
Beatus
ille, de Antonio Muñoz Molina, la primera novela de este autor. Desde
entonces, la Guerra Civil es una referencia explícita o implícita en su
literatura: por ejemplo, en
El jinete polaco (1991) y, ahora, en
La
noche de los tiempos (2009).
¿Cómo ha representado ese pasado
convulso? ¿Cómo ha tratado la contienda y su recuerdo a través de la experiencia
imaginaria de la novela? Este escritor sólo ha vivido la guerra indirectamente:
a través de la memoria familiar, transmitida por las generaciones precedentes; o
a través de las narraciones literarias o históricas. Las novelas citadas son
transfiguración de una experiencia vicaria y en ellas se recrea con personajes
reales o inventados, con situaciones sucedidas o imaginadas, una serie de
problemas que han definido parte de la historia reciente española. Algunos de
estos problemas son: la fatalidad, el cainismo y la violencia de la historia
española; la memoria inventada, la tergiversación del pasado; el heroísmo, el
fanatismo, el coraje en una guerra; los derrotados, la conciencia de culpa, el
miedo y el silencio.
Hemos acabado La noche de los
tiempos y ya en su primer capítulo nos preguntábamos quién narraba. Es una
instancia compleja, un procedimiento de extrema precisión, decisivo para
entender esta novela
La guerra es la
violencia originaria, la partera de la historia, pero es también ese momento en
el que se revela en extremo la índole de cada uno, el laboratorio en que
examinar el temple moral –y civil-- de quienes intervienen: en principio, cuando
el conflicto se generaliza y los proyectiles atraviesan el campo de batalla no
podemos abstraernos ni desertar; hay que sobrevivir, pero hay muchas maneras de
sobrevivir. Unos agrandan el mal; otros procuran no agravar el dolor que las
muertes inevitables ocasionan. Unos intervienen con lucidez; otros con ceguera o
inquina. Y algunos otros escapan, no sabemos si como fugitivos o como
desertores. La guerra es también un momento en el que un individuo, un solo
individuo, nos hunde o nos redime al tomar ciertas decisiones o al emprender un
viaje de retorno incierto. ¿Quizá Ignacio Abel?
No me pidan que detalle
más. Tampoco me exijan mayores hermenéuticas. Yo he necesitado esas novecientas
cincuenta y ocho páginas para familiarizarme con él: para trabar relación con
Juan Negrín, tan expansivo y agotador; con José Moreno Villa, el artista
malogrado y rencoroso; con el profesor Karl Ludwig Rossman, un personaje
clarividente y sonámbulo; con tantas y tantas figuras reales o imaginarias que
aquí adquieren fisonomía propia y cuyo sentido no se nos da de una vez para
siempre. Dos horas de viaje que equivalen a cientos y cientos de páginas: ¿para
hablarnos de qué? Una parte de la acción transcurre durante la guerra del 36,
como ya hemos dicho.
¿Otra novela más sobre dicho conflicto? ¿Otra
ficción sobre el pasado sangriento de los españoles? En realidad, más que una
rememoración de lo pretérito, esta novela es un examen del porvenir, de ese
futuro que aún estaba por definirse o por consumarse cuando Ignacio Abel
comenzaba a vivir a los cuarenta y tantos años. O, si lo preferimos, de
esa existencia en parte nueva y desarraigada que todavía juzga posible. ¿Con
Judith? La existencia es posible como el proyecto que concibe un arquitecto, un
plan que todavía no se ha plasmado y cuyo resultado ignoramos. O como la
historia que nos ocurre y cuyo devenir es incierto. Una catástrofe puede suceder
en cualquier momento. No nos demoremos, pues. Hay que avanzar hacia un mañana
que “yo no sé imaginar”, dice el narrador. ¿Pero quién es, a quién corresponde
esa voz? Leamos otra vez:
“Quiero imaginar con la precisión
de lo vivido lo que ha sucedido veinte años antes de que yo naciera y lo que
dentro de no muchos años ya no recordará nadie (…); y para hacerlo de verdad
necesitaría algo casi tan imposible como la clarividencia de un pasado muy
anterior a la propia memoria: necesitaría la inocencia sobre el porvenir, la
ignorancia absoluta sobre lo que es ya inminente en la que viven cada una de
esas personas, su ceguera asombrosa y unánime”. ¿
Yo no sé
imaginar…? Hemos acabado
La noche de los tiempos y ya en su primer
capítulo nos preguntábamos quién narraba. Es una instancia compleja, un
procedimiento de extrema precisión, decisivo para entender esta novela. De
entrada, quien relata está al tanto de cosas que los personajes ignoran, hechos
futuros que aún no han ocurrido. Cuando empezamos la novela, nos disponemos a
pasar una pequeña temporada en compañía de unos individuos de los que nada
sabemos, individuos inventados, ficticios: Ignacio Abel y Judith Biely. Viven,
sin embargo, en un contexto de los que tenemos noticia, un contexto real. El
lector no sabe lo que sabe cuando comienza. Pero, al tiempo que avanza, reconoce
lugares e individuos, circunstancias y hechos, un repertorio de referencias
cronológicas y espaciales que son el marco de los acontecimientos: Nueva York,
la Estación de Pennsylvania, Madrid, la Residencia de Estudiantes, la Ciudad
Universitaria. Etcétera.
La novela es, así, lo que se cuenta
expresamente y lo que se calla, sus elipsis y también lo que está por suceder. Y
lo que está por suceder es, precisamente, ese “porvenir ignorado y perdido en la
gran noche de los tiempos”
Ahora bien,
conforme progresa, y finalmente concluye, también descubre que ignora mucho más
de lo que creía conocer, pues le faltan datos de esos personajes novelescos. A
pesar de los cientos y cientos de páginas, el narrador no lo cuenta todo, claro.
Sólo nos informa de algunos pasajes de sus vidas en un período de pocos meses.
No hay paradoja: quedan fuera sucesos que ocurren simultáneamente y que los
personajes no ven, no viven o simplemente desconocen. El narrador no está
obligado a contarnos acontecimientos que no protagonizan ni experimentan. Pero
también quedan fuera hechos previos o posteriores que sí son decisivos:
principalmente un porvenir que los personajes desconocen, un futuro que quien
relata dice ignorar. Es un extraño procedimiento para un narrador omnisciente.
Regresamos al primer capítulo, ese primer capítulo en el que hay tantos
datos decisivos. Y comprobamos, en efecto, que quien cuenta siempre se ha
expresado con la primera persona del singular. “Lo veo primero de lejos, entre
la multitud de la hora punta, una figura masculina idéntica a las otras”,
empezaba el narrador. Se refería a Ignacio. Estábamos en la página 11, recién
estrenada la historia. Quien así se expresaba lo hacía empleando el yo. Es,
pues, un narrador focalizado, implicado. ¿Testigo, protagonista? Si primero ve
de lejos a Abel, el narrador no es exactamente omnisciente, insisto. Tiene las
limitaciones perceptivas de quien está situado en el espacio, en un lugar con
obstáculos visuales, como esa “multitud de la hora punta”.
Ahora bien, a
lo largo de las páginas, ese yo se diluye con frecuencia, se cancela, se eleva o
se aproxima. Parece ajustar la lente para ver más cerca o más lejos, adoptando
entonces las veces de un narrador sabelotodo: conocedor de cosas que van a
suceder o de intimidades, de sentimientos y de emociones que los personajes no
verbalizan. “Bajará del tren y alguien estará esperándolo y al decir su nombre
le devolverá una parte de su existencia suspendida”, leemos en la página 19.
Entonces, es un narrador omnisciente. Pero inmediatamente nos desmiente su
saber: confiesa hechos que no ve o que no puede adelantar porque no ignora su
desarrollo. En esa ignorancia está la clave de una narración que parece
transcurrir en pasado, cuando en realidad ocurre en presente, en ese presente
incierto en el que las cosas aún no han sucedido.
Por ejemplo, muchas
páginas después, el narrador nos describe un despertar de Judith Biely. Conforme
clarea, quien relata detalla sus estados de ánimo y sus estados materiales: ella
va “…descubriendo con su atención insomne los primeros signos todavía inciertos
del amanecer, la primera luz gris del primer día de su viaje, de un mañana
inmediato que ella no vislumbra y yo no sé ya imaginar, su porvenir ignorado y
perdido en la gran noche de los tiempos”. En esas palabras, pocas, escasísimas,
hay información, datos, la literalidad de una prosa; y hay también un espacio
vacío, lo no dicho, un tiempo aún mayor del que nada sabemos. La novela es, así,
lo que se cuenta expresamente y lo que se calla, sus elipsis y también lo que
está por suceder. Y lo que está por suceder es, precisamente, ese “porvenir
ignorado y perdido en la gran noche de los tiempos”. Y ese futuro del que todo
se desconoce es el tiempo venidero de dicha mujer pero es también lo que el
narrador
ya no sabe imaginar, ya no imagina para nosotros, los lectores.
Por tanto, el porvenir que se disipa y que es el tiempo no relatado
tiene dos dimensiones personales: por un lado, quien lo vive ciertamente
desconoce qué va a pasar; pero, por otro, quien lo cuenta tampoco parece saber
qué es lo que va a ocurrir. Es futuro literal para quien ha de vivirlo y es
futuro no imaginado y no dicho para quien al relatarlo podría adelantar su
curso, obrando como un demiurgo arbitrario, despótico o consolador. Para
evitarlo, convierte el porvenir en un tiempo potencial. Por ello, en esa
declaración de quien relata hay una obra cerrada, cientos de páginas en los que
hemos averiguado muchas cosas, pormenores de unas vidas que suceden y que al
poco se recuerdan; y hay también una obra abierta, un futuro que aún está
ocurriendo, el de Ignacio y Judith: un futuro que yo no revelaré.
(1)
Nota de la Redacción: La versión original de la
reseña de Justo Serna sobre el libro de Antonio Muñoz Molina,
La noche de
los tiempos, se puede ver
AQUÍ.