Andrew Whittaker, escritor y activista cultural, dirige la revista
Soap, una cuidada publicación literaria con uno de esos nombres absurdos
que se estilaban en los setenta. Su director se esmera en la selección de los
contenidos, pero la revista, de tirada nacional, hace agua por todas partes. En
condiciones económicas más que precarias, la publicación agoniza para
desesperación de su creador, que vuelca todas las ilusiones en esa su criatura.
Porque Whittaker, una suerte de álter ego de Sam Savage y sólo basta ver la foto
de la solapa para comprobarlo, vive en una maraña de facturas sin pagar, de
inquilinos que no le abonan las rentas y de bancos que le exigen lo que es suyo.
Su vida es un desastre en los asuntos prácticos y también en los íntimos, como
muestran las cartas que le escribe a su ex mujer y a otras amantes y que jamás
tienen respuesta. Así, a través de una fluida correspondencia entre sus ex
amores, amigos y colaboradores de la revista, se va tejiendo esta novela, de la
mano de las ocurrencias de un Whittaker con trazas de personaje arquetípico. Así
como hay una Madame Bovary, un Rodion Romanovich Raskolnikov o un Holden
Caulfield, no es descabellado comparar Andrew Whittaker, el protagonista de
El lamento del perezoso, con esos "
héroes
alfabéticos" (que diría
Justo
Serna) que ocupan un lugar en la historia de la literatura.
Además de tratar de mantener su crepuscular y surrealista publicación,
Soap, Whittaker, mezcla de ingenuidad, pasión literaria, megalomanía y
tozudez, se proponer organizar un festival literario de siete días de duración
al que invita al mismísimo Norman Mailer en calidad de premiado. No puede pagar
la luz, pero sí se atreve a organizar un evento cultural de magníficas
dimensiones. «¿Cómo de grande?, le oigo a usted [Norman Mailer] preguntar, con
toda la razón. Permítame darle una pequeña pista, en vez de cantidades: habrá
elefantes». Todo queda en un sueño y el personaje inventado por Savage asiste al
crepúsculo de una existencia en la que el recurso de escribir cartas a los demás
parece la única tabla de salvación. Cual Quijote, no aceptará su derrota ni su,
digamos, locura, y contagiará al lector por ese entusiasmo por la literatura y
por unos ideales nobles que, en una sociedad tirando a pragmática y consumista
como la norteamericana, resultan tan extraños como seductores.
El humor y el carácter excéntrico e
impredecible de Whittakker constituyen el motor de la
obra
Hay poca documentación sobre Sam Savage,
autor que ha cosechado un tremendo éxito en la ancianidad, y cuyo primer libro,
Firmin, se publicó en una modesta editorial de Mineápolis y se convirtió
en un
best-seller internacional gracias a recomendaciones de lectores y
libreros entusiasmados con su trabajo. Entonces daba vida a una rata de
biblioteca, en el sentido literal, con un gusto exquisito por la literatura y
una permanente sensación de apartamiento o de sensación de bicho raro, como la
cucaracha de
La metamorfosis de Kafka. Las ratas no leen, las cucarachas
no hablan ni sienten. Hay mucho de
Firmin en Andrew Whittaker, por su
amor raramente compartido por la literatura, emblema de las causas perdidas en
el país del sueño americano de los años setenta. Porque Whittaker acaba viviendo
como una rata, descuidando el mantenimiento básico de su estructura vital (ese
aislamiento sucio que recuerda al
Enderby y compañía, de Burgess).
Whitakker parece una rata pero al, igual que Firmin, es una “rata” que lee y
cuya delicadeza de espíritu no encuentra respuesta en los demás.
Savage
consigue crear un personaje de igual o mayor atractivo que la rata Firmin y
supera el reto de la segunda novela, tras la apabullante recepción de la
primera, aunque no hay datos que hagan pensar que acometió la redacción de
El
lamento del perezoso después de escribir
Firmin. El humor y el
carácter excéntrico e impredecible de Whittakker constituyen el motor de la
obra; de hecho, el inserto narrativo que introduce parece metido como con
calzador y resulta completamente prescindible. Es en Whittaker donde reside la
fuerza de la novela, que se estructura de un modo similar a ese clásico moderno
que es
84, Charing Cross Road de Helen Hanff. Whittaker es una una suerte
de Helen Hanff, con la diferencia de que las cartas que envía son producto de la
inventiva de Savage, mientras que las que componen el libro de Hanff eran
reales. Pero es cierto que ambos aman la literatura, son excéntricos,
verborréicos y poseen una mirada única y personal sobre las cosas. También se
aferran a la literatura epistolar como único enganche al mundo, quizá porque
establecer verdaderas relaciones es más costoso y genera problemas. Decía Kafka,
autor de
Carta al padre, que toda comunicación epistolar es una
comunicación con fantasmas; tiene algo de fantasmal, de ilusorio, la relación
que el personaje de Savage establece con sus contactos. Especialmente
significativa es el trato que mantiene con su ex mujer Jolie, a la que él se
refiere en términos todavía cariñosos y que ella ignora con clamorosas calladas
por respuesta.
Son muchas las situaciones cómicas
que plantea, en una comicidad que suena a nueva, y que sólo podríamos calificar
de savagiana
El lector puede apreciar
(o no) la hondura con la que Savage se enfrenta al personaje, a esa criatura en
el sentido más físico del término. Pero puede optar también por un nivel de
lectura más “ligero” en el que el ágil y desopilante discurso de Whittaker
mantiene en el lector una sonrisa en el rostro en sentido literal. Son muchas
las situaciones cómicas que plantea, en una comicidad que suena a nueva, y que
sólo podríamos calificar de
savagiana. La carta que envía, por ejemplo,
al escritor Norman Mailer no tiene desperdicio. No sólo le otorga un papel
protagonista en su insólito festival literario, sino que le invita a su propia
casa con argumentos persuasivos tan hilarantes como éste:
“Espero
impaciente su visita. Estoy seguro de que vamos a entendernos maravillosamente.
Lo más probable es que haga buen tiempo y podamos sentarnos en el jardín. Cuando
estaba mi mujer, había flores. Tras su espantada no me queda tiempo para esas
cosas: les pasé por encima el cortacésped y ahora sólo queda un poquito de
hierba; el conjunto es austero pero seguro que lo encuentra usted agradable”.
Humor de ese que provoca una risa íntima, una risa tierna y humana, y
que va acompañado de imágenes que saben a nuevo, sobre todo en ese ámbito
literario anglosajón dominado siempre por el respeto reverencial a la
objetividad y al realismo. Como comparar sus sentimientos “desfasados” con un
“periódico de ayer que alguien ha abandonado bajo la lluvia y que va
convirtiéndose en pulpa sobre el cesped.
El lamento del perezoso
es un chorro de aire fresco en la literatura norteamericana actual y un
ejercicio de literatura con un desparpajo y una originalidad que sorprende y se
agradece. Andrew Whittaker es un completo hallazgo literario del que Savage
podría sacar provecho en ulteriores proyectos literarios, aunque esto último,
por desgracia, es mucho especular.