“El
aeroplano volaba con una velocidad inverosímil. Su conductor, una especie de
buzo silencioso, entusiasmado sin duda en la febril tarea, nos llevaba con
presteza de rayo fugitivo. No se veía nada. Las ciudades, los campos, los mares,
las montañas, eran confuso torbellino que pasaba como una
alucinación.
—¿Quiere
usted que vayamos a Oceanía? Es cuestión de media hora.
Yo,
que siempre fui un poco galante, apasionado y amigo de la mujer bonita y
graciosa, preferí...
—Mejor
iríamos a Sevilla. Tengo apetito. Comería con gusto unos boquerones y bebería
una caña de amontillado. Además, sería muy oportuno buscar unas mujercitas de
buen humor y hacerles bailar algo de la tierra. Considere usted que no he
comido, bebido ni amado desde hace cuatro siglos.
El
1.111.111 pareció sorprenderse mucho.
—Habla
usted un idioma desconocido para mí. ¡Sevilla! Tengo una idea de que la historia
habla de una población que tenía ese nombre. ¡Boquerones! ¡Amontillado! ¿Qué
significan esos nombres absurdos?
—Significan,
mi distinguido señor 1.111.111, que tengo hambre, un hambre descomunal. Repare
usted que mis pobres intestinos llevan cuatrocientos años de abstinencia.
Vayamos a un café, y si no es posible, a una taberna. Tengo ahora demasiado
apetito para que me preocupen la historia y la filosofía.
Pero
el criminal no se ablandó:
—Habla
usted como un caníbal repugnante. ¡Comer! Eso ha pasado, eso ya no se hace. Eso
es vergonzoso, y de un materialismo bestial. Créame usted, una de las más viles
afrentas humanas ha sido la de comer carne y pescado. ¡Asesinar todos los días a
miles de pobres animales, despedazarlos, hacerles verter sangre, devorarlos con
una glotonería soez…! ¡Qué horror!
Lo vi
hacer un mohín relamido, hipócrita, de una espiritualidad zonza, disminuida, y
continuó:
—El
hombre moderno ha suprimido la crueldad. Antiguamente la vida era como una gran
batalla. En los mataderos, la escena cotidiana y repugnante de la inmolación. En
las calles, según tengo entendido, se deleitaban ustedes mirando las terneras
descuartizadas, los cerdos rajados por el vientre, los pescados, las agónicas
langostas, que a veces extendían sus largas patas moribundas implorando piedad,
mil clases de horribles embutidos, carne picada, triturada, para regodeo de unos
paladares asquerosos. Ustedes, los hombres que comían, eran una especie de
antropófagos absolutamente repulsivos.
A mí,
la verdad, esta enumeración de platos, aun hecha con tanta iracundia, sólo
alcanzó a producirme un apetito cada vez más truculento. Sería bestial, pero yo
he prescindido siempre de toda consideración metafísica ante un solomillo bien
cocinado.
—Y
menos mal —siguió diciendo el inapetente— que cuando se morían le daban ustedes
un lógico desquite a la naturaleza entregándose al gusano como vianda macabra y
atroz. Eran ustedes unos atrasados, créame usted.
—Entonces,
¿qué hacen ustedes para estar alimentados y para no ser
comidos?
El
1.111.111 sacó de la faltriquera una pildorita.
—¿Ve
usted?, contiene más substancia que todo un festín báquico. Es quintaesencia,
elemento químico, síntesis de nutrición. Va directamente a la sangre, suprime la
digestión, esa cosa tan sucia y tan desagradable, y sostiene la vida sin
empachos, sin cólicos, sin hedores. ¿Quiere usted tomar
una?
—Preferiría
unos callitos bien sazonados; pero como estoy desfallecido,
venga.
Me
tragué la pildorita, y aunque no pude, como hubiera deseado, emplear mis
dientes, súpome a gloria.
Instantes
después, restablecido, confortado, arreboladas las mejillas y el pulso fuerte,
sentíme ahíto cual si hubiera ingerido un buey.
—Aun
así —dije como si hablara conmigo mismo—, ¡aquellos filetes empanados que
preparaba mi zafia Dorotea...!
—Esto
se hace una vez al día. Los anémicos, los que necesitan sobrealimentación, se
dan antes de acostarse una inyección de suero vital. Créame usted, no hay
alimento que iguale a estos maravillosos productos.
—¡Vaya!
—gruñí—. ¡Usted no ha probado el pote gallego! ¡Si lo probara no volvía usted a
tomar esas pildoritas! Nutren, eso sí, ¡pero de una manera tan fría, tan breve,
tan poco sibarítica! ¡Ustedes son unos hombres demasiado intelectuales! Han
abolido ustedes lo mejor de la vida: el hostal. En fin —acabé permitiéndome una
tímida frase irónica—, después de todo, ¿para qué necesitan comer unos hombres
faltos de muelas?
—Las
muelas, como el pelo, son de nosotros a ustedes como fue el rabo de ustedes al
gorila. Los dientes, esos huesos en la periferia corporal, eran atributos de
animal inferior. Lo mismo el pelo y las uñas. Nuestros organismos refinados han
ido despojándose de tales huellas burdas y bárbaras. También hemos suprimido el
bazo, un pulmón, un riñón. Del intestino apenas queda ya un tubo delgadísimo por
donde expelemos la escoria infinitamente pequeña de las píldoras infinitamente
asimilables. Ahora, un famoso médico tiende a llevar uno de los ojos, superfluo
en la cara, al occipucio. Reconozca usted que ver por detrás es una aspiración
legítima. Otro médico ha decidido ponernos un brazo y una pierna vueltos hacia
la espalda. Es absurdo que no podamos alargar nuestras manos sino en un solo
sentido, y que no podamos caminar hacia atrás tan aceleradamente como lo hacemos
hacia adelante. También las orejas están situadas con poco sentido común.
¿Estorbaríanos una en mitad del cuerpo? Es ridículo que sólo nos sea fácil oír
con la cabeza. Y así, mi buen amigo, sucesivamente. La cirugía prospera,
adelanta de instante en instante, ya corrigiendo los absurdos que nos ha
impuesto durante siglos una naturaleza perezosa, lenta para la evolución, que va
muy despacio por el camino secular de los refinamientos.
Yo iba
perdiendo la cabeza al oír aquellas cosas tan exquisitas, de un espiritualismo
tan exagerado. ¿Qué dirían los hombres de mi tiempo, imaginé, si vieran niños
con ojos en el cogote? ¿Y qué dirían al ver estas mujeres calvas y sin
dientes?
—En
mis tiempos —exclamé dirigiéndome al 1.111.111—, hubo algunas bachilleras que
adivinaron las costumbres del porvenir. Estaban mondas, pero la coquetería
hízoles inventar pelucas y dentaduras
postizas.
Después,
una pregunta que me venía escarabajeando, brotó en mis labios
tímidos:
—Oiga
usted, respetable señor, ¿de qué manera consiguieron ustedes sustraerse al
gusano? Es un adelanto que me preocupa.
—Sencillísimo.
Por la cremación. Esto ya es antiguo. Hasta me parece que hace cuatro siglos
hubo profetas que lo expusieron a la estolidez y a la superstición ambiente. La
cremación. ¿Hay algo más decoroso? Del cuerpo humano, tan vil dejándolo
pudrirse, no quedan más que unas cenizas. De los hombres ilustres guardamos la
calavera. Unas y otras, en sus correspondientes globos de cristal, son guardadas
en el gran almacén mortuorio.
—Almacén
—interrumpí yo piadosamente—, al que irán las familias para hacer sus
rezos.
—¡Rezos!
¡Familia! Ambas cosas desaparecieron para no volver. Sólo han rezado los hombres
religiosos, es decir, los salvajes, aquellos para quienes era un enigma la
naturaleza, enigma sólo explicado por la existencia de un Dios invisible,
omnipotente y vengativo. Nosotros, para quienes el planeta guarda ya muy pocos
secretos, ni creemos ni rezamos. Ahora la familia…
Se
interrumpió un instante el 1.111.111, y señaló con un dedo a la
tierra:
—¿Ve
usted? Oceanía. ¿Quiere usted que descendamos? ¿Prefiere usted el camino de
América? Es cuestión de quince minutos.
—No,
mejor será volar todavía un rato. Me interesa oírle.
—Bien…
Avanzó
su cabeza hacia el mecánico, y le dijo:
—Dése
una vuelta por los Andes, vuelva por el Himalaya, y otra vez a la Península
Ibérica. Luego, afable, impasible, como si hubiera dado la orden más natural del
mundo, volvió a su tema:
—Decíamos
que la familia…
Perdió
sus ojos en el espacio, y afirmó:
—El
sentimiento, la pasión, ya no existen en el mundo. Nuestros nervios, acuciados
por la ciencia, ya no producen aquellas necesidades vanas que se decían amor,
fidelidad… Entre nosotros el cariño es una fórmula social, un pacto, una
disciplina, un egoísmo si así lo quiere usted. Nos amamos porque necesitamos los
unos de los otros. En definitiva, sólo que poniendo los ojos en blanco y
escribiendo leyes y madrigales, hacían ustedes igual. Nosotros, como
desconocemos el amor, nos hemos ahorrado la familia.
—Entonces
entre ustedes no existe la boda, ni la paternidad, ni todo eso tan
bonito…
—La
boda, no. La paternidad, a medias. Un ciudadano del siglo actual sabe que cuando
los hombres eran bárbaros cortejaban a las mujeres, las perseguían, pillaban
catarros bajo sus balcones, se casaban con ellas. Eso pertenece a un pasado
pintoresco y lírico, realmente despreciable y ruin. Ahora, un hombre consciente
sabe qué es una mujer, en qué consiste una mujer, la analiza, la ve en todas sus
entrañas, en todas sus células. No puede amarla. Se limita a comprenderla.
¿Sería posible que el anatómico, imbuido en sus experimentos, le cantara
endechas al músculo animal que tiene ante su catalejo? Y luego, el afán de
reproducirse está muy entibiado entre nosotros. No es un sentimiento romántico o
una propulsión instintiva como era entre ustedes. Ahora es una curiosidad, un
deliquio, un pasatiempo, acaso una función que consideramos grosera, pero
necesaria, para que no se acabe la especie. Créame, más bien causa dolor que
placer. Hemos llegado al extremo de ser preciso halagar con premios importantes
a los que pierden su tiempo, el áureo tiempo que reclama el estudio, procreando
estúpidamente.
—Algo
así fue necesario hacer en Francia cuando yo vivía.
—Sí;
pero los franceses huían de la paternidad por vicio. Nosotros huimos por
talento.
—Entonces,
¿cómo hacen ustedes el amor?
—Lícitamente.
Nos acercamos a una mujer y le decimos: «Señorita, ¿se prestaría usted a tener
conmigo un hijo varón, rubio, de ojos azules que llegue a ser, andando el
tiempo, un gran matemático?».
—¿Y es
posible anticipar esos detalles?
—Por
completo. Admirables aparatos quirúrgicos, modernos rayos X de una potencia
insospechada, sabias recetas, una verdadera esclavitud ejercida sobre el
espermatozoide, lo previene todo, lo dispone todo. Precisamente ayer, por
capricho, engendré un médico ilustre, un ingeniero eminente y un gran
historiador.
—Le
felicito a usted, caramba. Yo me hubiera limitado a engendrar uno sólo, y para
eso, ignorando si me saldría torero o sacristán. Entre las damas de mi tiempo, y
a pesar de su calva y de sus lamentables encías, lo hubieran estimado a usted
mucho.
Pero
el aeroplano se había detenido ante un edificio enorme.
—¿Madrid
ya?
—¿Qué
Madrid? Ustedes tan chicos, tan lentos, dividían la tierra en ciudades. Nosotros
la dividimos en comarcas enormes. Mi casa está en la Península Ibérica, número
60.002.
—¿Y
hemos llegado?
—Sí.
Venga usted.
Entramos
por el balcón y llegamos a un extraño aposento.
—Ahora
—me dijo—, le referiré la historia del mundo. ¡Ah!, durante su catalepsia, mi
buen camarada, han ocurrido muchas cosas.
Se
acomodó sobre una silla de cristal, fabricó agua en un crisol eléctrico, bebió
un trago, y empezó a decirme…”
Nota de la Redacción: agradecemos a la editorial Ginger Ape
Books&Films su generosidad por permitir la publicación en
Ojos de
Papel de este fragmento del relato “La verdad en
la ilusión”, incluido en la antología Historias
de asesinos, tahúres, daifas, borrachos, neuróticas y
poetas, de Luis Antón del Olmet.