Estamos rodeados de casualidades que nos hunden o nos salvan, parece decirnos. Son chiripas de la vida que trazan nuestro porvenir: no dibujan un curso libre y ajeno a las determinaciones. Trazan, por el contrario, un itinerario en el que acabamos distinguiendo destinos... Por tanto, insisto, más que el azar, “está la necesidad”. Y “las contingencias y la vida no es más que eso, contingencias”, le decía nuestro novelista a Gérard de Cortanze en Dossier Auster.
“No hay más que abrir los ojos y mirar la vida de la gente que te rodea, la de tus amigos, para darse cuenta de hasta qué punto ninguna existencia sigue una línea recta”. Somos, en efecto, líneas quebradas que incluso se truncan, trazados insólitos que nos desconciertan conforme los vivimos. “Somos permanentemente víctimas de contingencias cotidianas” a las que no queremos dar todo el peso que tienen. “Pienso a menudo en una palabra: accidente. Existen dos acepciones, la filosófica y la cotidiana, en el sentido en que se habla, por ejemplo, de un accidente de automóvil. Por definición, un accidente no es previsible. Se trata de algo que ocurre: no previsto. Y nuestra vidas están hechas a base de accidentes. También me interesan mucho los accidentes que no llegan a producirse. La casualidad existe... El tipo que cruza la calle y que se libra por los pelos de que le arrolle un vehículo”, concluye.
Pero, más allá del accidente que nos doblega o que nos salva en el último momento (¿cuándo llega el último momento?), en la obra de Auster (y en nuestra vida) hay un tema central y persistente: la muerte. Al propio novelista se lo recordaba Gérard de Cortanze, detalle al que respondía lo siguiente: “gran parte de mi trabajo estriba en el hecho de afrontar esa cuestión. Y no se trata ya de que yo acepte la realidad de la muerte, sino de que la experimente, de que permita que impregne los gestos más nimios de la vida. Hace poco pensé en que Montaigne opinaba, cuando era joven, «que la meta de la filosofía era enseñar a morir». Con la edad, acabó retractándose: «la verdadera meta de la filosofía es enseñar a vivir», rectificó. Evidentemente, se trata de una única y misma cosa, pero el enfoque es distinto. Pienso que, poco a poco, me voy decantando hacia ese segundo enfoque... Sí, eso creo... Cuando se ha vivido tanto tiempo como yo, la muerte ya no puede resultar tan aterradora como cuando se tienen veinte años”.
Miedo y alegría: todo lo que aún tenemos y que ha costado un esfuerzo personal e incluso siglos de empeño colectivo, de progreso, puede perderse con mucha facilidad. Esta forma de enfocar las cosas está en Auster, pero está también en tantos y tantos autores de hoy que escriben en una época felizmente descreída, distante de las verdades religiosas o políticas de antaño
Muerte y fragilidad de la vida son, en efecto, las constantes de Auster, algo que se hizo particularmente evidente desde que escribiera La invención de la soledad, un libro dedicado a la figura de su padre. Había allí una escritura dañada y originada por la muerte del progenitor, de un padre que fue una figura en parte ausente y en parte indescifrable, fría, arisca. Aquel libro hermoso era, en buena medida, la averiguación de ese carácter, la razón de su hermetismo: el padre de su padre abatido por su esposa quedando como niño huérfano de pocos años. Pero aquella obra era también para Auster la reconstrucción de su propia condición de padre, un adulto obligado a la responsabilidad, algo gravísimo si lo pensamos bien. Desde entonces, la escritura del norteamericano avanza en esa dirección y confirma ambos sentimientos: la muerte y la fragilidad. Por un lado, dichos sentimientos expresan un miedo atroz, qué duda cabe. Por otro, le sirven para escribir manifestando alegría y un cierto bienestar terminal: estoy vivo y dispongo de algunos recursos materiales e inmateriales, hecho que no es poca cosa. Miedo y alegría: todo lo que aún tenemos y que ha costado un esfuerzo personal e incluso siglos de empeño colectivo, de progreso, puede perderse con mucha facilidad. Esta forma de enfocar las cosas está en Auster, pero está también en tantos y tantos autores de hoy que escriben en una época felizmente descreída, distante de las verdades religiosas o políticas de antaño.
De repente, todos hemos descubierto que nos vamos a morir sin remedio, que no hay alternativa creíble ni reparadora. De unos años a esta parte, muchos sobrevivimos con esa evidencia a cuestas. Nos vamos a morir sin rescate alguno. Eso tenemos quienes no creemos en un cielo compensador. Los ateos, mientras somos jóvenes, tomamos la muerte como algo lejanísimo. Nos quedan sesenta o setenta años por vivir... Luego, conforme vamos cumpliendo nuevas edades, descubrimos que la amenaza cierta y dolorosa efectivamente se cumple (aunque no necesariamente en nosotros, sino en personas a las que vemos envejecer y llegar a la decrepitud, a pesar de su lucidez). Así podemos llevar años viendo declinar a los padres (como Auster descubre en La invención de la soledad), padres a los que cada vez queremos con más ternura e ironía (a pesar del rico muestrario de traumas o frustraciones que nos han legado), padres cuya muerte no sabemos cómo la soportaremos... ¿Cómo afrontar este hecho fatal? Para algunos, esa evidencia sin compensación les lleva a un egoísmo sin remedio, un egoísmo en cuya vida ha desaparecido todo interés por la humanidad doliente. Para otros, esa constatación les conduce a una existencia gozosa y abierta, incluso altruista, una existencia impenitente por la que no hay que disculparse: son de esta índole los mejores personajes de Paul Auster. Son gentes dañadas, tocadas, amenazadas..., gentes que, a despecho de todo lo que se cierne sobre ellas o sobre sus personas queridas, no renuncian a vivir.
En Brooklyn Follies (así, con el título sin traducir), quien narra es Nathan Glass, un divorciado de sesenta años que vive con un cáncer de pulmón. Como en La noche del oráculo, cuyo protagonista, Sydney Orr, padecía una grave enfermedad, también en esta novela el personaje principal ha de afrontar dicho revés. Tiene una hija distante y previsible (o eso cree), una hija que no suele decir nada “que no sean lugares comunes: todas esas frases manidas e ideas trilladas que saturan los vertederos del saber contemporáneo”... Al menos así la ve al comienzo de esta narración. Glass regresa a Brooklyn, el barrio en que nació: regresa para morir aguantando los últimos meses de su vida, pero echándole a la vez un cierto optimismo. “Cualquiera que fuese el pronóstico médico de estado, lo fundamental era no dar nada por seguro”, confiesa. Allí, en Brooklyn, una aldea urbana, conoce nuevos amigos o se reencuentra con familiares con los que vale la pena alternar, que son un descubrimiento y que le aportan sorpresa y tono a su discurrir cotidiano e indolente. Por ejemplo, Harry Brightman, librero y antiguo galerista de oscuro pasado; o Tom Wood, sobrino de Glass, alguien que estaba destinado a ser doctor en letras y que acaba siendo taxista y ayudante de librería; o Marina, una adorable puertorriqueña que le atiende en el restaurante Cosmic Diner. Etcétera.
Glass ha sido durante treinta y un años un tipo activo y simpático que ha sabido ganarse la confianza de sus clientes: al fin y al cabo ha sido un reputado agente de la compañía de seguros de vida y accidente Mid-Atlantic. Tiene elocuencia, pues, y su facundia ahora la expresa escribiendo un libro de errores, de casualidades, de accidentes. En realidad, escribe dos libros: uno, ese que dedica a las contingencias; y otro, el que nosotros, los destinatarios, acabamos leyendo. Un agente de seguros..., ¿escritor? Pues sí, tiene estudios universitarios de inglés y durante un tiempo llegó a albergar la secreta ambición de seguir cursando literatura o quizá periodismo. “Pero me faltó valor para hacer alguna de las dos cosas”, añade. Aunque, eso sí, “nunca perdí el interés por los libros”. Por tanto, la escritura a los sesenta años es un modo de dar cumplida satisfacción a esa ambición juvenil, es también una manera de sobrellevar el tiempo que le queda y es una forma de registrar las contingencias de la existencia.
Estamos hechos de materiales poco fiables y nuestras existencias son ejemplos patéticos, cómicos y titánicos. No hay grandes promesas que nos depare el porvenir: sólo un modo modesto y un empeño humilde y heroico de afrontar lo que somos, y eso que somos no es una determinación fatal y definitiva. ¿Por qué razón? Porque es posible cambiar
Creemos ordenar nuestra vida, creemos planificarla y trazarla, y luego resulta que los lapsus --los numerosos actos fallidos que cometemos-- o los accidentes que nos ocurren nos cambian su curso y proyecto. Aunque tarde (o tal vez no), Glass ha descubierto la importancia de esos actos fallidos, pero también las consecuencias de las locuras que cometemos, de los desvaríos en que incurrimos. Lo contingente nos cambia, cierto, pero a ello contribuimos nosotros mismos con las estupideces o las incoherencias. Estamos hechos de materiales poco fiables y nuestras existencias son ejemplos patéticos, cómicos y titánicos. No hay grandes promesas que nos depare el porvenir: sólo un modo modesto y un empeño humilde y heroico de afrontar lo que somos, y eso que somos no es una determinación fatal y definitiva. ¿Por qué razón? Porque es posible cambiar a los sesenta años, hacerse escritor, aunque sea afrontando un cáncer amenazante.
La novela tiene numerosas narraciones internas que acaban bien..., digresiones de personajes que cuentan sus propias vicisitudes: como ocurre en todas las obras de Auster. De hecho, ésa es una de las claves de este libro que ahora leemos. “En general, las vidas se esfuman”, dice Glass hacia el final de su relato. “Una persona muere y poco a poco todo rastro de su vida desaparece. Un inventor sobrevive en sus invenciones, un arquitecto está presente en sus edificios, pero la mayoría de la gente no deja tras de sí monumento alguno ni logros duraderos”. Pues bien, añade Glass, por qué no proponerse “crear una empresa que publicara libros sobre los olvidados, rescatar historias, hechos y documentos antes de que desaparecieran para luego darles forma y construir una narración continua, el relato de una vida” (como el propio Auster hizo años atrás en su recopilación de historias ajenas titulada Creía que mi padre era Dios). Son muchas las personas interesantes que Glass ha ido conociendo (y otras que eventualmente podría conocer) y tras la fachada, tras la apariencia, hay identidades mudables que podrían ser objeto de relato, identidades de vivos y de muertos. Como puede verse, es ésta una empresa en apariencia disparatada. Pero, en realidad, es la conclusión metafórica de la vida, de las vidas posibles. Al escribir, el redactor “resucitaría a esa persona con palabras, y una vez impresas las páginas y encuadernada la historia entre las cubiertas, [los deudos] tendrían algo a lo que aferrarse durante el resto de su vida. Y además ese algo viviría después de su muerte, nos sobreviviría a todos”. Ocurrente, como puede verse. “Nunca debe subestimarse el poder de los libros”, añade Glass en esta historia metanarrativa, como suele suceder en las novelas de Paul Auster.
Pero todo esto lo dice en 2001. Cuando la última página de su libro se cierra son las ocho de la mañana del 11 de septiembre. Poco tiempo después, “la humareda de tres mil cuerpos carbonizados se desplazaría hacia Brooklyn”. ¿Seguirá en pie esa empresa redactora? ¿Será posible resucitar con palabras a esas personas? No hay respuesta. De momento, añade Glass, son aún las ocho de la mañana y el porvenir, incierto y prometedor, aún está abierto. Quién sabe lo que nos deparará.
En unas declaraciones que hiciera a El País en marzo de 2006, Paul Auster apostillaba: “La sombra de los atentados se cierne de manera velada sobre toda la novela, pero no afloran en la narración hasta el final. Esos párrafos le dan un vuelco total al libro. Todo lo que ha tenido ante sus ojos el lector cobra un sentido inusitado. Brooklyn Follies se transforma en una elegía, en un himno a una forma de vivir que desapareció de un plumazo de la faz de la tierra. El lector descubre que lo que tiene ante sí es un canto a un mundo perdido, a la belleza y sencillez de una forma de vida cotidiana que dejó de ser posible a partir de aquellos acontecimientos. El 11 de septiembre de 2001 cambió el curso de la historia, haciéndonos entrar a todos en un periodo ominoso”. No sé, la verdad, si esa apostilla del autor se compadece bien con la conclusión del narrador. Glass sabe lo que va a ocurrir cuando cuenta esas pequeñas locuras de Brooklyn, locuras que tienen su ambivalencia emocional. No está nada claro que todo se trunque después de aquella mañana del 11 de septiembre. Tengo la impresión de que el novelista es mucho menos optimista que su criatura, que Glass, pues mientras éste parece asumir con empeño ese porvenir incierto, Auster cierra su sentido con un pesimismo insuperable. Quién sabe, tal vez el novelista es, en efecto, más escéptico porque al concebir esta historia ha hecho verdaderamente suya aquella sentencia de Billy Wilder que, según confesó en cierta ocasión, tanto le impresionó: “Si te sientes realmente feliz, deberías escribir una tragedia; si te sientes verdaderamente desgraciado, deberías escribir una comedia”. No me pregunten qué me parecen los finales felices de las historias que hay en Brooklyn Follies (así, insisto, sin traducir). A la postre, el 11 de septiembre está ya fuera de campo: es el espacio vacío sobre el que erigir el sentido de unas... ¿historias felices?