Juan Antonio González Fuentes
Hay libros, lecturas que me resultan deliciosas. Sí, esa es la palabra justa, “deliciosas”, aunque suene un poco refitolera y afectada. No son libros que destaquen por su calidad literaria, ni por su trascendencia pasada, presente o futura en la ciénaga absorbente del mundo de las letras. No son lecturas marcadas a fuego por el sello de lo inolvidable, no me las llevaría probablemente a una isla desierta ni las atesoro en lugares propicios y escogidos de mi biblioteca. Pero sí son libros, lecturas, páginas que me envuelven en su encanto especial; en un clima de atmósfera pausada, elegante, libresca. Son libros que emanan un cierto confort, que piden incluso un ambiente confortable para dar de sí. Son libros que a mí me gusta leer en invierno o en otoño (son libros climáticos, estacionales), arrebujado en un sillón o tapado por sábanas, mantas y edredón. Sí, también puede decirse que son lecturas de edredón, o de edrenoning, forzando un vocablo de nuevo cuño nacido en la televisión. Son libros para degustar con lluvia o granizo golpeando los cristales, para tardes y noches de frío consistente y cortable, para el ulular del viento recorriendo las calles y rincones de la ciudad... Son libros para tomarlos con café, té o alguna bebida espiritosa, sí, son libros para infusiones y altas graduaciones.
Generalmente este tipo de libros tratan de otros libros y sus autores y ambientes, del día a día en el que se descubre lo excepcional en lo convencional, o de viajes en los que lo más modesto y cercano se narra como si de un viaje al oriente de las Mil y una noches se tratase, o al revés, en el las grandes ciudades, las geografías legendarias se abordan con la mirada de quien baja a la calle para comprar el periódico, el pan y la leche mientras saluda a los vecinos de escalera y al barrendero del barrio.
Suelen ser libros escritos por autores que no tienen en su haber contrastadas o supuestas obras maestras, escritores que por lo general no aguantarán el envite sardónico de las generaciones venideras, letraheridos cuyo destino es la vieja memoria de un viejo lector, los rincones apartados de las bibliotecas menos frecuentadas, la nota a pie de página de enciclopedias o diccionarios extensos y generosos.
Alberto Manguel: Diario de lecturas (Alianza Editorial, 2007)
Los escritores a los que les debo estos libros deliciosos por lo general tienen algo de elegantes, es como si escribiesen con sombrero y corbata. No frecuentan el trato profesional con la escritura, su nivel de vida se sustenta en actividades varias, en herencias o en necesidades minúsculas y comprensivas. Escriben con plumas elegantes en cafés o bancos situados en plazas famosas de geografías famosas. Coleccionan objetos encontrados o adquiridos en lugares con sobrecarga de palabras y hechos. Son cosmopolitas aunque no salgan jamás de su calle provinciana, aunque con alguna frecuencia viajan con soltura de París a Nueva York, de Buenos Aires a Londres, de Madrid a Venecia, de Varsovia a Lisboa... En fin, para mí constituyen una selecta familia con la que me gusta pensar estoy emparentado y presento elementos comunes, aunque luego, cuando me pongo a señalarlos, no los encuentro.
A esta familia adquirida y coleccionada a lo largo de los años le acabo de presentar un nuevo miembro, descubierto esta misma semana. El escritor es Alberto Manguel, y su sabrosa carta de presentación es un libro titulado Diario de lecturas (Alianza Editorial, Madrid, 2007). Mi nuevo amigo es canadiense, aunque nació en esa ciudad que tengo que respirar antes de dejar este mundo, Buenos Aires. Su foto anuncia un sibarita sesentón bien cuidado y a salvo de indigencias y malversaciones. Ha vivido en Inglaterra, Italia, Tahití, Canadá, y ahora, según parece, lo hace en una casa con jardín, piscina e inmensa biblioteca situada en una abarcable localidad francesa. El señor Manguel escribe, y ha publicado, ensayos, novelas, antologías...; ha cuidado y editado obras de otros, ha escrito crítica literaria y ha traducido.
El libro que me ha descubierto a este familiar lejano canadiense argentino es, ya lo he dicho, Diario de lectura, y es, entre otras muchas cosas que de él pueden decirse, una belleza digna de bibliófilo exigente. En él, Alberto Manguel, decidido a releer una docena de grandes libros que marcaron su existencia desde la adolescencia, nos cuenta cómo es esa relectura, cómo le hablan los libros repasados de la actualidad presente, de su propias vida, de la existencia y sus misterios o claridades, de cómo le ayudan a comprenderla o a situarla. Y tal narración la construye mediante anotaciones, comentarios, observaciones..., que van surgiendo al hilo de volver a leer páginas y páginas de unos tomos ya frecuentados salidos de la mente de seres de excepción, por unos u otros motivos (Kipling, Goethe, Chateaubriand, Cervantes...).
En fin, que la familia crece, y espero que lo siga haciendo en los tiempos venideros con sorpresa, paciencia y entusiasmo, como se descubren los verdaderos tesoros. Sólo siento no haber retrasado el descubrimiento de este libro unas cuantas semanas más, para hacerlo coincidir con el viaje que nos llevará a Ella y a mí a la Toscana el venidero marzo. Ahora buscaré una nueva lectura, un nuevo familiar para que me acompañe en dicho viaje.
NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.