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Alberto Manguel: Todos los hombres son mentirosos (RBA Libros, 2008)

Alberto Manguel: Todos los hombres son mentirosos (RBA Libros, 2008)

    AUTOR
Alberto Manguel

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Buenos Aires, 1948

    BREVE CURRICULUM
Escritor, traductor y editor. Entre sus obras figuran Guía de lugares imaginarios (1993), Noticias del extranjero (1991), Una historia de la lectura (Premio Médicis, 1998), En el bosque del espejo (Premio France-Culture, 2001), Leyendo imágenes (2002), Stevenson bajo las palmeras (2003), Con Borges (2003), Diario de lecturas (2004), Nuevo elogio de la locura (2006) y La biblioteca de noche (2007)



Alberto Manguel

Alberto Manguel


Creación/Creación
Alberto Manguel: Todos los hombres son mentirosos (RBA Libros, 2008)
Por Alberto Manguel, martes, 4 de noviembre de 2008
Si la verdad suele ser esquiva, si un caso que avergüenza a sus protagonistas resulta siempre difícil de resolver, descubrir lo que se ha querido olvidar parece casi imposible al cabo de treinta años, en un mundo en el que todo cambia excepto lo escrito hace siglos en el Libro de los Salmos: “Todos los hombres son mentirosos.” Sin embargo, cuando un periodista francés se empeñe en aclarar la inexplicable caída del genial escritor sudamericano Alberto Bevilacqua desde el balcón de la casa en que vivía, en el Madrid todavía oscuro de mediados de los setenta, los testimonios de quienes lo conocieron serán su única vía hacia la verdad. Las dudosas y diversas historias de su presunta amante española, de un escritor argentino que asegura haber sido su único confidente, del cubano que jura haber compartido celda durante la dictadura militar argentina y hasta de un delator ya muerto que sigue informando desde el más allá, se entrelazan en un tapiz fascinante del que el incrédulo lector no podrá apartar la mirada hasta la última página. Un asesinato que no es un asesinato, una muerte accidental pero también deliberada, una traición que es un acto de lealtad, un manuscrito apócrifo con demasiados autores supuestos, una mujer para la que nada es tan erótico como la fama literaria, un hombre recatado que se revela como un seductor, y uno infame que termina siendo casi heroico… Después de tres décadas de vivir en una sociedad que es un baile de máscaras, los personajes que narran aquí sus historias ni siquiera son capaces de distinguir sus verdaderas caras. Verdades disfrazadas de mentiras, invenciones que hacen eco a falsedades, ficciones con aire de crónica, confesiones y noticias fraguadas… Unas y otras esconden la verdad sobre el misterioso Bevilacqua, que cautivará a cuantos se acerquen a estas páginas pero que sólo quien sepa leer entre líneas será capaz de descubrir.


Apología



«¿Qué verdad es ésta que las montañas limitan y
que resulta mentira en el mundo que más allá de
ellas se extiende?»
Michel de Montaigne,
Apología de Raymond Sebond



Pero justamente a mí, venir a hablarme de Alejandro Bevilacqua. Mi querido Terradillos, ¿qué le puedo decir yo de ese personaje que cruzó mi vida hace ya treinta años? Si apenas lo conocí, o si lo conocí, lo conocí superficialmente. O más bien, para serle sincero, no quise conocerlo de veras. Es decir, lo conocí bien, ahora se lo confieso, pero de una manera distraída, a regañadientes. Nuestra relación (por llamarla de algún modo) tenía algo de cortesía oficial, de esa nostalgia compartida y convencional de los expatriados. No sé si me entiende. Nos juntó el destino, como quien dice, y si me obliga a jurar, la mano sobre el corazón, si éramos amigos, yo me vería obligado a confesarle que no teníamos nada en común, excepto las palabras República Argentina grabadas en letras de oro sobre nuestros pasaportes.

¿Es la muerte de ese hombre la que lo atrae a usted, Terradillos? ¿Es la visión, esa que sigue alimentando mis pesadillas a pesar de no haberla visto yo con mis propios ojos, de Bevilacqua tendido sobre la acera, el cráneo destrozado, la sangre corriendo calle abajo hasta la alcantarilla, como queriendo huir del cuerpo inerte, como si no quisiese ser parte de ese abominable crimen, de ese final tan injusto, tan inesperado? ¿Eso busca?

Permítame dudarlo. No un periodista enamorado de la vida, como es usted. No un hombre de terreno, como yo lo definiría. Usted, Terradillos, no es un corredor de necrológicas. Al contrario. Usted, indagador del mundo, quiere conocer los hechos vitales. Usted quiere narrarlos para sus lectores, para esos pocos interesados en un artífice como Bevilacqua cuyas raíces hurgaron alguna vez la región de Poitou-Charentes. Que es la también la suya, Terradillos, no lo olvidemos. Usted quiere que esos lectores conozcan la verdad, concepto peligroso si alguna vez lo hubo. Usted quiere redimir a Bevilacqua en su tumba. Usted quiere darle a Bevilacqua una nueva biografía armada de pormenores basados en recuerdos reconstruidos con palabras. Y todo eso por la paupérrima razón de que la madre de Bevilacqua nació en el mismo rincón del mundo que usted. ¡Vana empresa, amigo mío! ¿Sabe lo que le recomiendo? Que se dedique a otros personajes, a héroes más coloridos, a celebridades más llamativas de las cuales el Poitou-Charentes puede enorgullecerse de veras, como ese mariconcito heterosexual, el oficial de marina Pierre Loti, o ese mimado de las universidades yanquis, el calvo Michel Foucault. Éste es mi consejo. Usted, Terradillos, sabe redactar sabias crónicas; se lo digo yo, que de esas cosas conozco. No pierda su tiempo con nebulosidades, con los confusos recuerdos de un viejo rezongón.

Y vuelvo a preguntarle: ¿por qué yo?

Vamos a ver. Mi lugar de nacimiento fue una de las tantas escalas del prolongado éxodo de una familia judía de las estepas asiáticas a las estepas sudamericanas; los Bevilacqua, en cambio, llegaron derechito de Bérgamo a lo que fue a llamarse Provincia de Santa Fe a fines del siglo dieciocho. En la lejana colonia, esos antepasados italianos y aventureros instalaron un matadero; para conmemorar la sangrienta hazaña, en 1923 el alcalde de Venado Tuerto le dio el nombre de Bevilacqua a una de las callecitas menos burguesas de la zona oriental. Bevilacqua père conoció a la que sería su mujer, Marieta Guittón, en una parrillada patriótica; a los pocos meses se casaron. Cuando Alejandro cumplió un año, sus padres fallecieron en el desastre ferroviario de 1939, y la abuela paterna decidió llevarse al niño a la capital de la República. Allí, en el barrio de Belgrano, abrió un negocio de delicatessen. Bevilacqua (quien, como usted sabrá, tenía la enojosa virtud de ser escrupuloso en los detalles) me explicó que no siempre la familia se había ocupado de tripas y fiambres, y que hacía siglos, allá en Italia, algún Bevilacqua había sido cirujano en la corte de cierto cardenal u obispo. Orgullosa de aquellas vagas y distinguidas raíces, la señora Bevilacqua (que prefirió siempre ignorar las ramas hugonotes de la familia Guittón) era lo que llamábamos en mi juventud una chupacirios, y creo que, hasta el infarto que la dejó inválida, no faltó a la misa un solo día de su septuagenaria vida.

Usted, amigo Terradillos, piensa que yo puedo pintarle un retrato de Bevilacqua sentido, febril, fidedigno, que usted volcará en la página con tales calidades, inventándole además algún brochazo de color poitevino. Pero justamente, eso es lo que no puedo hacer. Sí, Bevilacqua se confiaba a mí, me revelaba los detalles más personales de su vida, me llenaba la cabeza de nimiedades íntimas, pero la verdad sea dicha, yo nunca entendí por qué Bevilacqua me contaba todas estas cosas. Le aseguro que yo no hacía nada para alentarlo. Al contrario. Pero quizás porque imaginaba en mí, su conciudadano, una solicitud inexistente, o porque había decidido tildar mi obvia falta de afecto de sobriedad sentimental, lo cierto es que se me aparecía en casa a cada momento del día y de la noche, sin parecer notar que el trabajo me apremiaba, y que yo necesitaba ganarme la vida, y se ponía a hablarme del pasado como si el flujo de palabras, de sus palabras, le recreara una realidad que sabía o sentía, a pesar de todo, irremediablemente perdida. Inútil para mí tratar de convencerlo de que yo no era un exilado; que con diez años menos que él me había ido de Argentina casi adolescente y con ganas de viajar; que, después de echar tímidas raíces en Poitiers, me había instalado por un tiempito en Madrid para escribir tranquilo, a pesar de ese obligado resentimiento que sienten los argentinos hacia la capital de la Madre Patria, sin por lo tanto resignarme al cliché de vivir en San Sebastián o Barcelona.

No tome a mal mis comentarios: Bevilacqua no era uno de esos maleducados que se le sientan en el canapé y después usted no los despega ni con benzina. Al contrario. Era una de esas personas que parecen incapaces de la menor grosería, y era esa misma calidad que hacía que fuese tan difícil decirle que se fuera. Bevilacqua tenía una especie de gracia natural, una elegancia sencilla, una presencia anónima. Flaco y alto como era, se movía lentamente, como una jirafa. Su voz era a la vez ronca y tranquilizadora. Sus ojos encapuchados, latinos diría yo, le daban un aspecto somnoliento, y lo fijaban a uno de tal manera que era imposible mirar para otro lado cuando él hablaba. Y cuando extendía sus dedos finos, amarillos de nicotina, para prenderse a la manga de su interlocutor, uno se dejaba prender, sabiendo que toda resistencia era inútil. Sólo al momento de despedirse, yo me daba cuenta que me había hecho perder la tarde entera.

Quizás una de las razones por las que Bevilacqua se hallaba tan a gusto en España, y sobre todo en esos años todavía grises, era que su imaginación parecía siempre aferrarse a la realidad no concreta sino aparente. En España, no sé si usted estará de acuerdo, todo quiere rendirse a la evidencia: a cada edificio le ponen un cartelito, a cada monumento su etiqueta. Claro que los auténticos conocedores saben que una ciudad-aldea como Madrid es otra cosa, oculta, embozada; que las etiquetas son falsas y que lo que ven los turistas no es sino una mise-en-scène. Pero por alguna extraña razón las sombras que sus ojos le revelaban tenían para él una virtud mayor que la de su memoria o sus sueños, y aunque había sufrido, década tras década, las falsificaciones de la política y los embustes de la prensa en nuestra tierra natal, creía con sorprendente fe en las falsificaciones de la prensa y los embustes de la política de su tierra adoptada, arguyendo que aquéllas eran mentiras y éstos hechos veraces.

A ver si me entiende: Bevilacqua distinguía entre lo falso verdadero y lo verdadero falso, y lo primero le parecía más real. ¿Sabía usted que tenía pasión por los documentales, cuanto más áridos mejor? Antes de saber que estaba publicando una novela, yo nunca hubiera sospechado que tuviese talento para escribir una ficción, ya que era la única persona que yo conocía capaz de pasarse toda una noche viendo una de esas películas que cuentan la vida en un frigorífico asturiano o un sanatorio algamiteño.

Ahora no vaya a pensar que yo no le tenía aprecio. Bevilacqua era —usemos el mot juste— un tipo sincero. Si le daba su palabra, uno se sentía obligado a creerle, y nunca se le ocurría a uno que su gesto fuese vacío o convencional. Tenía la forma de ser de ciertos hombres que yo veía de chico en Buenos Aires, vestidos de traje cruzado, delgados como fideos, el pelo negro engominado bajo el sombrero del shabat, que los viernes por la mañana saludaban a mi madre camino del mercado; hombres (según mi madre, que de eso sabía) de lenguas tan limpias que uno podía saber si una moneda era o no de plata colocándosela en la boca: si era falsa, se volvía negra al mero contacto con su saliva. Yo pienso que mi madre, siempre tan severa en sus juicios, hubiera echado una mirada a Bevilacqua y lo hubiese declarado un Mensch. Es que tenía algo de caballero de provincia, Alejandro Bevilacqua, una cierta calma y falta de curiosidad que hacía que uno moderase los chistes en su presencia y tratase de ser lo más exacto posible en las anécdotas. No es que le faltase imaginación al hombre, pero no tenía talento para la fantasía. Como Santo Tomás Apóstol, insistía en toquetear una aparición antes de creer en ella.

Por eso me quedé tan sorprendido la noche en la que se me apareció en casa y me dijo que había visto un fantasma.

Vamos a ver. Las innumerables mañanas, tardes y noches que pasé oyendo a Bevilacqua entonar áridos pasajes de su vida, viéndolo fumar cigarrillo tras cigarrillo jabalonados entre dos largos dedos color ámbar, viéndolo cruzar y descruzar las piernas para de pronto ponerse en pie y dar grandes zancadas por mi habitación, se convierten en mi memoria en un solo y monstruoso día habitado exclusivamente por este hombre escuálido y gris. Mi memoria, cada día más dada al lapsus, es a la vez precisa e imprecisa. Quiero decir que no consiste en un tejido de nítidos recuerdos, sino en un amontonamiento de muchos recuerdos minuciosamente confusos, contaminados, diría yo, de literatura. Creo recordar a Bevilacqua, y pienso en retratos de Camus, de Boris Vian...

Yo ahora comparto con aquel Bevilacqua, si no la escualidez, ciertamente el tono grisáceo. Por lo demás, yo, inconcebiblemente, he envejecido, tengo panza; él, en cambio, sigue teniendo la edad de cuando lo conocí, que hoy en día tildamos aún de joven y que por entonces llamábamos madurez. Yo he proseguido, como quien dice, la lectura de aquella narración que iniciamos juntos, o que inició Bevilacqua en una Argentina que ya no es nuestra. Yo conozco los capítulos que siguieron a su muerte (iba a decir «desaparición» pero esa palabra, amigo Terradillos, nos está prohibida). Él, por supuesto, no. Quiero decir que su historia, esa que tejió y destejió tantas veces, es ahora mía. Soy yo quien decidiré su suerte, soy yo quien daré sentido a su itinerario. Ésa es la misión del sobreviviente: contar, recrear, inventar, por qué no, la historia ajena. Tome cualquier cantidad de hechos en la vida de un hombre, distribúyalos a su gusto y placer, y allí tiene usted un cierto personaje, de una verosimilitud incontestable. Distribúyalos de una manera una pizca diferente, y ¡caramba! El personaje ha cambiado, es otro, pero igualmente verdadero. Todo lo que puedo decirle es que pondré el mismo cuidado en relatarle la vida de Alejandro Bevilacqua que desearía yo que pusiese mi narrador, cuando llegue el momento, en relatar la mía.

Porque no se trata aquí de hacerle un autorretrato. No es Alberto Manguel quien a usted le interesa. Y sin embargo, una breve incursión en este brazo tributario será necesaria para poder luego navegar con más atino el río padre. Le prometo que no me demoraré en mis riberas ni arrastraré una barredera por mis fondos. Pero necesito explicarle ciertos hechos compartidos y para eso, algún aparte será inevitable.



Nota de la Redacción: Este texto corresponde al comienzo de la novela de Alberto Manguel, Todos los hombres son mentirosos (RBA Libros, 2008). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a RBA Libros por su gentileza al facilitar la publicación en Ojos de Papel.
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