Juan Antonio González Fuentes
Poco después de morir Miguel de Unamuno, publicó Ortega y Gasset un artículo de homenaje en el periódico bonaerense La Nación, en el que hablaba de la esencial vocación humana que es “tener que morir”, y dentro de ese contexto, subrayaba que el pensador vasco “hizo de la muerte su amada”. Diez años más tarde, en 1947, desaparecía muy joven todavía uno de los más convencidos seguidores de Unamuno en eso de saberse para la muerte, en eso de hacer de la muerte un básico motivo de reflexión. Me refiero al poeta José Luis Hidalgo (Torres, Cantabria, 1919-Chamartín de la Rosa, Madrid, 1947), quien nos legó póstumo uno de los poemarios esenciales de nuestra última posguerra, Los muertos (Adonais, 1947).
Autorretrato de José Luis Hidalgo
En este hermoso y atormentado libro, Hidalgo, consciente de su ser para morir y radicalmente angustiado por ello, se lanza a la búsqueda del sentido último de la vida preguntando por el que tiene (si lo tiene) la muerte. Sabedor el poeta de que si hay respuestas a tal pregunta éstas sólo pueden provenir de un diálogo con Dios y con los que un día vivieron, plantea con énfasis dicho diálogo, pero cae en la cuenta de que éste se revela yermo al no comparecer los interlocutores y obtener un terco silencio por toda respuesta.
Así, los poemas hidalguianos que configuran Los muertos son la verbalización de una profunda aflicción existencial que se descubre huérfana y enfrentada cara a cara consigo misma. Son estos versos, sí, la poetización de una angustia personal, pero como toda verdadera obra de arte, también expresan el latido de un sentir colectivo, el de un mundo salido de la barbarie escenificada en las primeras décadas del siglo XX. Hidalgo nos legó en 1947 un libro de versos sencillamente imprescindible.
NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de
Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.