El círculo de amigos más íntimo de
Beethoven (1770-1827) lo conformaba un grupo realmente curioso de personajes muy heterogéneos, por ejemplo, los directores de colegio
Giannatasio del Río y
Karl Bloechlinger, el profesor
Karl Peters o el abogado
Johann Baptist von Bach, quienes ayudaron al compositor en la aventura vital más compleja de las emprendidas por él: la adopción y educación de su sobrino Karl. Otros íntimos del maestro fueron
Karl Johann Wolfmeyer, un comerciante de tejidos que ayudó económicamente al músico en momentos de apuro, los miembros del cuarteto Schuppanzigh, alumnos o intérpretes como
Moscheles y
Czerny, o
Franz Oliva, un empleado de banca a quien Beethoven dedicó en 1809 sus
Seis variaciones para piano en re mayor, op. 76.
Estas variaciones fueron concebidas en un momento de auténtica efervescencia creativa y también cuando la sordera ya no era un problema tan sólo naciente. Fueron los años en torno al estreno de la Sinfonía Heroica, de la ópera
Fidelio, de los cuartetos Rasumovsky, del concierto para violín y orquesta, del Tercer concierto para piano y orquesta, de las sinfonías Cuarta, Quinta y Sexta… También fue la época en la que
Beethoven estuvo a punto de abandonar Viena buscando seguridad económica en una oferta que le hizo la provinciana corte de Kassel. Sus admiradores en la capital imperial, encabezados por la condesa
Maria Erdödy y el conde
Ignaz Gleichenstein, lograron que tres mandatarios del Imperio se comprometieran a pagar una renta anual al músico de cuatro mil florines, lo que disipó para siempre la negra sombra de la penuria en la vida de
Beethoven.
El año en el que las Variaciones op. 76 fueron dedicadas a Franz Oliva, 1809, los franceses bombardeaban Viena y el músico, incapaz de soportar el estruendo de las explosiones, fatal para sus maltrechos oídos, se refugiaba en el sótano de la casa de su hermano con la cabeza envuelta en una almohada. Con todo, por aquel entonces escribió estas seis variaciones sobre un tema original que tiempo más tarde de nuevo utilizó para su opus 113,
Las ruinas de Atenas.
Claudio Arrau interpreta la "Sonata Waldstein" de L.V. Beethoven (vídeo colgado en YouTube por lipotito)Si estas seis variaciones no se constituyen en páginas capitales o ineludibles dentro del corpus pianístico del genio de Bonn, no ocurre lo mismo con la
Sonata nº 21 en do, op. 53, conocida como “Aurora”, una de las más famosas e importantes sonatas del ciclo de 32 que escribió Beethoven, el más complejo y decisivo de toda la historia del pianismo universal.
Dedicada al
conde Waldstein, el primer protector importante del músico, esta sonata supone, para buena parte de la crítica, una revolución en el universo pianístico sólo comparable a la que supuso la Tercera sinfonía “Heroica” en el del sinfonismo. En el desarrollo de esta pieza Beethoven extrae prácticamente todas las notas de las que es capaz el instrumento, cuestión de la que no es ajena el hecho de que el músico contase entonces con el magnífico piano que en 1803, desde París, le había enviado como regalo el constructor
Sébastien Erard. Beethoven, por así decirlo, probó con la escritura de esta obra todas las posibilidades reales que le ofrecía “la máquina”, ese complejísimo instrumento llamado piano.
El tema inicial de la pieza revela de principio a fin el contraste entre los agudos y los graves y juega con él. Una pulsación del acorde en do mayor a la que sólo se adecua el adjetivo “frenética” hace retumbar el bajo del teclado. ¿Estamos ante la producción de ruido o de música? Y de repente, de entre el caos sonoro propuesto a modo de tormenta cuasi metafísica, surge la nitidez cristalina de un rayo de luz que, como la aurora de un nuevo día, lo ilumina todo, todo absolutamente, con la pureza sencilla y trascendente de la vez primera.