Juan Antonio González Fuentes
Ha muerto el
Capitán América. Lo han asesinado cuando acaba de cumplir los sesenta y seis años de edad y había superado ya la edad de jubilación. Lo cierto es que se le notaba un poco alicaído y que los años no habían pasado en balde. Después de comer se quedaba dormido al calor de una manta en el sofá, desde hacía años sentía un frío permanente en el cuerpo, y últimamente, después de llevar a cabo alguna heroica hazaña, ya no recuperaba como antes y estaba media semana agotado y con el cuerpo dolorido.
Así todo seguía siendo un héroe, el único, que yo sepa, que se había negado a aceptar la ley antiterrorista promulgada por las autoridades norteamericanas tras los atentados del 11 de septiembre, una ley que obliga a quienes tengan superpoderes a inscribirse en un registro que lleva la policía.
Sí, un francotirador apostado en lo alto le ha quitado la vida al Capitán América a la entrada del Tribunal que lo iba a juzgar precisamente por no acatar la famosa Patriot Act, ese entramado jurídico de Bush & Cº que actualmente recorta los derechos civiles de los ciudadanos americanos.
Capitán América
Al Capitán América lo conocí gracias a mis primos pequeños. Ellos leían, no sé muy bien por qué, sus aventuras, al igual que las de otros muchos superhéroes de la casa
Marvel. Durante mi infancia y adolescencia yo había leído sólo los cómics españoles de rancio abolengo y nutrida historia. Estaba yo muy familiarizado, por ejemplo, con el
Jabato, el Capitán Trueno, Goliath, Crispín, Taurus, El Corsario de Hierro, el sheriff King, y otros héroes más clásicos y literarios que eran recogidos en las llamadas Joyas Literarias que editaba, creo no equivocarme, la editorial
Bruguera.
Los tipos salidos de la factoría Marvel no me interesaban entonces nada, me daban un poco de pavor y repelús. Pero cuando ya estaba en plena adolescencia, e incluso la repuntaba de alguna manera, llegaron mis primos con su afición y empecé a frecuentarlos con alguna afición. Nunca me gustó
Superman, un cretino insoportable con ricito idiota en la frente cuyo traje me parecía estúpido y sus enemigos unos aburridos incompetentes. Los superhéroes que iban en grupo tampoco me hacían mucha gracia, quizá porque se me figuraban una familia bien avenida e insulsa, casi burguesa y dominguera. Así pasaba las páginas de los
4 fantásticos, Los Vengadores y demás asociaciones con elegida ligereza. Los héroes mutantes que se convertían en cosas horrorosas o en fuerzas de la naturaleza casi descontroladas también me repelían.
Batman me parecía un pequeño fraude, un tipo al que su condición heroica le venía dada porque tenía mucha pasta y podía permitirse el lujo de comprarse artefactos fantásticos; además, su relación con
Robín instintivamente me daba grima, y la ciudad de Gotham era un lugar lúgubre, triste, frío, una cueva sólo apta para murciélagos y demás familia.
Así que entre los superhéroes heroicos e inalcanzables me quedaba preferentemente con cuatro por razones distintas. Con
Conan el Bárbaro, un tipo que me daba al principio cierto miedo por ser tan bárbaro e iletrado, pero que de tan bruto acabé casi encariñándome con él, como con ese compañero poco dotado y animalesco al que te quedabas mirando fascinando por asumir en él tanta fuerza y cortedad. Además estaban las chicas o mujeres que salían en su páginas, una hembras voluptuosas y medio desnudas siempre que poblaban parte de mis sueños eróticos y húmedos. Luego estaba
Spiderman, cuyo esquijama no me hacía muy feliz, pero en quien veía un tipo más o menos normal, al que sus superpoderes a veces fastidiaban e impedían hacer una vida soñada al lado de una buena chica medio intelectual y aficionada al cine de
Fellini y
Woody Allen. También me gustaba mucho
Thor, y me gustaba porque era el superhéroe por excelencia, un tipo indestructible e invencible sencillamente porque era un dios. En él los superpoderes eran innecesarios, pues al ser un dios todo le venía por añadidura. Como arma principal tenía un martillo maravilloso, al que daba poco uso, porque cuando se lo daba con función de arma destructora, los resultados eran atronadores, terribles, inapelables, en exceso concluyentes. Me gustaba mucho su casco con alitas a los lados, y cómo volaba por los cielos del mundo arrastrado por el poder inmenso de su martillo. Cada vez que Thor volaba agarrado a su maza maravillosa en mi mente sonaba de música de
Wagner, aunque entonces no sabía ni quién era Wagner ni jamás había escuchado su música. Y por último estaba el Capitán América, a quien yo seguía con aprecio porque me parecía un buen tipo, un tipo con principios democráticos y libertarios por encima de otras consideraciones. Le recuerdo enfrentado a los nazis de Hitler cuando era un superhéroe joven, dinámico y comprometido. También se enfrentó con bastante éxito a los stalinistas y demás secuaces del marxismo-leninismo que venía indefectiblemente del frío más frío siberiano. Y al final se enfrentó al terrorismo internacional y a las injusticias cometidas por sus propias autoridades. Su única arma era un escudo maravilloso que lo repelía casi todo y que podía ser utilizado como un boomerang altamente destructivo.
El Capitán América nació encarnando y defendiendo unos principios que eran por los que supuestamente su país de origen se embarcó en la Segunda Guerra Mundial. Se llamaba
Steven Grant Rogers, nació en los EE.UU durante la Gran Depresión en el seno de una familia pobre. Así todo comenzó a estudiar Bellas Artes, hasta que los crímenes y desmanes nazis en Europa le llevaron a alistarse en el ejército estadounidense, aunque fue rechazado debido a su pobre constitución física. Pero finalmente se embarcó en un proyecto secreto del gobierno llamado Operación: renacimiento, que tenía como objetivo desarrollar una droga especial destinada a convertir a sus consumidores en super-soldados. Steve Rogers, como conejillo de indias, probó las drogas y se transformó en un portento físico, en un combatiente excepcional. Pero sólo él pudo seguir el programa, pues un espía nazi asesinó al doctor
Emil Erskine, eminencia gris de todo el proyecto.
Durante décadas el Capitán América combatió por la libertad y por el sueño americano. Hoy, ese sueño, en su versión pesadilla, paradójicamente ha acabado con él. Los tiempos están cambiando, cantaba
Bob Dylan, pero jamás pudo imaginar cuánto y hacia dónde.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.