Los hombres de mi generación tenemos menos sesos para la encriptación, y no
hace falta ser aquel Pitagorín de los tebeos para adivinar que el movimiento
espasmódico viene a decir: “Tío, mira esa lo buena que está”. Y, ya felizmente
olvidados los días de chusco y cetme que yo no caté, recuperados del
encefalograma plano que nos produce la visión de la chica / mujer / hembra
dressed to kill o vestida para matar, el corro de manolos salta del tema
que sea (descartado el registro cuartelero) a la discusión no menos bizantina de
siempre, al porqué de nuestro perpetuo estado de vigilia en lo referente a los
pensamientos libidinosos. Y ahí es cuando yo digo lo de que los hombres/machos
somos darwinianos y por eso todo el día queremos estar aventando nuestra semilla
en las eras (o en los pajares si me apuran, como era costumbre en tiempos que no
llegamos a conocer) por que en realidad siempre estamos pensando en perpetuar
nuestra huella genética. Y es cuando las cabezas se giran, y hasta los que
tienen carreras de ciencias me miran con gesto de “mí no comprender”, o con
expresión directamente reprobatoria. La próxima vez, para demostrarles que
estaba en lo cierto, o sea, que los hombres estamos hasta las cejas de
testosterona y las mujeres hasta las tetas de oxitocina y por eso nuestros
comportamientos son tan opuestamente pendulares, me llevo este libro.
El cerebro
de Buda. La neurociencia de la felicidad, el amor y la
sabiduría no es una obra sobre hombres y mujeres,
ni afortunadamente un pretendidamente milagroso manual de autoyuda, ni uno de
esos libros novelados con que un norteamericano es capaz de explicar los
sistemas de numeración desde el octal al hexadecimal y la suma en binario con
acarreo. Es simple y llanamente un ilustrativo manual divulgativo que sin perder
el rigor, y en la línea de la idea de la plasticidad cerebral (lo digo porque a
los de mi generación, los que despertaron al toque de corneta, se nos presentó
la máquina de pensar como un mecanismo rígido), circula en dos direcciones (al
contrario que las corrientes sinápticas, de las que en inglés diríamos que son
“
single-minded”, no tienen más que una idea en la cabeza, en este caso la
de circular en una sola dirección). Las dos direcciones a que me refiero son: de
aquí para allá el cerebro fabrica los pensamientos / de allá para aquí los
pensamientos a su vez moldean al cerebro, y determinadas actitudes y
comportamientos establecerán un lazo de realimentación que reforzarán a aquel en
su predisposición al sufrimiento (como cuando los de mi generación avistamos una
chica / mujer / hembra a la que sabemos nunca podremos optar). Página 20:
“Solo los humanos nos preocupamos por el futuro, lamentamos el pasado y nos
culpamos por el presente. Nos sentimos frustrados cuando no podemos tener lo que
queremos, decepcionados cuando acaba lo que nos gusta. Sufrimos porque
sufrimos. Nos molesta el dolor, nos sentimos enfadados por la muerte,
tristes por despertar tristes otro día. Esta clase de sufrimiento, que abarca la
mayor parte de nuestra infelicidad e insatisfacción, es construido por la
mente.”
Nuestro cerebro es una máquina que
tiene implementados unos algoritmos que si bien en su día ayudaron a crear las
condiciones de perpetuación de la especie, a día de hoy constituyen una
rémora
Cualquiera con algo de luces y dos
dedos de frente sabe que sólo a partir de conocer cómo funciona cualquier
máquina, instrumento, dispositivo, gadget, se puede determinar qué fallo tiene
en caso de avería. Por eso mismo, lo primero que esta obra traza es un mapa del
cerebro que hasta yo mismo he sido capaz de entender; qué fluidos lo mueven; y
al modo de una organización, cuáles son sus puntos fuertes y sus amenazas. Así,
la obra alcanzará su propósito de aligerarnos de cierto sufrimiento si somos
capaces de recordar que no somos culpables de que aún en reposo en nuestro
cerebro haya un ruido de fondo en forma de ansiedad que nos mantiene alerta
(“
Sesgo de negatividad”, página 50), que en este órgano las señales
negativas se sobremodulan en detrimento de las positivas (en las relaciones
sociales se necesitan cinco interacciones positivas para vencer los efectos de
una sola interacción negativa), etc. Algo habrán conseguido los autores si somos
capaces de entender que nuestro cerebro, y por extensión nuestra conciencia, es
una máquina que tiene implementados unos algoritmos que si bien en su día
ayudaron a crear las condiciones de perpetuación de la especie, a día de hoy
constituyen una rémora. Puedo referirme por ejemplo a algo tan universal y
nuclear como el sentido del “nosotros” (cooperar para la supervivencia) y el
“ellos” (luchar para arrebatarles unos recursos que en un futuro pueden sernos
necesarios).
No se me debe olvidar que aparte de proponer algunos
métodos sencillos para conseguir unos objetivos mínimos de “estado mental”, la
obra incide muchas veces en una cuestión importante: ser compasivos con nosotros
mismos.
El libro tiene al final de cada capítulo un útil compendio de
puntos clave que le ayudarán a rebobinar y otro de los bloques del libro también
está dedicado a los problemas de saturación que presentan los cerebros del siglo
XXI, sometidos a un bombardeo de estímulos constantes, por mucho que el cerebro
de por sí nunca desconecte, porque dicen Rick Hanson y Richard Mendius que si a
uno lo sumergen en una piscina salada con agua caliente y en una oscuridad y
silencio absolutos, ante la falta de estímulos el cerebro empieza a autoinducir
imágenes alucinatorias para tener algo que procesar. “
A mí que me metan en la
piscina que tú dices. Pero con una gachí dentro (mi amigo Manuel García, con
el que a veces me codeo y me avisa y le aviso, y que es de mi generación,
utiliza a veces términos casposos),
y verás como la sangre de los sesos se me
va a otro sitio. Me quedo in albis, quillo.”