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Félix Francisco Casanova: <i>El don de Vorace</i> (Editorial Demipage, 2010)

Félix Francisco Casanova: El don de Vorace (Editorial Demipage, 2010)

    TÍTULO
El don de Vorace

    AUTOR
Félix Francisco Casanova

    EDITORIAL
Demipage

    PROLOGO
Fernando Aramburu

    OTROS DATOS
Madrid, 2010. 261 páginas. 20 €



Félix Francisco Casanova

Félix Francisco Casanova


Reseñas de libros/Ficción
Félix Francisco Casanova: El don de Vorace (Editorial Demipage, 2010)
Por Eduardo Laporte, lunes, 1 de marzo de 2010
La obra del canario Félix Francisco Casanova (1956 – 1976), El don de Vorace, goza en el primer tramo de 2010 de un considerable eco mediático en los foros culturales. Desde hace décadas, autores como Francisco Javier Irazoki o Fernando Aramburu (que firma el prólogo de la reciente edición de Demipage) habían reivindicado el talento de este malogrado chaval en innumerables ocasiones. Lo convirtieron, en sus años de rebeldía artística y existencial, en objeto casi fetiche de sus correrías vanguardísticas de periferia. No era un gesto dadaísta; en él vieron al 'Rimbaud español', etiqueta algo altisonante pero de la que ni Irazoki ni Aramburu se desdicen hoy. Y basta acercarse a la obra que Casanova escribió en tan solo 43 días, con tan sólo 17 años, para comprobar que la etiqueta no le queda grande. Asombroso ejercicio literario el de este talentoso canario que en realidad iba para músico, cuya biografía quedó truncada en extrañas circunstancias. Vida y obra ofrecen los ingredientes para la cocción de un mito, un mito que quizá llega tarde, que no gozó del reconocimiento necesario en su momento, y que puede que tenga difícil ya posicionarse entre los grandes. Al margen de posteridad o no, acercarse a su prodigiosa obra supone una singular experiencia que ningún lector exigente debería perderse.
Bernardo Vorace Martín tiene un problema. Es inmortal. Ha intentado, antes de descubrir su trágica condición, quitarse la vida en varias ocasiones, pero siempre sin éxito. Lleva en la cabeza el plomo de dos balas que no surtieron efecto y los músculos aún magullados por una caída sin consecuencias desde la ventana. Está condenado a la vida eterna y trata de resignarse, no sin ironía, a tan infinito destino. Mientras, alterna con Marta, aunque ella no le corresponde, y con la agobiante Débora y trabaja como mecanógrafo para el viejo David Peces. Las vidas de éstos últimos acaban mal, por el más que probable concurso homicida de Vorace.

No hay trama, pero sí discurso, un poético discurrir, por las páginas de este palpitante libro o “novela diabólica”, en palabras de Fernando Aramburu, quien sostiene lo de “nuestro Rimbaud” al hablar de él en el prólogo. Porque la corta biografía de Casanova, si bien no se puede comparar a la paradigmáticamente bohemia de Rimbaud, fue intensa y de una precocidad para con las artes más que notable. Su muerte, con 19 años, en la bañera de su casa, aún no se ha esclarecido del todo y se vincula a la inhalación de gas, fruto de algún escape accidental. La sombra de la muerte voluntaria es alargada, y hasta la propia editorial, en el texto biográfico que incluye, alimenta las sospechas con una ambigua frase como esta:

Murió a causa de un escape de gas...

Unos elocuentes puntos suspensivos que engordan la leyenda del suicidio del joven autor, con el agravante morboso de que en esa su obra toca de manera directa la cuestión del suicidio. Un factor que puede aportar interés y, como digo, morbo sobre el universo casanoviano pero que, como dice el propio Aramburu en el texto introductorio, no garantiza la calidad literaria. “Confieso cierta resistencia a experimentar sorpresa cada vez que un poeta predice su muerte y, luego, en efecto, muere. (…) Supone en cualquier caso, una desgracia, no un valor literario”.

¿Qué nos encontramos en El don de Vorace, a qué tanto jaleo? En primer lugar, una obra ágil, rica, fresca, espontánea, de un lirismo que rompe con la tradición, una prosa poética libre, nueva, deudora de nadie pero consciente de la tradición

Más allá de suicido o no suicidio, y de la evidente desgracia que una vida truncada significa, lo cierto es que treintayseis años después de su desaparición, la prensa cultural ha vuelto la mirada sobre este aspirante a genio de nombre aún no del todo reconocido. La publicación en Demipage de su obra capital y la participación activa de tanto Aramburu como Irazoki en distintas publicaciones culturales han reavivado el 'cádaver literario' de Casanova. Una actualidad que bien puede estar condenada a resultar efímera, y que condenaría al autor a un ostracismo casi definitivo, pues no suele haber dos oportunidades para la gloria. “España practica de costumbre la tardanza en el reconocimiento de sus hijos más sobresalientes”, dice Aramburu en el citado prólogo. Que la obra de Casanova pase inadvertida, hecho probable, impregnaría de una nota realmente trágica una vida invertida con el precio más alto, el suicidio, a los mármoles de la gloria literaria. Un gesto que puede resultar dandi, hermoso, bello, ideal, si se traduce en ese reconocimiento. Pero que resulta del todo feo, triste, casi ridículo, si queda en nada (o en admiración de cuatro lectores exquisitos). En cualquier caso, hay que atenerse a la versión oficial, la del escape de gas...

Dicho ésto, ¿qué nos encontramos en El don de Vorace, a qué tanto jaleo? En primer lugar, una obra ágil, rica, fresca, espontánea, de un lirismo que rompe con la tradición, una prosa poética libre, nueva, deudora de nadie pero consciente de la tradición. Un grafiti literario, de los que le gustaban a Norman Mailer (La fe del grafiti), pero que no nace de la nada, porque Casanova tenía un fecundo background de lecturas escogidas y eso se nota. El libro, de 261 'engañosas' páginas (hay muchas en blanco y el cuerpo de letra es grande) lo escribió Casanova en mes y medio, y dicen que parte de él se lo dictó directamente al padre, que mecanografiaba a todo ritmo. Había que entregarlo a un concurso literario local, el Pérez Armas, que por supuesto ganaría.

La obra deslumbra por sí sola y deja perplejo al lector cuando se conoce el dato de que la escribió con 17 años. Sobrevuela la obra un tono como de vuelta de todo, de una insólita e irónica madurez que sorprende una vez se conoce ese dato, como sorprende ese desparpajo literario fuera de toda ostentación, ese peligroso vicio del que ya advertían autores como Tolstoi o Nabokov. Recuerda en su soltura al Cabrera Infante de la recientemente publicada La ninfa inconstante, con diálogos rápidos, descaradados, y neologismos propios de un lenguaje en permanente ebullición. Rastros de ese dandismo que valoraba una conversación elegante, exclusiva, transgresora y atrevida en su justa medida.

En la parte de los deméritos, cabría preguntarse sobre el fin último de esta novela, más allá de un juego, divertimento, experimento y feliz vómito literario. Queda en el lector, al menos en este lector, una cierta sensación de asistir a las perfectas piruetas del niño prodigio, pero cuya razón de ser no acaba de entenderse bien

No obstante, Casanova camina con extraños pies de plomo por ese desparpajo que tanto cuesta conquistar, más si se es un autor novel. Así, a menudo encuentra el lector pequeños destellos de talento que dejan un grato sabor de boca. Tomemos un fragmento cualquiera para comprobarlo:

Las relaciones con Débora crispan mis nervios, es más pesada que un sermón y más difícil de quitar de encima que mi alma. Continuamente va colgada de mi brazo, como un paraguas inservible, y habla de nuestro noviazgo a voz en grito”.

Porque Vorace, Bernardo Vorace, es un chico (inmortal) de 25 años, en edad ya de casarse, en cuya piel se mete Casanova con fascinante habilidad. Calidad, pues, y una soltura trufada de un insólito dominio del lenguaje poético, con frecuentes cultismos (“vírgulas”, “enjaezar”) y un riguroso empleo del castellano. El autor usa el español con mimo y cuidado, y conoce mejor que muchos escritores y periodistas actuales las normas que rigen su empleo. Escribe 'plausible' en su correcta acepción (que nada tiene que ver con posible), al igual que 'debe de ser' (distinto a 'debe ser') y 'dignarse hacer algo' (que no dignarse a hacer algo). Un celo lingüístico que no hay que pasar por alto, pese a que se podría pensar que la influencia del padre, un odontólogo amante de las letras y las artes, tuviera algo que ver en esa pulcritud de estilo.

Hasta aquí, y seguramente me quedo corto, los méritos. En la parte de los deméritos, cabría preguntarse sobre el fin último de esta novela, más allá de un juego, divertimento, experimento y feliz vómito literario. Queda en el lector, al menos en este lector, una cierta sensación de asistir a las perfectas piruetas del niño prodigio, pero cuya razón de ser no acaba de entenderse bien. Hay un placer, raro placer estético, en la trama de Vorace, en su angustia por no poder morir, en la vida extraña y fuera de toda convención que le cae en suerte al inmortal. Pero quizá se abusa demasiado de ese elemento y la historia no avanza por cauces que retengan la atención del lector como al inicio de la novela. Pasan las páginas y sobreviene una peligrosa sensación, que tiene que ver con un cierto empacho lírico y una desconexión con lo escrito. Como en algunas películas de acción, superproducciones ellas que, de tanto golpe, mamporro y explosión a cada cual más espectacular, terminan por perder su efecto y se suceden las escenas de mayor voltaje sin que el espectador sienta nada. Algo de eso hay en el tramo final de El don de Vorace, lo que impide que sea ésta una obra completa, pero sí un libro de gran valor literario, prueba de un talento fuera de serie que podría haber dado hermosas obras de no haberse cruzado la muerte de por medio. 
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