Saigón, principios de la década de 1970. Un señor con un gran maletín se
sienta en un banco. El calor es sofocante, y es el único lugar de la zona que
está a la sombra. A su lado, una mujer le dirige por saludo una sonrisa cansada.
El hombre, que tiene un poco de fiebre y parece algo nervioso, se llama John
Converse y es un periodista de segunda fila que ha ido a Vietnam a documentarse
para su próxima novela, o quizá una obra de teatro. A punto de regresar a los
Estados Unidos con su esposa y su hija, ha decidido enviar por delante tres
kilos de heroína, la más pura que ha probado en su vida. Ahí, en ese maletín que
sujeta con fuerza, es donde va a guardar la droga. Espera en el banco a que sea
la hora para ir a recogerla. La mujer es una compatriota de mediana edad a la
que el protagonista nunca más volverá a ver. Mantienen una conversación que
termina derivando hacia el Apocalipsis, hacia la inminencia de su llegada. Ella
es una misionera viuda que lleva varias décadas en el país y que ha perdido
recientemente a su marido. Conforme avanza la charla, Converse reconoce a
aquella mujer y a su marido. El narrador de Dog Soldiers no ahorra
detalles para transmitirnos lo que significa Vietnam, el horror y el infierno de
aquella guerra:
“Converse recordó una historia que le
habían contado sobre la provincia de Ngoc Linh. Una noche entraron en una choza
de las montañas, se llevaron a un misionero y lo ataron dentro de un refugio.
Sujetaron a su cabeza una jaula con una rata encerrada. Cuando a la rata le
entró hambre, empezó a roer abriéndose paso hasta el cerebro del misionero”.
El encargado de transportar la heroína es un ex marine llamado
Hicks, viejo amigo de Converse. Una vez en Estados Unidos, Hicks deberá ponerse
en contacto con Marge, la mujer del periodista, darle el maletín con la droga y
coger su parte. Sin embargo, las cosas no van a salir como estaban previstas. Lo
cierto es que hay mucha gente interesada en esa droga, y tanto Marge como su
marido son unos principiantes, unos advenedizos en esto del tráfico de
estupefacientes. Es en una conversación con una amiga cuando Converse comienza a
darse cuenta del lío que ha generado y explica las razones que le han llevado a
hacerlo:
-Nunca deberías haberte metido en esto, amigo.
¿Por qué lo hiciste?
-A falta de otra cosa
(…)
-Fue sólo por hacer
algo –explicó Converse (…)
Se inclinó hacia delante y dio otra calada al
canuto.
-Me hago cargo. Y, chico, ésa no es manera de hacer las cosas.
June recuperó el canuto con delicadeza.
-Para hacer un pase… de jaco,
claro, tienes que estar dispuesto a joder a la gente. Tiene como que gustarte.
Si alguien quiere darte por culo, tú pasas por encima de él. -Puso los pies en
el suelo y se apoyó en el brazo como si de pronto algo la hubiese puesto
triste-. Owen solía decir que, si no has arriesgado alguna vez tu vida por algo
que quieres, no sabes de qué va la vida.
-Supongo que eso era lo que yo
andaba buscando.
-Bueno, pues espero que lo estés disfrutando.
En esta escena se aprecia cómo el personaje de Converse, uno de los tres
protagonistas de la novela junto con su esposa Marge y el ex marine Hicks, tiene
algo o mucho de patético, pues las razones para meterse en semejante lío, de
correr tantísimos riesgos, son absurdas y disparatadas y no soportan un análisis
racional. Converse es un tipo más bien lánguido y mediocre que no espera grandes
cosas de la vida y que se aventura a traficar con droga porque todo el mundo en
Vietnam lo hace. Se siente aterrado y sabe que se está asomando al abismo, pero
no renuncia a mercadear con heroína, como tampoco renunciará a ella cuando todo
se complique a su regreso a California. Su comportamiento y su actitud, por
supuesto, resulta en todo momento creíble y está bien estudiada, pues lo que
Robert Stone pretende mostrar es que el verdadero infierno, la verdadera
pesadilla, no está en Vietnam, sino en casa, en los Estados Unidos de América,
la tierra de la libertad y las oportunidades.
Así, la novela de Stone,
en cuanto su trama se traslada a Norteamérica, se convierte en una gran
persecución por California. O mejor, en Dog Soldiers lo que se narra es
una huida, una larga huida hacia el corazón de las tinieblas, no en vano de esa
obra de Conrad es la cita con la que da comienzo el libro. Solo que el escenario
de esa huida, de ese descenso a los abismos, no se sitúa en un sinuoso río
africano; ni siquiera en el propio Vietnam, lugar de resonancias clara y
efectivamente apocalípticas y donde da comienzo la obra, sino en los propios
Estados Unidos de América. Y ese viaje al corazón de la noche americana, a la
podredumbre de una sociedad emponzoñada, aparece sublimado en un gran maletín
lleno de droga.
La droga en Dog Soldiers tiene una importancia
capital. En primer lugar por su sentido metafórico, por la ascendencia que en
esa sociedad de principios de los setenta tienen los narcóticos y lo que esa
necesidad pone en evidencia; porque personajes como Marge y en menor medida el
antiguo marine Hicks la emplean para evadirse de una realidad que les supera, a
la que no pueden hacer frente y que se ven incapaces a asumir. En segundo lugar
la droga tiene un innegable protagonismo en la articulación de la trama, pues
todo gira en torno a ella, las motivaciones de los protagonistas bailan al son
de los vaivenes del pesado maletín. Además, todos los personajes de la novela
son adictos a algún tipo de sustancia estupefaciente, y abundan las escenas en
las que se esnifa o directamente se inyecta la heroína. Pero en realidad todo
eso, siendo importante, es secundario: la droga en Dog Soldiers es
fundamental porque permite generar en el lector la misma sensación de
desorientación que experimentan los personajes y que, ampliando el círculo,
viene a representar el desconcierto no de una, sino de varias generaciones de
ciudadanos estadounidenses. Ahí radica, a mi modo de ver y más allá de la
calidad de los diálogos y de cierto monólogo impresionante hacia el final del
libro, la maestría de Stone, en captar ese trastorno en la mentalidad
norteamericana que aún hoy en día sigue sin estar resuelto. Vietnam vendría a
ser el catalizador de esa fractura, el crisol en el que volcar todo ese
malestar, la gota que colma el vaso.
Los personajes de Dog
Soldiers, en la medida en que son tipos corrientes, representan la pérdida
de rumbo y de perspectiva de una sociedad cuyo detonante ha sido la guerra de
Vietnam, pero cuyo mal viene de lejos. Quizá, paradójicamente, desde el momento
en el que el ejército estadounidense arrojó la bomba atómica sobre Hiroshima
para luego, pocos días después, lanzar una segunda en Nagasaki. Durante esos
días de 1945 algo se fracturó en la conciencia americana. Algo que ni la novela
de Robert Stone trata ni yo voy a desarrollar aquí. Dog Soldiers lo único
que hace es constatar esa realidad, esa mutación, ese desconcierto. La
transformación de la sociedad americana se hace más o menos explícita cuando
Converse acude a visitar a su madre, internada en una residencia:
Pasaron varios instantes antes de que alzara la vista hacia él y le
dedicara una sonrisa tan triste como la suya.
-¿Eres tú? –preguntó su madre.
No era una pregunta retórica.
-Claro –le respondió Converse -. Naturalmente
que soy yo.
Se agachó para besarla en la mejilla, La carne que tocaron sus
labios estaba hinchada y llena de cardenales casi negros de tanto pellizcarse.
Olía a muerte.
-No eres tú –afirmó ella con un extraño convencimiento.
(…)
-Sí, soy yo –insistió él -. Soy yo. John.
Ella lo miró con
fijeza (…) La ayudó a levantarse y salieron lentamente del vestíbulo ante la
atenta mirada del encargado.
-Pero estás en Vietnam –dijo su madre cuando
salieron a la calle.
-Yo no. He vuelto.
Rodrigo Fresán, en el
prólogo a la presente edición de Dog Soldiers expresa con notable
acierto: “una vez que se ha estado en Saigón, uno seguirá en Saigón por siempre
(…) Así, Vietnam como un adictivo virus de alto contagio que –como la malaria-
va y vuelve y te acompañará toda la vida”. Como la heroína en la novela, Vietnam
lo va impregnando todo, igual que una enorme mancha de petróleo en el océano
contamina despacio pero decididamente todos y cada uno de los ecosistemas
marinos. Nada escapa a su pringue, nada vuelve a ser igual. Ni siquiera en los
Estados Unidos los mayores reconocen a sus hijos. Esa es la gran ruptura que se
materializa en Vietnam.
El discurso de la victoria, esa narración
autocomplaciente que ve la historia de Norteamérica como el paradigma del
progreso ininterrumpido, como la tierra de la libertad que siempre defiende la
causa justa, se hace añicos con Vietnam. Robert Stone, aplicado y solícito, los
recoge y nos los muestra a través de una historia de perdedores
inmisericorde.