Víctor Charneco no debe
haber pisado ninguna escuela de escritores (por su falta de técnica), pero tiene
de bueno que tampoco le han llenado la cabeza de nubes y éter y de lo
literariamente correcto. Se sale de
ese lado, del burladero de las
frases técnicamente impolutas pero hueras, y cuenta algo tangible y reconocible.
Devuélveme a las once menos cuarto es
un claro ejemplo de sistema desajustado, pero tras el que se adivina el sincero empeño de un escritor que se
lanza a pecho descubierto, a un ruedo en el que los toros siempre se ven mejor
desde la barrera.
Y desde esta
barrera-burladero-parapeto le enumeraré los desaciertos formales que sin
demasiada dificultad he creído encontrar. Y eso sin pasar por alto los logros,
la garra, los concentrados literarios que contrapesan del otro lado y con la
misma magnitud.
El primer valor, el más
fuerte de sus puntos fuertes es el de la valentía suicida de un escritor que se
empeña en escribir en un registro realista una ficción que debería situarse en
los escenarios de la ciencia ficción. Un objetivo aparentemente inalcanzable
pero conseguido desde el principio. Y de ahí que el lector acuda a firmar un
contrato de suspensión de la incredulidad en base a un acuerdo invisible forjado
por una sencilla naturalidad en el complejo acontecer narrativo. Ese acontecer
narrativo: un hombre de anodina personalidad gris oscura pierde su sueño, un
sueño nuclear, vital, en una habitación de hotel. Eso supone una rotura en su
“cadena de sueños”, lo que puede echar a perder su facultad de fabricarlos. Otro
hombre de personalidad blanco radiante, sin sueños que colmar pues la vida le
sonríe, sin saberlo se lo apropia. Un suceso que determinará el destino final de
ambos. El lector entra en el juego, asume esas circunstancias sin encontrarle
las costuras, sin preguntarse demasiado por detalles accesorios, como dicen los
informáticos: “es transparente al usuario”.
El segundo de los
éxitos es la construcción del personaje Martín Orzán, el de la vida plomiza, un
bloque de piedra fea como los inestables estratos sedimentarios que conforman
los taludes de algunas carreteras, difícil de trabajar en su dureza
granítica, insulso como una caliza
transida de poros. Charneco consigue esculpir un bloque megalítico, compacto. Un
cuerpo negro ideal capaz de absorber toda la radiación, esférico en su
perfección. ¿Cómo? A través de la sedimentación, de la acumulación de capas
alternas y superpuestas una y otra vez, de la reiteración de estos recursos de
la forma más repetitiva, y aunque sobre el papel eso supondría haber llegado a
la inflación, (en su doble acepción de abundancia excesiva, y en la de inflar,
las pelotas o los ovarios a los lectores), inexplicablemente ese fenómeno no se
produce, en ningún momento hay fatiga de los materiales y el sujeto lector ya
empatiza, quiere, siente a este personaje.
Pero precisamente lo
que primero es un valor, en una segunda instancia se vuelve una rémora: Bruno
Vinder, el antagonista, se arma de la misma forma. Claro que eso técnicamente no
es ningún pecado, dirá usted, ambas criaturas proceden del punto de vista único
de un narrador que como es lógico se va a expresar de una única forma
reconocible. Hasta ahí de acuerdo. Me refiero a que el problema viene cuando
ambos personajes, ellos mismos a través de su propio discurso, abren su interior
desde un mismo nivel sicoanalítico: los dos tienen un profundo autoconocimiento
de sí mismos, son capaces de analizar con minuciosidad su lugar en el mundo, y
aunque viven vidas diametralmente opuestas y son personalidades complementarias
su propia voz narrativa es unívoca: Bruno Vinder se expresa como Martín Orzán y
Martín Orzán se expresa como Bruno Vinder. Y ese es el primer puñetazo al ojo
técnico del lector, que no obstante, pese a la mota en el ojo, sigue leyendo,
considera esa falta un mal menor.
En Devuélveme a las once menos
cuarto raramente se encuentra la perfección
técnica puramente formal: los diálogos a veces son ripiosos y en ocasiones el
lenguaje roza el tono puramente administrativo, hay intervenciones de los
personajes tan largas que ocupan más de una página (pecados mortales que aunque
parezca mentira no ralentizan la acción, pues la atención del lector está fija
en las reflexiones prácticas, cercanas, a pie de calle que provocan…) Y desde
luego uno sí que le tiraría el libro a la cabeza al autor (periodista de
formación y oficio) al ver convertida la crónica periodística de un accidente
(página 359 del libro) en una parodia de lo que un periodista nunca debe hacer
aunque los rotatorios se lo publiquen:
“Inexplicablemente,
había abandonado la autovía principal varias salidas antes de lo habitual y
viajaba por carreteras secundarias, se desconoce si por un error o de forma
voluntaria” … “A la salida de una curva a la izquierda, encontró la muerte; un
camión de transporte de ganado vacuno fue lo último que vio en este mundo”.
Le tiraría el libro a la cabeza,
digo, a no ser que el autor, consciente de ello, esté provocando al lector
rijoso, quisquilloso, hipersensible a la inobservancia de las reglas de la
corrección escritoria y se frote las manos.
Luego de las
suposiciones, las certezas: hay momentos en que esa valentía del autor de la que
hablaba se extiende también al uso del lenguaje. En un “rafaeliano” o
“raphaeliano” “Digan lo que digan”, dice lo que quiere como quiere sin
importarle la cantidad de palabras gastadas, y eso sí, en muchas ocasiones
alcanzando momentos de gran altura lírica, de lenguaje preciosista pero sin
empalagos. Combate por tanto con éxito uno de los postulados de la técnica:
adiós a la discrecional pertinencia semántica ahorrativa (que aunque se trate de
una novela también se recomienda), queda abolida la prohibición de la
redundancia (ya dijimos que sus personajes se construyen de forma sedimentaria a
través de la repetición).
“De según como se mire
todo depende”, que dice el refranero y que cantaban los Jarabe de Palo. Técnica,
control, y chicha. Técnica poca, control menos, y chicha mucha. Ahora, eso sí,
que daría para una sesuda tesis: de una parte, averiguar cómo a pesar de todo se lee con
comodidad, y cómo además mueve a la reflexión sobre esta porquería que llamamos
mundo y sobre la condición del controvertido ser humano. De la otra, encontrar
qué sentido tiene que el lector antes de tiempo barrunte lo que se barrunta
respecto de Martín, y que se sepa también antes de tiempo lo de Bruno, y el
colofón en forma de carta que nos trae Edna, la esposa de Bruno. Edna es el
último vértice de este triángulo, y aunque mujer, presenta la misma identidad
constructiva que los otros dos personajes, tal como apuntaba líneas arriba.
Bien,
lo que no he perdonado es la estructura, pero tampoco puedo arriesgarme a decir
que se deba mover una coma. Esta novela imperfecta en su forma y recomendable en
su fondo, que trata sobre la capacidad de soñar como único capital que no nos
pueden arrebatar, sobre la identidad y su construcción, en cualquier caso, sea
como sea, consigue que habitemos los personajes. Y dígame si no es eso lo que
persigue la ficción, vivir otras vidas a través de esos testaferros. ¿Potencia
sin control? “A mi plin, yo duermo en Pikolín”. El problema es la falta de
tiempo. Empiezo a soñar muchísimo después de las once menos
cuarto.