—Lobo a Timón 1 y 2,
atención, entramos en fase 3 y 4, prepararse para operar… ¿Comprendido?
¡Cambio!
2
Horas
antes.
—Hola Nona…
—¿Quién habla?
—Yo, Gaby, soy Gaby,
Nona…
—No te escucho bien, nena,
hablá más alto. Andan mal los teléfonos, ¿Estás en la calle?
—¡QUE SOY GAABYY!¿Me escuchás
ahora?
—Sí, querida, ¿cómo andás
mijita? Vivo con el corazón en la boca con vos… ¿Estás bien?
—Muy bien, ¿y vos? ¿Cómo anda
todo en la casa? ¿Todo tranquilo?
—Pero si yo vivo sola, Gaby,
¿cómo no voy a estar tranquila?
—¿Nadie preguntó por mí, un
tipo, una tipa, ves autos estacionados cerca de tu casa?
—Noo, ¿por?
—Por nada, Nonita linda. ¿Me
invitás a almorzar? Estoy por Gerli, en un rato te caigo.
—Dale, nena, ¿qué querés que
te prepare?
—Ay, mi amor, cualquier cosa,
si vos cocinás mejor que Doña Petrona.
—¡Ya sé!¡Unas milanesitas de
peceto!¿Te gustaría?
—¡Uy!Bárbaro, Nona, ¿puede ser
con puré de zapallo?
—Claro, mijita,
claro…
—Bueno, Nona, corto y llego
enseguida, ¿sí? Te quiero, beso, chau.
—Vos cuidate…
Colgó. Temblaba frente al
teléfono público. Cuando escuchó los bramidos de hierro quedó tiesa como una
liebre encandilada.
Los carriers verde-oliva
pasaban rechinando sus orugas marcianas, armados hasta los dientes, erizados de
soldados camuflados. Traían la jactancia de la peor de las
muertes.
Aparecieron por la calle
Carabelas y dieron vuelta en la esquina con Florencio Varela. Primero se
escucharon los motores sordos y pesados enredados en el parloteo arañado de los
walkies-talkies. Después, la masa de acero verde-oliva encaró la calle como si
avanzara para devorarla. El
pavimento y las vidrieras cimbraban.
Una mujer y un niño huyeron
hacia dentro de una casa celeste. En la penumbra antigua de un bar, tres viejos
tomaban caña y jugaban dominó, se detuvieron y alzaron sus ojitos acuosos. Uno
de ellos dijo por lo bajo: Viva Perón. Sonrieron apenas, uno de ellos guiñó un
ojo. Siguieron con su juego mientras pasaba un carrier y los barría la mirada
blindada de un oficial que iba de pie, junto a una ametralladora antiaérea
puesta al ras, a la altura de un hombre de estatura media.
De un carrier a otro corría un
grandote de bigotes cuarteleros, la cara pintada con betún, anteojos negros, de
boina roja, gritando palabras incomprensibles a los artilleros.
Gaby empezó a caminar en
dirección de los Siete Puentes. Se encontraba a una docena de cuadras. Era
cuestión de caminar lento, como si fuera una veinteañera que regresa a su casa
para almorzar. Debajo de su campera roja, enfundada en el jean y a la altura del
riñón derecho, le pesaba una Bersa calibre 22. Dentro del bolsillo izquierdo de
la campera, en un estuchecito de madera balsa, llevaba una pastilla de
cianuro.
—Qué cara traés, Gaby, dijo la
abuela al abrir la puerta–. Parece que viste al diablo…
—Más o menos –dijo y le dio un
beso.
El olor de las milanesas
fritas llegaba hasta la acera. Entraron.
—No te enojás, Nona, si te
dejo ni bien termine de comer. Tengo que hacer mil cosas…
—No, querida, no. Ayudame a
poner la mesa… usá el mantelito de margaritas, el nuevo. ¿Y tu
novio?
—¿Tony? Tuvo que viajar de
urgencia…
—Ay, chicos, déjense de joder
con la política. Tu abuelo siempre decía que la política te arruina el alma… Las
servilletas están en el segundo cajón.
—¿Puedo dormir aquí esta
noche? Cuando no está Tony me agarra el cagazo. ¿Estas
servilletas?
—Sí, ésas. Claro, Gaby, cómo
no vas a poder dormir en la casa de tu abuelita. Vení temprano, está anunciada
lluvia. Ya cambió el viento.
—Voy a llegar medio tarde,
como a las once. ¿Qué mirás, Nona?
—A
vos. Con esa camperita te parecés a Caperucita Roja.