Juan Antonio González Fuentes
(Durante más de veinte años frecuenté al escritor Leopoldo Rodríguez Alcalde, vetusto símbolo de lo que fueron algunos representantes de la cultura oficial surgida de la posguerra española. No fue un gran poeta, ni un gran crítico, ni un gran traductor, ni un gran memorialista, ni un gran ensayista..., pero cultivo todos estos géneros, dejando algún rastro apreciable, como su traducción para la editorial Proel de una antología de poetas contemporáneos franceses en los años 40. Erudito a la vieja usanza, personaje curiosísimo y completamente anacrónico, llegó a crear una biblioteca en su casa del Paseo de Pereda de cerca de 25.000 volúmenes, y a atesorar unas mil piezas de artes plásticas, destacando algunos óleos de Pancho Cossío, algunos dibujos de Agustín Riancho, y una espléndida colección de obra gráfica internacional, integrada por piezas de Picasso, Miró, Dalí, Magritte, Bacon, Chagall, Max Ernst, Barceló, Kokoschka... Esta es la crónica que escribí al enterarme, lejos, de su muerte a los 87 años de edad, y después de varias semanas de no vernos).
La noticia de la muerte del poeta y crítico de arte Leopoldo me llega a un Madrid sosegadamente desierto, poblado de piscinas para veraneos predecibles, con terrazas de insomnio, y un clima monótono de sol cansino y sin hallazgos. Sabía bien que la noticia ya no podía tardar mucho en producirse, y sabía también que alguien me pediría estas líneas, como así ha sucedido. Lo que no podía imaginar es la tristeza honda y en blanco y negro que se me ha agarrado a las entrañas con fuerza, pues quería de verdad al demonio del viejo Leopoldo, algo que quizá no he sabido con auténtica certeza hasta ayer mismo, cuando deambulaba por un Madrid más que nunca poblachón manchego e inhóspito sin compasión.
Leopoldo Rodríguez Alcalde
Sobre Leopoldo y de Leopoldo podría escribir muchas, muchas páginas... No en balde han sido más de veinte años seguidos acudiendo casi semanalmente hasta su casa del paseo de Pereda, a eso de las siete y media pasadas de la tarde, para charlar con él durante unas horas que a veces se convertían en siglos, en vidas enteras escuchando siempre un mismo discurso, una inamovible biografía novelada: la suya propia y la de un mundo extinto, arrasado para siempre por la historia..., que había dejado de latir hacía mucho, mucho tiempo, pero que él habitaba como un terco fantasma que se resiste a abandonarlo, que se resiste con ahínco, pesadumbre, alguna ironía y una cierta elegancia en el gesto desmayado, a dejar de ser un fantasma, un habitante de sombras y memoria.
Imagino que al evocar a Leopoldo se escribirá sobre su sensacional biblioteca, sobre su peculiar y sobrealimentada colección de arte, sobre una obra erudita a la que auguro polvo y no precisamente enamorado, sobre unos poemas que en algunas ocasiones remontan el vuelo y logran versos sonoros de caja de música esmaltada... Pero para mí Leopoldo, el fantasma que deambulaba paciente los intrincados pasillos de su propia memoria, será siempre sólo el de las charlas interminables en las tardes de lluvia y mesa camilla de un Santander inventado, agotado de fingirse a sí mismo ante espejos ilusorios y completamente naúfragos.
Leopoldo ha muerto en el siglo XXI siendo un símbolo expresivo y central de cierta cultura santanderina y española del siglo XX. Vivió en un piso del XIX y se ponía en escena en unos marchitos y cotidianos decorados decimonónicos, aunque siempre soñó con ser un divertido e inefable marqués dieciochesco, avezado en dimes y diretes y otras cosas sin importancia, y apto para desenvolverse con acierto y agudeza en los salones de una auténtica
Madame du Deffand, su sueño más soñado.
Ha muerto Leopoldo mientras yo cumplía años leyendo las andanzas de
Machado, Antonio, y me reflejaba ahíto de verano y tontorrón de melancolías en las aguas relamidas de una piscina de pomposidad madrileña. Ha muerto Leopoldo Rodríguez Alcalde, el fantasma querido, monótono y menudo que hace ya mucho tiempo logró voz y voto en mi educación sentimental, y que ahora habitará definitivamente, para bien y para mal, alguna templada estancia de la memoria de este fantasma absurdo y pesaroso en el que poco a poco, pero sin pausa, me voy convirtiendo.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.