Los primeros remedios ante los graves problemas económicos surgidos del
crack del 29 fueron los tradicionales del paradigma económico liberal, concretamente la política deflacionista, que fracasó rotundamente. Esta política consistió en una serie de medidas restrictivas en cuanto al gasto público, el crédito, las importaciones y la defensa de la moneda contra la devaluación. Los estados se propusieron restablecer el equilibrio presupuestario (reducción de gastos, incremento de impuestos), equilibrar la balanza de pagos (disminuir las importaciones e incrementar las exportaciones), evitar la fuga de capitales (control severo de los cambios), bloquear o aminorar los salarios para aliviar los costos de las empresas. Estas prácticas, además de erizar el mundo de barreras proteccionistas, tuvieron el efecto de agravar aún más la recesión y el paro, como se demostró en todos los países que las aplicaron, muy especialmente en Alemania en 1931: el país pasó de 4’7 millones de desempleados en 1931 a 6 millones en 1932. El fracaso de esta política, junto con medidas ya tomadas, como el abandono del patrón-oro, eran indicativos del carácter definitivo de la crisis del capitalismo liberal.
La salida de la crisis exigía medios excepcionales, lo que abrió paso a nuevos métodos, entonces revolucionarios o heterodoxos, basados en la intervención del Estado. La recuperación exigía medios de financiación capaces de relanzar la economía y reabsorber a los parados. Fracasadas las soluciones tradicionales, el Estado se verá obligado a salir del papel que le asignaba el liberalismo clásico e intervenir como organizador y árbitro de la economía. Casi todos los estados, en mayor o menor medida, decidieron intervenir en sus respectivos países con un programa más o menos coherente de actuación económica y social. En primer lugar, aplicaron una política de déficit presupuestario con el que financiaron grandes obras públicas que incrementasen el empleo, subvencionaron a las empresas más dinámicas para restablecer su rentabilidad y ampliaron la cobertura del paro. Junto a ello, la intervención estatal se extendió a casi todos los sectores de la economía, reglamentando los precios de los productos, la tasa de producción, los salarios e incluso la jornada laboral.
Estas medidas reflejaban las consideraciones de muchos economistas acerca de la necesidad del capitalismo de adaptarse a soluciones nuevas. En este marco hay que situar a
John Maynard Keynes, cuya
Teoría general del empleo, el interés y el dinero, publicada años después de que algunos países hubiesen aplicado ya algunas de los propuestas (1936) constituyó la Biblia del nuevo capitalismo postliberal o reformado. Según Keynes, el Estado debe estimular la inversión y la demanda mediante el aumento de los gastos públicos y del déficit presupuestario controlado. El desempleo solo puede ser absorbido a través de un notable aumento de la demanda de bienes de consumo y para que ello se produjese eran necesarias inversiones masivas. Para estimular la demanda, el Estado tiene que aplicar medidas monetarias y fiscales que mejoren la capacidad adquisitiva de los salarios y redistribuyan las rentas hacia aquellas capas sociales que pueden consumir más. Estas teorías contrastan con las de la economía clásica, al tratar de demostrar que lo importante no es tanto la producción y el ahorro, sino la inversión y el consumo. Tanto estas teorías, de gran influencia posterior, como las políticas económicas intervencionistas aplicadas por varios países significaban el abandono de la vieja ortodoxia liberal de la neutralidad estatal.
La puesta en práctica de las políticas de intervención estatal en la economía fue distinta en cada país. Quizás el
New Deal iniciado por el presidente norteamericano
Franklin D. Roosevelt a partir de 1933 fuese la que dejó más huella o tuvo una trascendencia mayor, por el cambio de tendencia que suponía y por la importancia del país. Fue el ejemplo más significativo del novedoso intervencionismo estatal, en este caso el que correspondió a las democracias liberales. Cuando Roosevelt tomó posesión en marzo de 1933 de su cargo, la depresión americana estaba alcanzando su punto álgido y la situación era dramática: había 13 millones de parados, el 32% de la población activa. El anterior presidente, el republicano
Hoover, había tomado algunas medidas: elevación de tarifas aduaneras, freno a la inmigración, subvención a algunas empresas en dificultades. Pero la ortodoxia liberal de los republicanos impidió una necesaria política de financiación y la ineficacia de estas medidas favoreció el triunfo electoral de los demócratas. El nuevo presidente anunció el compromiso de la nueva administración de poner en marcha en los cien primeros días un conjunto de medidas de intervención gubernamental tanto en materia económica como social, denominadas
New Deal.
Franklin D. Roosevelt en 1933El propósito era reactivar la economía, reequilibrar la distribución de la riqueza y reintegrar a las víctimas de la crisis en la sociedad americana. Su propósito no era la planificación económica, ni una modificación sustancial del sistema capitalista, sino salvar el régimen de libre empresa de los males de la crisis. La intervención estatal tenía por objeto impulsar el consumo a través de una política monetaria audaz, incentivando el Estado la recuperación con el aumento de los gastos públicos a través de un déficit presupuestario provisional. Se promulgaron numerosas leyes relacionadas con los sectores básicos de la vida económica y social, predominando al principio las económicas, como la reforma y regulación del sistema bancario y la bolsa (
Banking Act), las medidas favorables a los agricultores (
Agricultural Adjustment Act), el desarrollo un amplio programa de obras públicas (dando trabajo a 4 millones de parados) y la intervención en la industria y las relaciones laborales (
National Industrial Recovery Act, que tendía a la colaboración del Estado federal con las empresas, además de contemplar medidas sociales como la reducción de la jornada laboral, el salario mínimo y la negociación de convenios colectivos).
Con estas medidas se detuvo el mecanismo de la crisis, aunque se mantuvo un elevado paro. Este hecho y la reacción de los sectores conservadores frente al aumento del poder estatal propició una oposición a las políticas gubernamentales, culminada por la anulación de diversas medidas por el Tribunal Supremo en 1935-1936. Como respuesta, a partir de 1936 Roosevelt dio un giro social que se conoce como el segundo
New Deal (1935-1938), que reintrodujo en EEUU las libertades sindicales, un sistema de seguridad social (
Social Security Act), el seguro de desempleo, vejez e invalidez a cargo del presupuesto estatal. Se trató de un avance hacia posiciones cada vez más keynesianas, ratificado por la victoria electoral de 1936, que le llevó en 1937 a adoptar una política de amplios presupuestos para la construcción de viviendas.
Con el
New Deal se consiguió que la economía retornara a los niveles productivos de 1929 y que el consumo creciera, pero todavía había 7’5 millones de parados en 1937. El impulso definitivo vino a partir de 1940 con el rearme. En todo caso las reformas contribuyeron a modernizar notablemente el aparato productivo norteamericano y a reconciliar a la población con sus instituciones.
En Europa la intervención del Estado fue general, pero incluyó dos mecanismos muy diferentes. La autarquía fue el modelo que tomaron el fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán para combatir la crisis del 29. En Alemania, tras el fracaso de las medidas deflacionistas de
Brüning,
Hitler se propuso dar trabajo a los 6 millones de parados mediante la construcción de obras públicas y un programa de rearme militar. La intensificación de la autarquía a partir de 1936 buscó la autosuficiencia agraria, la concentración estatal y la reactivación económica por medio de las grandes inversiones estatales, sobre todo en la industria armamentista, que llegó a absorber el 35% de la renta nacional. Gracias a estas medidas la economía alemana se recuperó: en 1938 sólo había 400.000 parados, lo que sirvió para asegurar el apoyo de muchos alemanes al III Reich. En todo caso, se trataba de una prosperidad erigida sobre bases débiles: se necesitaban recursos naturales, las importaciones eran insustituibles y había que proseguir la pujanza industrial, lo que impulsó la política de expansión territorial y conquista, de la que derivó el estallido de la II Guerra Mundial.
En Italia se puso en marcha ya desde los años veinte una política nacionalista y autárquica, reforzada en los treinta y basada en el control de las relaciones laborales a través del sistema corporativista, el intento de asegurar la autosuficiencia, la colonización agrícola de nuevas zonas y el impulso de la industria a través de la creación de un sector industrial público. A pesar de los resultados no siempre positivos, esta política permitió atenuar los efectos de la crisis internacional y favorecer el desarrollo industrial del país.
En Francia e Inglaterra la inclinación hacia las soluciones intervencionistas tuvo un carácter diferente. En Francia, fracasadas las tentativas deflacionistas, el nuevo gobierno del Frente Popular (republicanos radicales, socialistas y comunistas) planteó en 1936 una solución avanzada que implicó transformaciones en la economía liberal, la nacionalización de los ferrocarriles y, parcialmente, del Banco de Francia. Por otro lado, tras mediar en el logro de un compromiso entre la patronal y el sindicato CGT (acuerdos de Matignon), el gobierno de
Blum puso en marcha un extenso programa de obras públicas, una mejora de los salarios obreros y la reducción de la semana laboral a 40 horas. Esta política no dio todos los efectos buscados y, truncada la experiencia del gobierno popular, el nuevo gobierno de
Reynaud llevó a término un “relanzamiento liberal” basado en la devaluación del franco, la liberalización de los precios y la restricción de los créditos, recortándose las medidas sociales. Francia consiguió así la ansiada recuperación, pero a costa de incrementar las tensiones sociales.
En Gran Bretaña el período 1933-1936 fue de una indudable recuperación a pesar de su política económica contradictoria. Por un lado, fiel a la ortodoxia liberal, practicó el equilibrio presupuestario, pero por el otro, abandonó el patrón-oro, devaluó la libra esterlina y reforzó el proteccionismo. La razón de que con esta política experimentara una recuperación obedeció a los acuerdos comerciales preferenciales con las colonias y dominios (Conferencia de Otawa, 1932), que ponían fin a la política librecambista. Pero esta recuperación no consiguió hacer descender la cifra de parados (el 10% de la población activa hasta 1936), hasta el relanzamiento inducido por los gastos militares a partir de 1938-1939.