En las estribaciones de la
Sierra de Segura, al noroeste de Murcia y al sureste de Albacete, entre bosques
inmensos de coníferas que se pierden en el horizonte de las fallas y quebradas,
entre cañones que acompañan arroyos y riachuelos cristalinos jalonados por
chopos, almeces, álamos temblones y robles, entre las muelas que descuellan
solitarias como faros que indican a las águilas y los buitres el camino a
seguir, se extiende el valle de Sarrión, una altiplanicie dividida en cañadas
dónde el cultivo del cereal y el pastoreo son, junto a la madera que extraen de
la espesa fronda leñadores y
ajorradores, las únicas fuentes de vida.
No son las Cañadas de Sarrión un
lugar triste, tampoco Sarrión, el pueblecito dónde viven los señoritos venidos a
menos junto a los jornaleros que siempre están a su disposición
independientemente del día que señale el almanaque y de la hora que marquen las
agujas del viejo reloj de pared, único vestigio del pasado familiar. En las
Cañadas se trabaja mucho, de sol a sol, y a veces más, el padre, la madre, los
abuelos y los hijos al pasar la frontera de los ocho años, primero cuidando a
los animales que necesitan poco cuidado, después, en la labranza, en la siembra,
en la cosecha y en los rezos y conjuros que preceden a ésta cuando avisa la
tormenta que se atisba por el horizonte. No hay demasiado tiempo para pensar, la
vida es rutinaria, todo se repite matemáticamente sin más alteración que alguna
visita señalada o alguna celebración patronal. Sólo las noches, en verano bajo
la parra que a modo de porche cubre la entrada de la casa y en invierno al
amparo de la lumbre, ofrecen alivio y hacen regresar los recuerdos de leyendas
que tal vez nunca existieron y que si existieron alguna vez se exageran cada año
para hacerlas más atractivas a la concurrencia. Vino de la cosecha, repuntado al
final de la temporada, chacinas cuidadosamente guardadas desde que se extirparon
al cerdo en vísperas de Navidad para durar todo el año, pan del horno, poco
poroso, denso, del que nunca se pone duro, un blanco, un almirez, una botella de
anís, a veces una guitarra vieja y un violín gastado junto a la voz ronca pero
armoniosa del que se atreve a romper el hielo y dar comienzo al baile, a la
rondalla que recorrerá las cortijadas para festejar el nacimiento de un hijo o
la boda del que se va.
En las Cañadas de Sarrión, al
filo de las montañas azules, hay estaciones. El invierno es duro, muy duro,
llueve poco y cuando lo hace es en forma de nieve, como si el cielo y la tierra
se hubiesen puesto de acuerdo para pintarlo todo de blanco. El cielo resplandece
antes de vaciarse, la tierra brilla conforme se va cubriendo. Luego se ensucia,
por las pisadas, por el barro, se hiela y permanece helada durante semanas
mientras las gentes se refugian en los caseríos esperando a que el temporal les
deje podar los almendros y otros frutales que se apretujan en los pequeños
bancales próximos a las casas. No dan para mucho, normalmente para el gasto, a
veces para vender unas cajas en el mercadillo del pueblo. Los mejores años. La
primavera la anuncian los almendros con sus flores blancas y rosadas, depende de
la variedad, los chopos, con los primeros brotes de sus ramas, las golondrinas
que comienzan a revolotear siempre alrededor de dónde habitan las personas. Los
almendros y los chopos se equivocan a veces, florecen aprovechando unos días de
buen tiempo, luego se arrepienten, las golondrinas jamás, cuando llegan es para
quedarse: Saben que el frío ya no volverá. El trabajo es intenso, agotador, la
impaciencia también, se mira mucho al cielo, se espera la lluvia tranquila que
dé a las espigas la robustez y el tamaño preciso, mínimo, al menos ese que las
despegue lo suficiente del suelo como para poder meter la hoz. Es un periodo
alegre porque la vida regresa y los campos se llenan de flores, de hombres, de
mujeres, de niños, de ovejas, de cabras, algún asno y alguna vaca, las gallinas
y los pavos corretean a sus anchas picando todo lo que huele; pero es tiempo de
incertidumbre, si no llueve no habrá cosecha, pero si asoman los nubarrones por
las montañas que hay encima de Sarrión, en mayo o en junio, el granizo está
asegurado, y el granizo es la perdición. Antes de que el cielo se rompa en mil
pedazos, cuando las trompetas del apocalipsis comienzan a sonar por el Norte,
las mujeres se juntan, lanzan conjuros y rezos, cogen sal y hacen señales en el
suelo como si las nubes supieran de señales; los hombres suben a las falsas,
preparan los cohetes de caña larga, pensando que llegado el caso podrán dividir
de un cañonazo las nubes en dos, que se irán hacia otros lugares con su triste
carga. Las más de las veces, los cohetes sólo sirven para atemorizar a los niños
que entre los ruidos humanos y los divinos, no saben en qué rincón meterse.
El verano llega, comienza suave,
el azul intenso en lo alto, rodeando al astro ardiente, las mieses doradas,
dobladas si el pedrisco no las ha arrasado. No hay hombres ni mujeres
suficientes, no hay siquiera hoces ni guadañas. Hombres, mujeres y niños
comienzan la siega mientras el calor se hace insoportable a finales de julio.
Empacan y suben el cereal hasta la era a lomos de burros obedientes, resignados.
Tapados desde la cabeza a los pies, con sobreros de ala ancha, pasan el
trillo, luego aventan los frutos
con las horcas para separar la paja del trigo, el trigo irá a los sacos que
llevarán a las harineras, la paja a los pesebres para dar de comer a los
animales y rellenar los colchones viejos.
Martín Pijasanta, el encargado
de los Condes de Sarrión en la finca de El Maltés, es un trabajador infatigable.
No para ni un segundo, sube y baja de la casa, va al granero, siega más y mejor
que nadie, serio hasta que llega la noche. Es un hombre cabal en el que todos
confían pese a su parquedad, que se transforma en locuacidad cuando el sol se
pone y se sienta en el pollo que hay pegado a su casa, bajo la parra, con sus
hijos y sus amigos, extenuados. Entonces saca el porrón mientras su mujer,
María, tan agotada como él, termina unas migas que todos comerán, paso adelante,
paso atrás, metiendo la cuchara en la salten que descansa sobre unas trébedes.
Fuerte como un roble, aunque no muy alto, Martín comienza a contar historias
tremebundas sobre lo que le pasó a Genaro el año de las nieves, sobre los
ajorradores que aquel verano murieron al acostarse sobre un nido de bichas
enfurecidas por el calor. No para, y los amigos le dan cuerda para que siga, él
la toma y sigue, enfatizando más, añadiendo cada año nuevas versiones. Los hijos
se estremecen al oírle, sobre todo Santiago, que es el menor y aparentemente el
más delicado. A Santiago le encantan las historias de su padre, cuando habla del
abuelo Pijasanta, de por qué les llaman de esa manera, también cuando cuenta
cosas de miedo, pero no duerme, insiste a su padre para que continúe, pero padre
tiene unas horas, espera el campo y ya ha bebido bastante vino. Hay que
acostarse. Santiago tiembla en la alcoba, solo, empapa las sábanas de lienzo,
frescas y duras al mismo tiempo. Pasa la noche en vela. Sin decir nada a nadie.
María lo sabe, sólo con mirarlo, le advierte, ya sabes que lo que cuenta padre
no es verdad, las cosas no pasaron así, le gusta echarle sal a todo, exagerarlo,
pero si aún sabiéndolo tienes miedo, no deberías quedarte con los hombres, ellos
ya lo conocen, tú también deberías. Me gusta madre, sé que la mayor parte de las
cosas no son verdad, pero las cuenta tan bien que mi cabeza se dispara y se pone
a pensar por sí sola, no puedo controlarla. Entonces, acuéstate o vete a otro
lado, con los demás muchachos, a jugar al marro o a cazar ranas, no tienes por
qué estar allí. Bueno, lo haré. Al día siguiente, Santiago vuelve a sentarse
junto a su padre con los oídos abiertos de par en par.
El otoño llega con las primeras
tormentas de septiembre. Hay que vendimiar en la cortijada vecina de Ayoza,
también propiedad del conde de Sarrión. Raudos, sin descanso, el agua puede
acabar con la uva y con el vino. Con las últimas vides en el lagar, todos los
vecinos se juntan en la plaza de la casa principal del conde, que reparte el
salario, da unas propinas a los niños y prepara una merienda regada con
abundante vino repuntado del año anterior. Bailan al son de las pardicas, de las
malagueñas y los verdiales, ríen, cortejan y algunos se ennovian. Poco antes de
las 12 de la noche, el conde, su señora y su hermosa hija, se evaden del
jolgorio en el interior de su mansión.
Pero la vida no se para con la
vendimia de Ayoza, hay que ir a los montes a recoger leña para el invierno,
preparar la paja para los animales, segar los barbechos y la alfalfa y tenerlo
todo listo para cuando el campo se vuelva a vestir de blanco y todos, personas y
animales, tengan que resguardarse de la intemperie. El otoño es hermoso en las
Cañadas de Sarrión, amarillean chopos, servales, almendros, almeces y nogales,
reverdece la tierra con el agua de las tormentas, el aire se va tornando más
fresco y también más claro, acaricia y recorre los cuerpos movidos por una
gigantesca mano de seda. Se agradece después de la calima y el sopor del estío.
A Santiago es la estación que más gusta, es entonces cuando se permite dejar a
las ovejas y los pavos a su libre albedrío mientras él busca su tesoro escondido
en la cueva de los árboles de piedra, un lugar al que nadie entra desde años
porque dicen allí fue asesinada Juanita, una niña de cinco años que desapareció
sin dejar rastro. Santiago, curado de espantos con las leyendas de su padre, no
tiene miedo de las cosas que ve, sino de aquellas que no ve. Se conoce la cueva
palmo a palmo y sabe que después de pasar el bosque de los árboles de piedra,
hay un pequeño lago al que da el sol durante una hora, sólo en el mes de agosto,
de once a doce. Ese es su paraíso, un paraíso al que nunca entró con
nadie.
El mayor de los hermanos, Mateo,
aunque tarde, ha de ir a la escuela que hay en la cortijada de Ayoza. No quiere,
pero Martín y María así lo han decidido. Acude renegando. Santiago quiere ir
también, pero sólo puede ir uno. No se resigna. Por la mañana, cuando salen los
dos juntos, Santiago se despide para ir a cuidar las ovejas y los pavos. Al
rato, aparece en las escaleras de la escuela, se asoma por una ventana, aguza la
vista y el oído, y copia todo lo que dice el maestro en una vieja libreta.
Podría venir tú mientras yo cuido a los animales. Ya pero no es eso lo que
quieren los padres. Pues entonces vete con ellos, cualquier día las zorras nos
harán un estropicio. Están enseñados. Allá tú. El maestro se ha fijado en el
chaval que todos los días, haga frío o calor, permanece durante dos horas pegado
al cristal queriendo saber lo que ignora. De vez en cuando, sale y charla con
él, le explica algunas cosas y le manda deberes. Pero esas no son maneras. Una
tarde, a lomos de una mula torda, el maestro se acerca a El Maltés. Habla con
los padres, elogia las cualidades del niño, les atosiga con su responsabilidad,
pero ni Martín ni María modifican su decisión: No saben lo que pasará con los
demás hijos, pero Santiago ha de quedarse en casa para cuidar de la finca y de
ellos mismos, de su vejez. Al cabo de dos años, Santiago sabe leer, escribir y
hacer las cuentas. Mejor que su hermano. Martín y María cavilan, ¿nos habremos
equivocado? Santiago ya no va a la escalera de la escuela, el maestro le da
libros que él devora con fruición en la cueva de los árboles de roca o en las
falsas de casa. Padre le encarga de los números. Dentro de lo que cabe, es
feliz. Sabe que sus padres no tienen nada, que trabajan mucho, que han de
obedecer al Señor conde y tener preparada la casa grande para cuando deciden ir
a cazar. No lo ve bien, pero se conforma con los cuentos de su padre, con la
mirada de su madre, con los libros que le da el maestro, contemplando cómo
cambian de color los árboles, los campos, el cielo, los montes, disfrutando de
la cueva.
Un día de abril amanece
esplendoroso, varios vecinos llaman a Martín a gritos, como si les fuera el alma
en ello. ¡¡¡Ya está aquí la República, ya está aquí la República!!! Martín dice
que le esperen, van en un carro hacia Sarrión. Sube a su cámara, se pone el
traje de la boda, el único que tiene y que huele a manzana y a laurel, llama a
su mujer y a sus hijos. María no quiere ir, pero al final monta en el carro. Al
llegar a Sarrión, la gente está en la calle, dándose abrazos y vivas. Hay
alegría, emoción desbordada, todos son amigos y creen que ha llegado el gran
día. Bueno, no todos, los hay que no celebran nada y miran entre los visillos de
las casas de portón grande, cerradas a cal y canto, como si no viviera nadie.
Los guardias esperan, no saben qué hacer, la fiesta continúa durante toda la
noche. Antes de despuntar el alba de día 15 de abril, la familia regresa a casa.
Martín, regala a Santiago un botón con las caras de Galán y García Hernández.
Siempre lo guardará. No nos habremos precipitado –pregunta María a Martín-, ya
sabes cómo es la gente mala de Sarrión. Nos hemos significado antes de tiempo,
tendríamos que haber esperado unos días. Ya hemos esperado bastante. De todas
maneras no te preocupes, la fiesta ha terminado, ahora hay que volver a trabajar
y a esperar que cambien las cosas.
Y las cosas cambiaron poco a
poco, un poco, subieron los jornales del campo, mandaron maestros y al pueblo
comenzaron a llegar carretas con hombres que hacían de otros hombres y leían
poemas. Santiago estaba tan encantado oyéndolos que no se perdía ni una sola
función, tan encantado como irritados los que miraban tras los visillos. En un
local del Ayuntamiento, aquellos hombres montaron una pequeña biblioteca y
enseñaron a los chavales a declamar. Santiago cada día se llevaba un libro que
devolvía al día siguiente. Los hombres llegados de las ciudades, le regalaban
periódicos y tebeos. En sus recuerdos aquellos días fueron de los más felices,
incluso llegó a pensar en hacerse titiritero o maestro para ir de pueblo en
pueblo leyendo a los demás cosas hermosas. No lo hizo porque estaba muy pegado a
sus padres y a su tierra, porque creía que vivía en el paraíso sin tener apenas
nada pero usándolo todo. Los hombres de los visillos volvieron a salir a las
calles a finales de 1933, cuando comenzaban las noches a hacerse interminables.
Santiago dejó de ir al pueblo y regresó a sus hábitos.
Un día de julio de 1935, los
condes enviaron un telegrama a Martín anunciándoles su deseo de pasar ese verano
en la casa grande de El Maltés. Madre, padre e hijos se afanaron durante días en
poner toda la casa en orden, en sacar brillo al cobre y a los suelos de arcilla
cocida, rodillas en tierra; en limpiar las vajillas y las alfombras; en colocar
las cortinas, en mullir las camas de lana, en quitar el polvo a los muebles,
lámparas y libros. María colocó varias de sus macetas en el gran portal de la
casa grande, la dejó limpia de yerbas; Martín llenó las tinajas del mejor vino
de Ayoza, extendió las hamacas de madera y lona y encargó a sus hijos que
durante el tiempo que los señores estuviesen allí entrasen a los animales por la
puerta trasera. Hacía tiempo que los condes no pasaban unos días en El Maltés,
es más, nadie recordaba que hubieran pasado un verano entero. Sabían que era su
obligación y que el trabajo se haría todavía más difícil, la República se había
parado y todo seguía más o menos como antes. Martín y María estaban muy bien
considerados por los condes, sabían que aunque no eran lisonjeros, sí muy
trabajadores y eficaces, quizá los mejores mayorales que tenían en todas sus
fincas. También los padres de Santiago eran conscientes de que los condes de
Sarrión eran los señoritos más razonables de toda la comarca. Tenían una buena
relación, se respetaban y estimaban, pero no había intimidad alguna.
A finales de julio de 1935, en
un Hispano-Suiza blanco, la familia condal llegó a su casa de El Maltés.
Saludaron cálidamente a Martín y su familia y se dispusieron a descansar en sus
aposentos del largo viaje. El calor era asfixiante. A la mañana siguiente, Don
Manrique, conde de Sarrión, tras haber hablado de la cuestión con Teresa, su
esposa, y Laura, su hija, preguntó a Martín si era posible construir una pequeña
balsa en algún punto del arroyo que pasaba junto a la casa. Martín lo habló con
su hijo Santiago, quién enseguida se mostró dispuesto a realizar la obra.
Desviaría el arroyo un par de metros –llevaba muy poco agua en verano- y haría
un dique en el viejo cauce, justo dónde daba un pequeño salto. En dos días,
Santiago había construido el dique y empedrado el suelo con cantos rodados.
Llamó a su padre y este a los señores, quienes se quedaron maravillados de la
habilidad de Santiago, sobre todo su
bellísima hija.
Laura era una muchacha de 18
años, excesivamente guapa, muy educada, inocente y pícara a un tiempo. No
gustaba de la gente de su clase ni de sus costumbres. Había sido ella la que
había convencido a sus padres de pasar el verano en El Maltés, lugar del que
tenía remotos y agradables recuerdos gracias a las maravillosas comidas que
preparaba María. Adoraba a sus padres y sus padres a ella, aunque sabían que
probablemente tendrían que dejarla volar libre puesto que había demostrado en
numerosas ocasiones su aversión a las componendas y a las regalas de la alta
sociedad. Curiosa y atrevida hasta lo indecible, había viajado por toda España y
por muchas ciudades francesas. Gustaba mucho más de la naturalidad, que de la
encorsetada vida aristocrática. Un día, acompañada por sus padres, acudió a
inaugurar su nuevo baño al aire libre. Sin pensárselo dos veces, Laura se quitó
la ropa y se zambulló en el agua mientras su padre se daba la vuelta y fingía
cierto enojo. Santiago, deslumbrado, vio desde la ventana de las falsas de su
casa toda la escena, sin fijarse lo más mínimo en los gestos de los
progenitores, recorriendo milímetro a milímetro el cuerpo de Laura. Durante
horas permaneció turbado en las falsas, sin responder a su madre, concentrado en
esa hermosura que jamás imaginó ver. Aunque no descuidó sus obligaciones, pasó
días febriles, temblorosos, insomnes, agitados, tanto que no pudieron escapar a
la mirada sabia de su madre, la única que, pese lo esquivo de Santiago, supo
adivinar cuál era el mal que le aquejaba.
Santiago se escondía y Laura lo
observaba sonriente y curiosa. Santiago temblaba cada vez que Laura se le
acercaba con cualquier escusa, no sabía qué decir y enseguida salía triscando
hacia otro lugar, muchas veces equivocado. Santiago estaba completamente loco
por Laura, en su vida había estallado una bomba que lo había trastocado hasta el
extremo de no reconocerse. No controlaba su pensamiento, mucho menos sus
sentimientos. Laura, Laura, Laura, siempre, a cada momento en su cabeza, su
cara, su cuerpo, sus ojos, su sonrisa, su cabello. La imaginaba de todas formas,
soñaba con ellas, pero nada como el recuerdo de las imágenes recién vividas. Un
día mientras aparentaba dormir en la junquera baja del arroyo, justo dónde
cuidaba a las ovejas y los pavos, apareció Laura, silenciosa, se sentó junto a
Santiago mientras a éste se le salía el corazón del pecho. Aparentó dormir, pero
no dormía y sabía que Laura era consciente de ello. Señorita, qué hace aquí, se
va a manchar, este lugar no es apropiado para usted. No te preocupes Santiago,
si he venido es porque me gusta y quería hablar contigo. Ya, pero qué pensarás
sus padres señorita. Por favor olvídate de mis padres y no me digas más
señorita. Santiago temblaba, balbuceaba y callaba mientras Laura le miraba
directamente a los ojos y le preguntaba sin cuidado alguno. Del miedo, Santiago
fue pasando al embelesamiento, al arrobo, mientras Laura, segura de sí misma,
victoriosa, conseguía hacerse dueña de la situación. Al final, Santiago
consintió en mostrar a Laura el mayor de sus secretos: La cueva de los árboles
de piedra. Quedó fascinada, extasiada al contemplar tanta belleza oculta.
Santiago comenzaba a sentirse más seguro conforme se adentraban en el interior
de la montaña, en su refugio, en su secreto, pero no tanto como para tomar la
iniciativa.
No sin dificultades,
consiguieron entrar a la sala del lago. Se sentaron alrededor y Laura pudo ver
no sólo la belleza del lugar, sino los libros y objetos que Santiago guardaba
allí. Después de unos minutos deambulando, Laura volvió a sentarse junto a
Santiago, le acarició la cara y lo besó con todo su ser. Se acaba el verano,
Laura y su familia regresaban a Madrid, pero Santiago había quedado marcado como
una res, para siempre. Laura…
Al año siguiente, a mediados de
julio, los militares africanistas traicionaron la Constitución que habían jurado
y comenzaron a incendiar España. Los condes estaban en Biarritz, dónde
permanecerían hasta 1938. Los hermanos de Santiago se fueron voluntarios al
frente, quedando éste al cuidado de sus padres y de las tierras. A mediados de
1937, una pareja de la guardia civil se presentó en El Maltés para comunicar a
Martín y María que Santiago había sido movilizado. Se opusieron, apelaron a los
sentimientos de los guardias, alegaron que ya tenían dos hijos en el frente, que
habían ido voluntarios, pero nada sirvió. Santiago fue llevado a la estación de
Pinar –en la que tanto habían jugado de pequeños- junto a otros muchachos de su
edad y desde allí conducido a la estación central de Valencia. Después de unas
semanas de instrucción, Santiago fue destinado al frente de Teruel, a un grupo
que dirigía un miliciano respetado por todos: Benito Cerezo. Benito, era hombre
decidido, audaz, inteligente y bueno. No daba un paso atrás y no se callaba una
verdad. Sin saber por qué –su carácter era completamente opuesto- cogió apreció
a Santiago, tanto que se encargó de protegerlo como si fuese un hijo. Una noche,
cuando más feroces eran los combates, en la trinchera, Benito dijo a Santiago
que sabía que no había disparado ni una sola vez. Santiago asintió y le dijo que
era incapaz de disparar a nadie, ni a persona ni a animal. Benito le dijo que al
menos no disparara al cielo porque a veces el cielo se cabreaba y devolvía los
tiros multiplicados por cien.
Al dar por perdida la ciudad,
Benito Cerezo salió con las tropas republicanos por el cauce del Turia. Santiago
se había perdido por las montañas cercanas junto a otro soldado, Gálvez. A
escondidas, andando por la noche, lograron llegar a un pueblo de Valencia,
desfallecidos, exánimes.
Identificados por un pastor valenciano que los encontró tirados en el
suelo bajo unas rocas, fueron llevados al pueblo, dónde tras diversas
indagaciones fueron asistidos y curados de sus heridas. Alojados en la casa de
un viejo comerciante republicano que suministraba víveres a Valencia, una
mañana, cuando ya estaban recuperados, Santiago y Gálvez acompañaron al
comerciante a la capital. En la Intendencia dónde debían entregar los alimentos,
estaba el teniente Uría, un joven militar que se había enemistado con sus padres
por haber impedido de forma artera que sus relaciones con Catuxa, una joven
campesina que servía casa de unos amigos de la familia, llegasen a buen puerto.
Mientras despachaban con el teniente, apareció Benito Cerezo, fundiéndose en un
abrazo con Santiago. Después de hablar y hablar, Benito y Uría decidieron –se
aproximaba la batalla del Ebro- que el mejor destino para Santiago era la
Intendencia. Santiago se negó diciendo que tenía la obligación de ir al frente,
pero al final hubo de acatar las órdenes.
Santiago trabajaba y trabajaba.
No salía ni un segundo de la Intendencia. Trabajar y pensar en Laura eran sus
únicas ocupaciones. Un día, el teniente Uría le obligó a salir, por su bien. No
es bueno que estés todo el día aquí encerrado. Uría debió imponer de nuevo su
autoridad. Santiago salió de la intendencia y se introdujo por una vereda que
llevaba a una huerta muy bien cuidada. Allí conoció a los Albert, dos hermanos,
Pere y Tximo, también a la encantadora mujer de este, Aurora, dedicada en cuerpo
y alma a la tierra y al bienestar
de los suyos. Tximo sufría alteraciones síquicas esporádicas después de que un
caballo le pisoteara la cabeza. Era un buen hombre, pero a veces perdía el
control y se dejaba llevar por la violencia. Entre Aurora y Pere lograban
apaciguarlo. Tras diversos avatares, Santiago se integró en aquella familia que
cuidaba la huerta con todo cariño y comenzó a salir todas las tardes para
ayudarles en las tareas agrícolas y hablar con ellos. Laura seguía en su cabeza
y en su corazón, cada vez más adentro. Pasó unos buenos meses entre la
Intendencia y la huerta de los Albert, pero un día, ya a finales de febrero de
1939 hubo de comunicarles que debían abandonar las tierras porque las tropas
fascistas estaban a punto de entrar en Valencia y tomarían represalias contra
ellos por haber trabajado para el gobierno republicano. Pere y Aurora asumieron
con tristeza y rabia su nuevo destino, pero Tximo enfureció y quiso matar a
Santiago y al teniente Uría, que apareció de improviso en el lugar. Después de
muchos intentos por parte de todos, Aurora logró llevar a Tximo al interior de
la barraca en la que vivían. Allí, a base de caricias, masajes y palabras dichas
al oído –tal como había aprendido de su madre, una mujer que decían tenía
poderes sanatorios- logró restablecer la paz en el interior de Tximo. A los
pocos días salieron a pie hacia Alicante. Uría les había dado un salvoconducto y
había preparado su embarque en un buque que saldría para Orán.
Mientras tanto, Benito Cerezo
llegó de nuevo a la Intendencia tras la derrota del Ebro. Visiblemente nervioso,
conminó al Teniente Uría y a Santiago para que abandonaran la ciudad y se
dispusieran a reorganizar una contraofensiva en el momento adecuado. Uría
respondió que sólo obedecía al gobierno del Dr. Negrín y que no abandonaría su
puesto bajo ninguna escusa. Irritado, Cerezo le contesta que los muertos no
sirven para nada y que gente como él es necesaria para el futuro. Uría sigue en
sus treces. Entran en una acalorada discusión que termina en lo personal,
después en las manos. Santiago, desbordado, coge una granada y amenaza con
hacerla estallar si no dejan de discutir. Se hace el silencio mientras Uría
encañona a Cerezo con su pistola reglamentaria. Santiago sigue moviendo la
granada, el tiempo corre. Uría baja la pistola, Cerezo se derrumba y Santiago
deja la granada en su sitio. Santiago y Cerezo deciden caminar hacia Alicante
con la esperanza de llegar a tiempo para embarcar en el Stambrook o cualquier
otro barco de salvamento, Uría seguir en su puesto con todas las consecuencias.
Al llegar a Alicante, la gente
se arremolina en torno al puerto. Santiago no mira a los barcos, ni al mar que
nunca antes vio, mira a la multitud y piensa en Laura. Oye disparos, gritos
desesperados, ve a gente que va a ningún lado. El Stambrook parte con muchas más
personas de las que caben en el. No le importa, ve su humeante chimenea perderse
en altamar. Los otros barcos no llegan, pero sí los italianos que cantan alegres
el himno de la juventud mientras bajan por la Rambla de Méndez Núñez. Sentado en
el Paseo de los Mártires, Santiago se ha entregado a la nada y en su mente sólo
vive Laura. Junto a otros miles de republicanos, es conducido al Campo de los
Almendros. Desde lo alto ve el mar por primera vez, pero sobre todo lo huele,
nunca había olido la brisa. En la umbría del monte, a dos kilómetros del mar,
está el campo de concentración. Recuerda a sus padres, a las cañadas, por los
tomillos, las jaras, los pinos, las coscojas y los insectos. Se sienta debajo de
un pino y comienza a jugar con una escolopendra mientras sus compañeros intentan
beber agua el diminuto riachuelo que sale de entre dos piedras. Come hojas de
los almendros, raíces, yerbas, pero no se mueve ni conoce a nadie. Piensa que
todo se ha acabado menos su capacidad para evadirse pensando, soñando con Laura.
A los pocos días, son evacuados del Campo de los Almendros. En la estación de
Alicante, montan en el tren que los llevará al Campo de Albatera. Apretujado,
sin fuerzas, Santiago no se sostiene. Benito se hace cargo de él. Le da ánimos,
le dice no todo está perdido, que pronto verá a Laura, a sus padres, a sus
hermanos, los montes de Sarrión. Santiago no puede mover un solo músculo, se
niega a hablar. Está desfallecido, por dentro y por fuera. Antes de llegar al
Campo de concentración de Albatera, el tren se detiene varias veces para
descargar a los fallecidos, que son conducidos en carros a fosas comunes. Llegan
a Albatera, son formados y colocados en grupos perfectamente identificables.
Durante los dos primeros días no reparten alimentos, al tercero una lata de
sardinas y un chusco de pan para cada cuatro. De vez en cuando, tras los focos,
las metralletas barren el campo ante la presunción de una fuga. Benito avisa a
Santiago, me voy. No podrás, te matarán. Es igual, me voy. Una noche,
compinchado con un guardia a la fuerza al que había conocido en Teruel, escapa
tras una reyerta en la que se ven envueltos otros presos y numerosos guardias.
Se monta una batida por los alrededores, pero sólo encuentran al guardia
cómplice y a unos cuántos cadáveres que habían sido abatidos en anteriores
fugas. En represalia, una decena de presos son fusilados al
amanecer.
Santiago continúa en el Campo de
Albatera, pero no por mucho tiempo. A finales de septiembre de 1940 es
trasladado junto a otros presos al campo de concentración del castillo de
Cuéllar, una fortaleza-palacio renacentista que perteneció al Duque de
Alburquerque, ahora convertida en presidio. El maltrato, el hambre, la tortura,
los fusilamientos, las sacas y las muertes por enfermedad, como en los otros
campos, diezman a la población reclusa. Hacía tiempo, concretamente en 1938, que
los condes de Sarrión habían regresado de Francia ante las sospechas vertidas
por algunas militares franquistas sobre su desafección a la rebelión. Advertido
por un amigo palentino, Don Manrique y su familia hicieron generosas donaciones
económicas a los sublevados, regresando a España para ponerse a las órdenes del
obispo de Palencia, Manuel González, quien había extendido la doctrina de los
sagrados corazones y pretendía hacer de ella un eje vertebral de la nueva
España. Muy a su pesar –los condes rechazan el ideario nacional-católico-, Don
Manrique se imbuye en las campañas de Manuel González y la Asociación Católica
de Propagandistas, logrando disipar en pocos meses, gracias a su acción y a sus
amistades, las dudas que los nuevos mandatarios. La familia pasa unos meses
duros, llenos de discusiones y silencios, en Palencia, con Don Manrique viajando
de un lado para otro dando conferencias sobre los sagrados corazones y la
Eucaristía. Al fin logra su propósito y puede regresar a Madrid de la mano de su
amigo el Marqués de Lozoya, Director General de Bellas Artes, quien lo reclama
para que –dado su amor al arte- realice varias misiones en su departamento, todo
ello sin descuidar las misiones encargadas por Manuel Álvares y por el Primado
Gomá.
En estas circunstancias, la
familia de Santiago logra saber a través del párroco de Argos, la residencia de
Don Manrique y le hacen llegar la preocupación por su hijo, añadiéndole que no
saben nada de ninguno de sus hermanos. Don Manrique, con la prudencia que exige
la situación, se toma el asunto en serio y recurre a todos sus contactos,
logrando que Santiago, tras una brutal paliza, sea trasladado a la cárcel de
Porlier. Allí ha de aguantar las afrentas con que le fustiga el Inspector
General de Prisiones y seguidor de las doctrinas del coronel Vallejo Nájera,
Amancio Tomé, en todo caso mucho
menores que las que sufre su
protegido, Santiago Pijasanta, que se haya en el departamento de destinos, de
personas de confianza –en su mayoría delincuentes comunes muy serviles- sometido
a todo tipo de vejaciones físicas y psíquicas.
Después de una conversación
final bastante violenta con Amancio Tomé, Don Manrique logra sacar a Santiago de
Porlier gracias a una orden del ministro Esteban Bilbao. Santiago salió del
presidio con múltiples heridas corporales y envuelto en una manta militar. Tras
unas curas de urgencia fue acompañado por el conde y su familia a la estación de
Atocha para coger un tren rumbo a Argos, población cercana a Sarrión dónde su
familia purgaba sus culpas al servicio de Dios y de los hombres de bien. Antes
de partir, Santiago habla con Laura, le declara su amor pero al mismo tiempo le
dice que su relación es imposible porque ambos pertenecen a mundos diferentes,
mucho más tras la victoria franquista. Laura no manifiesta directamente sus
sentimientos, sí su cariño y una atracción más allá de la amistad pero no del
todo clara, pero sí su desacuerdo total con Santiago. Laura, reconoce lo difícil
de la situación, pero piensa que nada es imposible y que lo peor que se puede
hacer es resignarse y renunciar a los sueños, ella desde luego, no está
dispuesta a soportar la vida del Madrid que le ha tocado vivir, incluso
asumiendo los riesgos que ello conlleva.
Nota de la Redacción:
agradecemos a Ediciones
Zahorí y al autor, Pedro L. Angosto, su generosidad por
permitir la publicación de este fragmento de Los
vientos lóbregos (Ediciones Zahorí, 2012) en Ojos de
Papel.