En el año 1858 el escritor ruso
Iván Goncharov (Simbirsk, 1812-San Petersburgo, 1891) dio a la imprenta una de las obras más importantes de toda la novelística rusa del XIX, y sin duda su trabajo más memorable,
Oblómov. En este libro, Goncharov enfrenta a dos personajes que ya han pasado al acervo cultural ruso y europeo como prototipos perfectamente definidos y reconocibles por cualquiera.
Uno se llama Stolz, cuyo nombre en alemán significa algo así como altanero, un tipo equilibrado, seguro de sí mismo, trabajador, europeísta convencido, partidario de todo lo occidental, la nueva economía industrial, el avance, el progreso, la acción... El otro es el que da título al libro, es decir, Oblómov, o lo que es lo mismo, ruina, una ruina andante y con forma humana. Oblómov es el joven representante de la aristocracia rusa del XIX por excelencia, y como prototipo, de toda nobleza europea decadente, un tipo ocioso y apegado a las viejas tradiciones, melancólico, perezoso hasta lo inconcebible, rabiosamente abúlico, un mediocre de tomo y lomo que es capaz de dejar naufragar todos sus sueños y expectativas en las inhóspitas costas de su propia indolencia y de un dejarse vivir ajeno a cualquier toma de decisiones, a cualquier acción.
Pero lo más logrado del prototipo Oblómov, su rasgo más interesante y sin duda perdurable es que contempla su propia decadencia, su caída en picado como un drama universal que le imponen fuerzas ajenas a su propia realidad y voluntad. Y cuando la melancolía y tristeza de su buscado drama personal se le impone como realidad, Oblómov se refugia en los idílicos vapores consoladores del recuerdo de Oblomovka, la casa familiar situada en plena campiña rusa, un lugar paradisíaco, símbolo y estampa de la felicidad y de un tiempo perdido (la infancia), a los que Oblómov acude en ensoñaciones cuando la propia incapacidad de resolver su situación le bloquea y desbarata como a un muñeco roto.
Iván Goncharov (Simbirsk, 1812-San Petersburgo, 1891)Oblómov no hace nada, nada de nada. La conciencia distorsionada de su propia desdicha lo empuja aún más a la inacción, es decir, a pasarse las horas tumbado en el diván o en la cama, lugar del que no sale hasta bien avanzada la trama de la novela.
El caso es que como a
Enrique Vila-Matas, quien lo refiere en su último libro,
Dietario voluble, yo también, de vez en cuando, me abandono con dramático gusto y placer a la desgana vital propia del Síndrome Oblómov, y en estos días de otoño lluvioso y frío que ahora empiezan a menudear por estas geografías, no me levantaría de la cama por las mañanas, dejando que el calor de mantas y sábanas me acunen y adormezcan, dejando en un estado de beatífica inacción.
El Síndrome Oblómov se describe como una suerte de enfermedad maldita para la que no existe una cura eficaz y duradera. Tiene mala prensa el Síndrome Oblómov, y a los que de vez en cuando nos sentimos atrapados por él, incluso nos da vergüenza reconocerlo, e intentamos salir ruborizados de su abrazo que intuimos como una terrible marca que nos señala ante la sociedad como malditos y apestosos inútiles, incapaces de acciones que conducen al progreso y avance del mundo.
No digo que quedarse por siempre jamás disfrutando de los síntomas y consecuencias del Síndrome Oblómov sea algo recomendable y venturoso, pero a estas alturas de mi vida, ya he llegado a la conclusión de que no estaría nada mal que algunos “partidarios de la acción” y “los avances” sucumbieran de vez en cuando y durante largas temporadas al Síndrome Oblómov. Seguro que viviríamos más tranquilos. ¿O no?