Si algo caracteriza a la economía española con respecto a las de las demás
naciones occidentales es la persistencia de unas elevadas tasas de desempleo,
incluso en los momentos álgidos del ciclo. Además, en España, el paro es muy
volátil, de manera que cualquier dificultad económica se refleja en un rápido
incremento del número de trabajadores que son expulsados de sus puestos de
trabajo. Y ello se acompaña de unas muy elevadas tasas de temporalidad derivadas
de la amplia participación de los contratados temporales en el empleo asalariado
total. Paro y temporalidad son, así, dos notas singulares del mercado de trabajo
en España; dos notas que, por otra parte, resultan complementarias entre sí,
pues la movilidad laboral —y, por tanto, las transiciones entre las situaciones
de empleo y desempleo o los cambios de ocupación— se concentra fundamentalmente
en el segmento de los trabajadores temporales.
La temporalidad ha venido
afectando, en la fase alcista del ciclo económico, a aproximadamente un tercio
de los asalariados, aunque, en el momento actual, en plena crisis, ha descendido
a una cuarta parte debido a que la mayoría de los trabajadores que han
perdido su empleo se encuadraban en esta categoría. Ello significa que, en el
mercado de trabajo, se ha producido una segmentación, una dualidad de
situaciones, que se expresa en un amplio grupo de asalariados con contrato fijo
que están al abrigo del desempleo y que se benefician de los pactos salariales
negociados entre las entidades patronales y los sindicatos, y en otro más
estrecho formado por trabajadores temporales que se ven obligados a asumir los
ajustes de cantidades —es decir, la posibilidad de perder su trabajo— que vienen
obligados por las fluctuaciones de la demanda.
La segmentación del mercado de
trabajo
Esta dualidad del mercado de trabajo tiene su
origen en dos elementos que conviene recordar aquí. El primero se refiere a la
persistencia de las instituciones reguladoras del empleo que nacieron durante el
régimen del General Franco; unas instituciones que protegieron a los
trabajadores frente al desempleo haciendo del despido una decisión de difícil
ejecución y, en todo caso, muy costosa para los empresarios; y unas
instituciones, también, que fueron refrendadas en lo fundamental cuando, en
1980, instaurada ya la democracia, se promulgó el Estatuto de los Trabajadores.
Y el segundo alude a la legalización, en 1984, de la contratación temporal no
causal mediante distintas figuras contractuales que no sólo flexibilizaban el
despido, sino que también lo abarataban sustancialmente. La dualidad del mercado
de trabajo se forma, así, a partir de una clara diferenciación de las
condiciones del despido en los dos segmentos en los que se ha dividido el
mercado de trabajo.
Esa diferenciación se expresa, por un lado, en una
facilidad de despido que es mayor en el caso de los temporales, pues sus
contratos, al ser de duración limitada, se extinguen al finalizar su plazo o al
considerarse acabada la obra o servicio para el que se suscribieron. Y, por
otro, en la existencia de unas indemnizaciones muy distintas para cada caso.
Éstas se concretan, para los trabajadores con contrato fijo, en 45 días de
salario por año trabajado, con un límite de 42 mensualidades, aunque si el
despido se considera amparado en causas objetivas —por crisis de la empresa,
para lo que se suele exigir su entrada en pérdidas—, la indemnización se reduce
a 20 días de salario por año trabajado, con un límite de 12 mensualidades,
existiendo también el caso singular de los trabajadores con un contrato de
fomento del empleo estable para los que la indemnización se reduce a 33 días por
año trabajado, siendo el máximo de 24 mensualidades. En cambio, los asalariados
temporales sólo reciben indemnización en contados casos —básicamente cuando no
se renueva un contrato eventual o por obra— y ésta es de sólo ocho días por año
trabajado en la empresa.
El
Banco
de España ha estimado, siguiendo una metodología definida por el
Banco Mundial, que para un trabajador fijo en condiciones estandarizadas —es
decir, un empleado de 42 años que trabaja a tiempo completo, lleva 20 años en la
empresa y gana un salario igual al promedio del conjunto del país— el coste del
despido en España es equivalente a 128 semanas de salario —que, si el despido es
por causas objetivas, se reducen a 56—. Esta cifra se considera como una de las
más elevadas de entre los países de la OCDE, donde la media es de sólo 25,8
semanas de salario, y donde la mayoría de ellos —21 de 29— no superan esta
última cifra. Ello significa que, con respecto a los trabajadores fijos
españoles, los costes de despido en los que han de incurrir las empresas son
desmesurados. Y significa también que esos costes actuarán como una barrera a la
entrada en ese segmento del mercado de trabajo, aunque no en el de los
asalariados temporales, pues, comparativamente, el despido de estos últimos
tiene un coste prácticamente nulo.
Esto último se comprueba de una forma
nítida cuando se observa que la contratación de trabajadores temporales es
aproximadamente siete veces mayor que la de trabajadores fijos. O también que
alrededor del 90 por 100 de los trabajadores sin experiencia previa son
contratados temporalmente, especialmente si su cualificación educativa es
reducida. Más aún, a estos últimos les resulta muy difícil abandonar el segmento
temporal, de manera que, entre ellos, el 60 por 100 de los que cuentan con diez
años de experiencia siguen trabajando bajo un contrato de duración limitada.
Para que el lector se haga una idea comparativa, cerca de dos tercios de los
titulados superiores empiezan a trabajar en el segmento temporal, pero con un
poco más de dos años de experiencia sólo permanece en él un 40 por 100,
reduciéndose esta tasa a la mitad a los diez años de carrera laboral.
Pero las diferencias entre los trabajadores fijos y temporales no acaban
ahí. También tienen su plasmación en las condiciones a las que acceden a la
protección por el desempleo. Los primeros —que, en épocas de prosperidad, apenas
se ven en una situación de paro, pues ésta afecta sólo al 1,5 por 100 de ellos,
sin que este porcentaje llegue al 4 por 100 en la depresión— cuentan con una
generosa prestación del Estado que, en promedio, equivale a cerca del 70 por 100
de su salario. España es, a este respecto, uno de los países de la OCDE en los
que la cuantía de esa prestación es más elevada, al ocupar el puesto décimo del
ranking correspondiente. Pero si atendemos a los trabajadores temporales —que
son los que más transitan por las oficinas de desempleo, pues, durante el ciclo
alcista, el paro afecta a alrededor de la quinta parte, y durante el recesivo, a
cerca de la mitad—, entonces el nivel de protección se reduce en diez puntos
porcentuales hasta el 60 por 100 del salario, lo que queda por debajo del
promedio de la OCDE.
En resumen, la segmentación del mercado de trabajo
refleja una profunda desigualdad entre los asalariados fijos y temporales. Ello,
con ser grave en el plano de la equidad, tiene además dos implicaciones muy
severas para la economía en su conjunto. Por una parte, conduce a que los
ajustes en el mercado de trabajo se realicen a través de la contratación —en las
fases de auge— o el despido masivo de trabajadores temporales —en las de
depresión—, quedando excluida cualquier posibilidad de que las empresas corrijan
sus costes modificando los salarios. El desempleo es así la válvula de escape de
las crisis en la economía española; pero al operarse de esa manera la depresión
se acentúa, pues el paro afecta seriamente a las expectativas de consumo,
restringiendo el gasto de los ocupados, y, por derivación, a las de inversión,
pues esa caída del gasto hace que se deteriore la confianza de los empresarios
en el futuro inmediato, tal como reflejan las
estimaciones trimestrales
de la Contabilidad Nacional que publica el INE.
Dicho de otra manera, al centrarse el ajuste del mercado de trabajo en el nivel
de desempleo, las recesiones en España se hacen más intensas y, sobre todo, más
duraderas que en otros países.
Pero es que, además, el alto nivel de
temporalidad, al impedir que muchos trabajadores adquieran las destrezas
necesarias para los empleos de cierta cualificación, repercute negativamente
sobre la productividad de la economía, lo que equivale a decir que reduce su
capacidad competitiva en el comercio internacional y, como consecuencia, sus
posibilidades de obtener, a través de la exportación, los ingresos necesarios
para equilibrar las cuentas exteriores. Este último aspecto es, como todo el
mundo sabe, especialmente sensible en España, pues su economía ha tendido
tradicionalmente al desequilibrio financiero con el crecimiento. Ello, en el
momento actual, cuando como consecuencia de la adopción del euro se ha perdido
la posibilidad de alterar el valor de la moneda, hace que la única posibilidad
de ajustar la cuenta exterior pase por incrementar la capacidad competitiva de
las empresas. Y una alta proporción de trabajadores con contrato temporal es un
freno para ello.
El modelo de negociación de los convenios colectivos de
trabajo
La dualidad en cuanto a las
condiciones laborales no es el único problema que se aprecia en el mercado de
trabajo español. Éste adolece también de un sistema de negociación colectiva que
tiene efectos perversos sobre la viabilidad de las empresas al quedar
desvinculados los salarios que deben abonar a sus trabajadores de los niveles
concretos de productividad que se obtienen de su trabajo. El marco institucional
de la negociación colectiva otorga a los sindicatos un papel crucial en la
representación de los trabajadores, aún cuando sólo uno de cada diez de éstos se
encuentra afiliado a aquellos. Ello es así debido a que el ámbito más frecuente
de negociación es el sectorial y no el de la empresa. A esa delimitación
sectorial se le añade el hecho de que seis de cada diez convenios son de
carácter provincial o autonómico, y otros tres más de ámbito nacional. Y ocurre
que, fuera de la empresa, la ley sólo otorga representación a los sindicatos que
hayan obtenido más delegados en las correspondientes elecciones, lo que hace que
las Centrales Sindicales se encuentren muy interesadas en desarrollar los
convenios colectivos de naturaleza territorial–sectorial. Estos convenios son, a
su vez, obligatorios para todas las empresas del ámbito establecido en ellos,
siendo muy restrictivas las condiciones para descolgarse de ellos.
Pues
bien, este diseño institucional conduce a que, en España, exista una enorme
rigidez en los salarios y a que éstos no guarden relación con la productividad.
Así, los estudios que se han realizado al respecto señalan que los incrementos
salariales en las diferentes ramas de la economía son muy superiores a los
aumentos de la productividad, encareciéndose de esta manera, a lo largo del
tiempo, el componente retributivo de los costes de las empresas. Ello sólo es
sostenible cuando la demanda resulta fuertemente expansiva, pues la euforia del
gasto posibilita que los aumentos de costes se trasladen a los precios. Pero
cuando la crisis económica asoma y los consumidores, sean éstos nacionales o
extranjeros, restringen su gasto, entonces las empresas deben ajustar sus
precios; y sólo podrán hacerlo si existe margen suficiente entre los salarios y
la productividad. Cuando ese margen es reducido, entonces inevitablemente
sobreviene la quiebra. Esto es lo que
ha ocurrido en España con casi
cuatro centenares de miles de empresas durante el último
año, la mitad de las cuales contaban con trabajadores
asalariados.
Los estudios internacionales señalan que el modelo de
negociación colectiva de tipo sectorial–territorial es el que conduce al mayor
divorcio entre salarios y productividad, y, como consecuencia, resulta ser el
más desfavorable para el empleo. A este respecto debe destacarse que es en los
países en los que los convenios colectivos se negocian en la empresa —y también
en los que las condiciones de trabajo se conciertan para todos los sectores en
un ámbito nacional— donde se produce una mayor consonancia entre aquellos
elementos, favoreciéndose así el sostenimiento de los niveles de empleo.
En definitiva, vemos que el diseño de las instituciones del mercado de
trabajo en vez de coadyuvar al empleo y a la competitividad, operan justamente
en el sentido inverso, lo que, en los períodos de crisis, las convierte en una
rémora para reducir el desempleo y recuperar el crecimiento de la economía, y,
en las etapas de auge, en un freno para consolidar un sistema productivo capaz
de sostener el equilibrio de las cuentas exteriores a través de la competencia
internacional.
La reforma del mercado de trabajo
En estas
circunstancias, considero ineludible una reforma del mercado de trabajo en
España. Ha llegado el momento de librarse de las rémoras del pasado —por mucho
que sobre ellas se asienten los poderosos intereses sindicales— y de acabar con
el conservadurismo que ha caracterizado a la política laboral desde el comienzo
de nuestro actual sistema democrático. Las propuestas que se han hecho a este
respecto durante los últimos meses son, a mi modo de ver, demasiado tímidas y de
corto alcance. Introducir unas nuevas formas de contratación con menores costes
de despido, como ha hecho la CEOE, o propugnar un cambio en el correspondiente
sistema de indemnizaciones, como ha
reclamado el Gobernador del Banco de España,
son medidas aceptables pero insuficientes. Dada la magnitud del problema se
requiere una reforma mucho más radical.
Esa reforma debería orientarse
hacia la completa unificación de las condiciones jurídicas de la contratación de
todos los trabajadores, acabando así con la distinción entre los fijos y los
temporales, salvo cuando éstos lo son por la naturaleza de la actividad. Tal
unificación tendría que referirse tanto a las condiciones salariales, como a los
costes del despido, de manera que éstos no dependieran más que de la antigüedad
del trabajador en la vida laboral. En este sentido, podría adoptarse un sistema
similar al danés, de manera que cada trabajador cotice una parte de su salario
para constituir un fondo individual que financie su situación de desempleo, tal
como propugnó Miguel Ángel Fernández Ordóñez. De esta manera, las
indemnizaciones por despido podrían rebajarse drásticamente hasta unas cifras de
entre diez y treinta días por año trabajado —con un máximo de trece meses de
salario, alcanzable transcurridos cinco años de trabajo—, más acordes con las
que prevalecen en los países avanzados de la Unión Europea. Me interesa subrayar
que no propugno el despido libre, pues, en todo caso, el despido tendría que
estar justificado bien por razones disciplinarias, bien por causas económicas o
tecnológicas. Los criterios de valoración de estas últimas deberían ser más
acordes con las consideraciones propias de la economía de la empresa que con un
rígido baremo basado en la cuenta de pérdidas y ganancias.
Asimismo, la
protección de los desempleados tiene que ajustarse a los estándares europeos y
tratar por igual a todos ellos. A este respecto, el porcentaje del salario que
obtienen los parados podría elevarse unos cinco puntos porcentuales sobre su
nivel actual —llegando al 75 por 100 durante los seis primeros meses y
quedándose en el 65 por 100 posteriormente—. A su vez, la duración máxima de la
prestación para los trabajadores con seis años de cotización, se debe quedar en
los 24 meses actuales, aunque, de manera transitoria, mientras persistan las
condiciones actuales de crisis, podría elevarse hasta doce meses más. La
financiación de estas prestaciones debe derivarse hacia el Estado, para lo que
sería conveniente un refuerzo fiscal basado en el aumento de los tipos
impositivos del IVA; un aumento que podría estar acompañado de una rebaja de las
cotizaciones sociales, de manera que la carga impositiva del trabajo se
redujera, mejorando así la competitividad de las empresas. A este respecto, un
punto porcentual de incremento el los tipos del IVA equivale, en términos
recaudatorios, aproximadamente a 1,07 puntos en las cotizaciones sociales. Por
ello, si el IVA español se situara en el 20 por 100 —que es el tipo que
prevalece en los países de Europa—, las cotizaciones podrían rebajarse en un
4,28 por 100, con lo que éstas se alinearían hacia el promedio europeo.
Otra reforma necesaria es la que se refiere a la negociación colectiva.
El modelo actual es, como se ha visto, muy ineficiente, por lo que se requieren
cambios normativos que obliguen a que las condiciones salariales sólo puedan
negociarse en el ámbito de la empresa o en el de convenios generales de carácter
nacional. En cambio, los aspectos referentes a las condiciones de seguridad, la
distribución de la jornada de trabajo en cada sector concreto y la formación de
los trabajadores, serían negociados en convenios de ámbito intermedio, sectorial
o territorial.
Las instituciones del mercado de trabajo no se agotan en
los temas que aquí se han abordado, aunque ellos sean los más relevantes desde
la perspectiva económica. Por consiguiente, convendría que una reforma de gran
envergadura como la que aquí he propugnado entrara también en otros aspectos
como, por ejemplo, el de las políticas activas de empleo —que están muy
insuficientemente dotadas y que requieren una coordinación entre las Comunidades
Autónomas, pues son éstas las Administraciones responsables de ellas— o el del
funcionamiento del Servicio Público de Empleo Estatal —que es actualmente muy
ineficaz y que tendría que ser complementado con una mayor participación del
sector privado en la intermediación para el empleo—.
Todo ello requiere
grandes dosis de voluntad política y, sobre todo, alejamiento de los intereses
corporativos, especialmente por parte de los sindicatos. El profesor Fuentes
Quintana —maestro de los economistas de mi generación que, desde el Ministerio
de Economía impulsó las reformas institucionales que definen una buena parte de
nuestro actual sistema económico— señaló en cierta ocasión que «el principal
partido político que hay en el país lo forman los sindicatos», aludiendo a la
cerrada defensa que éstos realizan de los intereses de sus afiliados —no del
conjunto de los trabajadores— sin que les importen las consecuencias de su
política. Años más tarde, uno de esos economistas de mi generación, José Luís
Malo de Molina, actual director del Servicio de Estudios del Banco de España,
constató que «las actitudes puramente defensivas de los sindicatos frente a las
necesidades de adaptación del marco institucional del mercado de trabajo, les
colocan en una posición conservadora, enfrentada al progreso social». De ahí
que, en este caso, nuestros gobernantes harían muy bien si tomaran distancia con
respecto a los agentes sociales que dicen representar, aunque ello sea dudoso,
al conjunto de las clases trabajadoras.