LA SOLUCIÓN FINAL (*)
¡Otra vez, no! ¿Es que nunca se va a acabar?
¿Cuándo tendremos derecho a olvidar? ¿De nuevo esos seis millones de muertos?
Hemos sufrido las fotos de los escuálidos cadáveres desnudos, las versiones de
supervivientes de los campos de concentración, el Proceso de Nuremberg, el gueto
de Varsovia, debates sobre el genocidio, documentales, el juicio de Eichmann y
su sonada polémica. ¿Acaso tenemos que volver a pasar por ello? Ante este libro
extenso y aterrador pero noble de Gideon Hausner, la respuesta es un inevitable
«sí».
Hausner ha recopilado documentos sobre el juicio y su
protagonista, y también sobre todo el programa alemán para el exterminio de los
judíos, más un tercer documento en el capítulo 12 sobre lo que las potencias no
hicieron. Al igual que el renuente invitado de boda, debemos escuchar lo
queramos o no, porque el libro del señor Hausner tiene que ver no sólo con
alemanes y judíos, con crímenes de guerra e inimaginables atrocidades, sino
también con el alma humana, como la canción del viejo marinero. Debemos escuchar
porque aquí nos vemos enfrentados al alma humana del siglo XX.
El
«terrible siglo xx», lo llamó Winston Churchill. Hasta que dio comienzo, la idea
de progreso había sido la más firme convicción del XIX. El hombre se consideraba
perfectible y perfeccionador. Luego, dos veces en veinticinco años, o en el
espacio de una generación, llegó la precipitada caída en la guerra mundial,
acompañada en la segunda ocasión por el asesinato físico de seis millones de
personas en el territorio que ocupaban —perseguidos con fanatismo durante más de
cinco años entre las simultáneas exigencias de la guerra exterior— a manos de
los alemanes. Simplemente por el alcance y lo deliberado de su propósito, este
episodio de la crueldad del hombre para con el hombre no tuvo precedentes. Es
hora de preguntarse cuál fue su relevancia histórica.
Una respuesta
posible es que, al menoscabar nuestra idea de progreso humano, la experiencia
infligió un daño moral a la humanidad. Marcó terriblemente la imagen que el
hombre tenía de sí mismo, con efectos que la sociedad muestra ahora. Puede que
la ofensa contra la humanidad cometida por los alemanes y permitida por el resto
del mundo fuera tal que una barrera moral, como la del sonido, fue traspasada,
con el consiguiente resultado de que, en este momento de la historia, el hombre
puede haber dejado de creer en su capacidad de ser bueno o en el patrón social
que una vez lo contuvo a él. Desilusionado y sin rumbo o sentido de la
dirección, se muestra afligido y fascinado por el autodesprecio, como si, una
vez perdidas de vista las Encantadoras Montañas, tuviera que deambular
tristemente por las Ciudades de la Llanura.
Ésta no es una proposición
susceptible de sustentarse sociológicamente dentro de los límites de una reseña
literaria. En el libro, Hausner construye a partir de las pruebas disponibles un
relato que muestra cómo se alcanzó la cifra de seis millones. Leer las actas de
la Conferencia de Wannsee de 1942 en las que el plan para la Solución final
—exterminación de los judíos europeos— fue adoptado no es precisamente creer en
la página impresa. Ninguno de los trece departamentos del gobierno alemán
representados en aquella reunión puso en duda el objetivo, sólo los medios.
La gestación del proceso sólo se cree cuando se ve en estas páginas, y
su inmensidad sugiere la cantidad de alemanes implicados: abogados para redactar
los decretos, funcionarios para gestionarlos, prácticamente toda la SS para
ejecutar el programa, policía y ciertas secciones de la Armada para ayudarles,
empleados del ferrocarril y camioneros para transportar a las víctimas,
administrativos para llevar la estadística, banqueros para tabular los dientes
de oro y las alianzas rescatados de los millones de cadáveres, sin mencionar a
los afortunados ciudadanos que recibieron propiedades, negocios y pertenencias
judíos.
La amnesia nos ha hecho olvidar nuestro rol, no menos
desagradable. El papel del mundo libre en este asunto, con la excepción del
épico rescate danés y el refugio ofrecido por Suecia y Suiza, fue el de omisión.
Al recopilar pruebas de repetidas oportunidades y repetidos rechazos en el
capítulo 12, Hausner desenmascara los gobiernos de las democracias occidentales
en una conspiración de silencio oficial de la misma manera que
El vicario
desenmascara al Papa. Eso nos obliga a reconocer que la omisión puede ser un
acto que a final de cuentas hay que tener en consideración.
Buena parte
del material de este libro ya se había publicado antes —más recientemente en
La destrucción de los judíos europeos, de Raul Hilberg, y en la polémica
obra de Jacob Robinson, colega del señor Hausner,
And the Crooked Shall Be
Made Straight—, pero en ningún lugar de manera tan exhaustiva. El señor
Hausner ha combinado cientos de relatos de predadores y presas en un monumental
libro. Su cualidad especial es la realidad infundida a los increíbles hechos
descritos por el testimonio de supervivientes. El lector, atrapado en la
historia, siente con personal inmediatez lo que significaba ser un judío sin
recursos ni escapatoria en una Europa controlada por la Gestapo.
La
tarea de reconstruir el caso contra Eichmann y ponerlo en el punto de mira
mundial, a menudo crítico, dejaba al señor Hausner como un hombre desolado y
vehemente, movido por la necesidad de comunicar. Es una lástima que, al escribir
en una lengua que no es la suya y no tener muy buena relación con su editor,
eche mano, especialmente al comienzo, de una prosa ampulosa para expresar la
fuerza del sentimiento. Es una lástima, porque tiende a despertar cierta
resistencia en el lector. Sin embargo, si se saltan los dos primeros capítulos,
que son completamente accesorios, el lector verá que cuanto más ahonda el autor
en su material más deja que hable por sí solo. Todo lo que uno necesita saber
está allí; el conjunto es sobrecogedor.
La figura central y dominante
es, sin lugar a dudas, el teniente coronel Eichmann, jefe, bajo Heydrich y
Himmler, del Departamento de Asuntos Judíos de la SS, brazo ejecutivo de la
Solución final. Todo apunta a que hizo su trabajo con un fervor y entusiasmo que
muchas veces dejaba sus órdenes al margen. Tal era su empeño que se propuso
mejorar sus conocimientos de hebreo y
yiddish para tratar con las
víctimas. Cuando alguien lo amenazaba con zafarse de él, como en el caso de
Jenni Cozzi, viuda judía de un oficial italiano, Eichmann se resistía a
liberarla del campo de concentración de Riga con fanatismo y éxito pese a las
peticiones de la Embajada italiana, el partido fascista italiano e incluso su
Departamento de Asuntos Exteriores.
Cuando los holandeses trajeron
problemas, como él mismo decía, tuvo que «luchar por más [deportaciones]». Su
trayectoria en Hungría, país donde, incluso bajo amenaza de la avanzadilla
soviética, las deportaciones se realizaban de manera tan precipitada que a veces
llegaban a Auschwitz cinco trenes diarios cargados con mil cuatrocientas
personas, tocó techo con un esfuerzo maníaco, concebido y organizado al detalle
por él mismo, para redondear los cuatro mil judíos de Budapest en un solo día.
«Hacía falta algo más que genialidad —escribió un observador en el juicio, el
historiador inglés Hugh Trevor-Roper— para que un simple teniente coronel de la
SS organizara en plena guerra [...] y en feroz competencia por los recursos
básicos, el transporte, la concentración y el asesinato de millones de
personas».
Eichmann era un hombre extraordinario en cuyo historial
difícilmente figuraba la «banalidad» del mal. Para la autora de esa frase
inefable —aplicada al asesinato de seis millones—, dejarse engañar por la
versión que Eichmann daba de sí mismo como un funcionario que obedecía órdenes
es uno de los misterios del periodismo moderno. Para un supuesto historiador, es
inexplicable.
Cualquier historiador, incluso con la formación más
rudimentaria, sabe lo bastante para abordar su fuente siempre alerta ante
posibles casos de ocultación, distorsión o mentira. Trasladar esta cautela a la
historia actual —es decir, al periodismo— debería ser algo instintivo. Eichmann
alegaba que él era un hombre corriente, una figura «banal», y mantuvo
desesperadamente aquella pose durante el interrogatorio y el juicio. Fue la
pieza clave del abogado defensor. La aceptación plena de este hecho por parte de
Hannah Arendt sugiere o bien una sorprendente ingenuidad o bien un deseo patente
de apoyar la defensa de Eichmann, lo cual es si cabe aún más sorprendente. Como
la cautela aconseja que no califiquemos a la formidable señorita Arendt de
ingenua, únicamente nos queda la alternativa del descontento.
La
cuestión que más polémica ha despertado —la importancia de la colaboración judía
en su propio exterminio— se aclara aquí para quien quiera comprender y no
juzgar. De hecho, la disputa me parece cuestión de actitud más que de hechos.
Una curiosa estridencia se cierne sobre quienes, habiendo permanecido a salvo en
el exterior, ahora se aferran ávidamente a la tesis de que los judíos se
rindieron con demasiada facilidad y, de alguna manera, fueron culpables de su
propio sacrificio. El atractivo de la tesis es que, al hacer recaer la culpa
sobre la víctima, los demás quedan libres de toda responsabilidad.
Si
por colaboración entendemos que los judíos, a punta de pistola y exentos de las
protecciones normalmente brindadas por la sociedad, fueron adonde les dijeron e
hicieron lo que se les ordenó sin oponer resistencia, entonces es indudable que
colaboraron; porque así se lo dictaba su tradición de supervivencia. Tradición
innata durante dos mil años de minoría oprimida sin territorio y sin autonomía,
o la categoría de Estado bajo sus pies.
Siempre indefensos contra las
periódicas oleadas de odio que los azotaban, preferían la sumisión antes que la
desesperada lucha guiados por el más poderoso instinto de su raza: la
supervivencia. Su única respuesta a la persecución era sobrevivir a ella. ¿Quién
iba a saber o a pensar que esta vez la muerte había sido deliberadamente
planeada para todos ellos? ¿En qué momento se acepta su carácter definitivo?
Cuando, como en el Gueto de Varsovia, se aceptó, los judíos lucharon con la
fiereza y valentía con que sus propios antepasados lo habían hecho contra los
romanos, y con la misma desesperación.
¿Qué motivo había en los campos
de concentración para resistirse o rebelarse, cuando no tenían lugar al que ir,
nadie a quien acudir ni refugio alguno? Al borde de la tumba, a la puerta de la
cámara de gas, obedecían las órdenes de desnudarse para no morir antes de tiempo
por negarse a cooperar. La idea de esta sumisión nos repugna. Sin embargo,
fueron los hermanos y primos y tíos de estas mismas personas quienes, en
Palestina, cuando su situación cambió, lidiaron durante tanto tiempo con todas
las desventajas habidas y por haber en la guerra para conseguir, al fin, la
independencia.
El señor Hausner observa, además, que la falta de
resistencia no era exclusiva de los campos de concentración. Que nosotros
sepamos, los alemanes también masacraron literalmente a millones de personas en
los campos de los prisioneros de guerra soviéticos sin resistencia. Y recuerda a
la compañía norteamericana de paracaidistas en la batalla de las Ardenas,
ejecutados tras recibir órdenes de cavar sus propias tumbas. Ellos también
obedecieron.
Transmitir a la generación más joven de Israel una
interpretación sobre esta cuestión y sobre la naturaleza de la tragedia que se
apoderó de su pueblo perdido era uno de los principales objetivos del juicio de
Eichmann. Entre las muchas cartas que Hausner recibió cuando el juicio terminó
estaba la de una chica de diecisiete años: «Yo no podía honrar a todos los
familiares de los que oí hablar a mi padre. Los odiaba por dejarse masacrar.
Usted me ha abierto los ojos a lo que realmente pasó». En un contexto más
amplio, el juicio fue celebrado por el Estado nacido después de la tragedia, con
sentido de la responsabilidad hacia su pueblo, hacia los muertos y hacia la
historia.
(*) Reseña de
Justice in Jerusalem de Gideon Hausner
(
New York Times Book Review, 29 de mayo de 1966).
Nota de la Redacción: Este texto corresponde al libro de
Barbara W. Tuchman:
Cómo
se escribe la historia. Las claves para entender la historia y otros
ensayos (Gredos, 2009). Queremos hacer constar
nuestro agradecimiento a
RBA Libros por su
gentileza al facilitar la publicación en
Ojos
de Papel.