Cierto crítico
de cine, el estrafalario Carlos Pumares, caracterizado por desentenderse de
cualquier película que no sea americana y tenga como mínimo medio siglo de
antigüedad, decía detestar Blade Runner precisamente por la cantidad de
veces que la gente de mi quinta le preguntaba por ella. Yo creo que dijo tantas
veces lo poco que le gustaba Blade Runner como lo mucho que le enamoraba
Casablanca. El problema de aquellos preguntadores, coetáneos míos la
mayoría, es que pinchaban en hueso, preguntaban al experto inadecuado: el
universo estético y moral dentro del cual se formó la generación de nuestros
padres daba para entender Casablanca, pero requería un giro demasiado
brusco para entender Blade Runner. Y ello a pesar de que, pese a que
muchos de sus planteamientos -sobre todo visuales- eran en aquel tiempo
novedosos y sorprendentes, las claves esenciales de la narración se encuadran
confortablemente en la tradición de la novela de detectives, incluyendo el
trasunto amoroso que se va haciendo más y más poderoso a medida que las
pesquisas del protagonista se encaminan hacia el desenlace.
Será seguramente pretencioso
decir que Blade Runner fue la primera película posmoderna, pero sí puedo
aseverar que a nosotros nos lo pareció. Da igual que Wim Wenders, Alan Rudolph o
Jim Jarmusch no hicieran ciencia-ficción, empezamos a entender su lenguaje
cuando ya habíamos decodificado el relato de Ridley Scott. Pensamos la
modernidad en muchos sentidos, pero, en tanto que proyecto de organización
racional de una sociedad de multitudes, lo que supone es la capacidad para
nombrar y enumerar singularidades, haciéndolas formar parte de tipologías
preestablecidas y perfectamente identificadas y cifradas. La catástrofe de este
modelo es como el descarrilamiento de un enorme tren de alta velocidad, tras él
quedan restos que reconocemos como partes de un sistema dentro del cual tenían
función y sentido. Cuando el sistema deja de saber hacia dónde se dirige, las
personas quedan desorientadas y el entorno se llena de kippel, es decir,
utensilios que ya no tienen función y que se acumulan absurdamente, una vez el
sistema ya es incapaz de deshacerse de ellos. Si modernidad significa capacidad
para controlar la entropía, posmodernidad es el momento en que se produce más
entropía de la que se puede ordenar, estamos en un ciclo distinto y que es
producto del sistema, pero que no estaba en su hoja de ruta.
Ahora
empezamos a saber qué era aquello del "fin de la historia". La civilización es
incapaz de dar muerte y reciclar lo que ha ido produciendo, las clasificaciones
que nos permiten habérnoslas con nuestro pasado han saltado por los aires, no
disponemos ya de criterios de ordenación. No es que hayamos perdido la memoria,
es que ya no sabemos que uso darle, ya no somos capaces de reconocer los trazos
de nuestra experiencia en la mirada histórica. Intuimos un pasado en Rick
Deckard, exactamente igual que en el Rick de Casablanca, pero, en el
papel interpretado por Harrison Ford, el personaje no es capaz de reconocerse en
ese pasado, no hay una ausencia, un dolor y una traición ajena en la que
identificarse como figura dramática, en Deckard simplemente ya sólo hallamos los
pecios de un naufragio personal, unos pecios en los que apenas reconocemos las
huellas de una biografía entrecortada y sin sentido.
Este parece ser el
destino de toda la especie en el 2019 en que la novela original de Phillip
K.Dick (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) sitúa la acción:
una civilización que ha olvidado su proyecto, una identidad colectiva que ya no
es identidad, pues no hay manera de reconocerse en ella. Todo es incertidumbre
bajo la ininterrumpida lluvia que cae sobre la ciudad mientras la imagen de una
joven asiática en una enorme pantalla nos dice -sin que nadie la escuche ni la
mire- que bebamos coca-cola. Nada queda de aquel futuro límpido y aséptico con
el que nos ilusionaban los autores de ciencia-ficción que creían en la felicidad
futura de una sociedad científica y libre, o nos amenazaban los especialistas en
distopías, empezando por Orwell o Huxley. No es el orden de una sociedad
perfectamente matematizada y vigilada, expurgada del dolor y el conflicto, lo
que nos muestra la máquina del tiempo: es el reino de la entropía, la
incapacidad de las sociedades para controlar las ciclópeas fuerzas que ella
misma ha puesto en funcionamiento. Nunca como ahora se revela que el triunfo
final de la Razón en la Historia, como nos hizo creer Hegel, es en realidad un
aborto colosal.
¿Y los replicantes? En un mundo donde las claves
suministradoras de identidad se han vuelto inoperantes, saber si el vecino es un
humano o su copia -suponiendo que yo sepa lo que soy- puede convertirse en la
paranoia de los tiempos. Deckard, cazador de recompensas, es contratado por la
Tyrrell -fabricante de androides que replican con precisión a los humanos- para
que "retire" a un grupo de replicantes que se han rebelado y lanzado a cometer
robos y asesinatos. La sangrienta búsqueda de Deckard ira convergiendo hasta
encontrarse con la que, a la inversa, lleva Roy, el líder del grupo rebelde. Roy
terminará por encontrar a su creador en la Tyrrell. Lo que pretende es
escandoloso: quiere vivir, ha decidido no resignarse a la fecha de caducidad
indicada por el programa, quiere más tiempo. Así se lo pide al ingeniero, pero
la contestación del ingeniero es la sentencia definitiva de muerte para
Roy:
-"Eres magnífico, Roy, pero no puedo hacer nada para que vivas más.
Disfruta del tiempo que te queda"
Y Roy, tras besarle en medio del
llanto del hijo traicionado, comete el crimen edípico por excelencia: mata al
Padre.
No podemos olvidar la escena final del film. Roy salva
extrañamente la vida de Deckard, el hombre que viene a destruirle. Ese último
acto de piedad revela su condición humana. Roy no es una máquina. En todo caso,
es una máquina fallida, no estaba previsto que se negara a aceptar el programa.
Su alocución
final, una de las más estremecedoras de la historia del
cine, nos muestran el camino de la recuperación de la memoria como única clave
posible para la construcción de una identidad individual y colectiva...
curiosamente, es una máquina quien ha de enseñárnoslo: "He visto cosas que no
imagináis, naves ardiendo más allá de Orión... Todos esos recuerdos se perderán,
como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir"
Somos nuestra experiencia,
o mejor, el recuerdo de todo lo que hemos hecho, lo que hemos leído, los héroes
que se han enseñoreado de nuestros sueños, los cantos de sirena a los que hemos
atendido, las fortalezas que hemos construido para proteger las vidas de los que
amamos... Quienes descreemos de esa ridiculez llorona de la vida ultraterrena
sabemos muy bien que todo acaba aquí, ya matamos a Dios hace tiempo cuando nos
reveló que no podemos salirnos del programa. Somos caducos, algún día también
diremos que es hora de morir, y nuestros recuerdos, como lágrimas en la lluvia,
se perderán para siempre, o mejor, seguirán viviendo de alguna forma en el alma
de quienes sigan guardándonos en su memoria.
¿Y Rachel? ¿No era ella
también una replicante? El happy end tramposo que, por otro supuesto
error del software de la Tyrrell, extiende su vida indefinidamente, hace que
Deckard pueda escapar con la mujer -o mejor con la replicante- a la que ama por
lugares muy lejanos del kippel y de
la lluvia ácida de un Los Angeles más agobiante e inhóspita que nunca. Ella no
vivirá para siempre, es cierto, pero tampoco lo hará ninguno de
nosotros.
Tráiler
subtitulado en castellano de Blade Runner, película del director
Ridley Scott (vídeo colgado en YouTube por
TrailerVOS)