1. Cada mañana la misma pregunta: ¿caliento la leche al fuego del gas, o en
el microondas? Y como un espíritu atormentado en cuyo interior se agitaran los
postulados de su fe, empiezo a pensar de una parte en las termias del gas
natural que necesitaré, y de otra en la pérdida de energía que supone toda
transformación hasta que la corriente llega al enchufe, y me decido por vigilar
que la leche no se derrame al fuego. Pero luego caigo en la cuenta de que así
voy a tener que fregar un cacharro de más (el cazo), con lo que eso implica en
términos de consumo de un agua que ha tenido que ser bombeada, potabilizada y
vuelta a bombear hasta mi grifo, y me parece que el balance ambiental ya no es
tan bueno: a todo eso hay que añadir que el agua utilizada, ahora se ha
transformado en agua residual gris que necesariamente ha de ser bombeada,
trasvasada, reposada, antes de devolverla al medio ambiente, con tal de eliminar
ese detergente que de otro modo contribuiría en parte a la eutrofización de los
acuíferos. Energía para la vida.
2. Desde los altares mediáticos, una
legión de popes medioambientales y sus gacetilleros apuntan a diario con dedo
acusador a cada habitante del primer mundo. Lo culpabilizan por ejemplo por no
haber resistido la fuerza centrífuga especulativa que lo arroja a las periferias
de las ciudades. Una lejanía respecto de los centros urbanos y de trabajo, que
los obliga a coger el coche para desplazarse, ante la falta de buenas
infraestructuras de comunicación. Un coche que cada vez es menos duradero porque
ha sido cuidadosamente diseñado con arreglo a los cánones de la obsolencia
programada. Un coche que puede ser fácilmente sustituido porque un sistema
financiero bien engrasado permite el endeudamiento esclavista. Un coche que
puede, que tiene que ser disfrutado en desplazamientos largos porque la
movilidad constante, los grandes viajes son el distintivo de modernidad de
cualquier ciudadano de mundo.
3. En los foros especializados se alzan
voces que ponen en duda la viabilidad ambiental de la generación eólica. Se
empieza a “difamar” a la fotovoltaica: bajo rendimiento del silicio, su limitada
esperanza de vida, la inversión energética necesaria para recuperar cada
kilovatio invertido en la fabricación de los paneles, el alto poder contaminante
de los residuos de fabricación…
Me voy a calentar la leche, y
dineros aparte, está claro que la energía nuclear bien podría acallar mis
problemas de conciencia energética, y a la vez colmar las expectativas que hacen
crecer en mí cada vez que me inoculan el veneno de la falacia del crecimiento
ilimitado
Los tres párrafos anteriores se
resumen en lo siguiente: El antes llamado “capital”, el ahora llamado “mercado”,
obliga al ciudadano a la depredación energética a la vez que lo hace culpable
por ese cainismo medioambiental y energético que lo hace sentirse directamente
responsable de estar matando a la población hambrienta del planeta. Sume al tipo
o a la tipa de a pie, concienciado o concienciada, en el pozo negro de la
desesperación energética y ambiental. En resumidas cuentas, que mediante una
combinación de estrategias prepara el camino para la consagración de una fuente
de energía “inagotable”, “limpia”, y que no “vampiriza” a los muertos de hambre:
la energía nuclear. Buena, bonita, barata.
Buena, porque es verdad que
da mucho de sí, como cuando hace años la publicidad del famoso brandy aseguraba
que “
Un poco de Magno es mucho”.
Bonita, porque a todos gusta.
Página 13, en la Presentación de los editores: “
Por otra parte, los grandes
conglomerados nacionales de la construcción, (ACS y Acciona, principalmente,
pero también Sacyr o FCC), núcleo duro del poder económico desde la primera
planificación desarrollista del franquismo, y cuya capacidad para determinar,
desde entonces hasta ahora, las decisiones de inversión del Estado y de la gran
banca nadie pone en duda, han desembarcado en los últimos años en el capital de
las eléctricas […], y sin duda verán con muy buenos ojos un nuevo ciclo de
valorización en torno al producto “central nuclear”, cuya fase de edificación es
una suculenta fuente de beneficio industrial y que, una vez conectada a la red,
garantiza varias décadas de ingresos abundantes y estables con aval del
Estado.” Y barata, por las ayudas y subsidios estatales a fondo
perdido (el estado como garante de una producción energética que garantice la
continuidad del tejido productivo). Barata además, porque en caso de catástrofe
nuclear, la responsabilidad civil del generador es limitada. Puntual recibo en
mi buzón de correo_e la newsletter mensual de un megafabricante de material
eléctrico que contiene algunos apartados sobre el mercado y productores
energéticos. El titular me anuncia la ampliación de la responsabilidad civil y
del periodo para reclamaciones.
Ley 12/2011 de 27 de mayo, sobre
responsabilidad civil por daños nucleares o producidos por materiales
radiactivos (BOE 28/05/2011). Dice el Punto III del PREÁMBULO:
“
El convenio de París determina la responsabilidad mínima obligatoria
a la que debe hacer frente el explotador, mientras que el de Bruselas establece
compensaciones complementarias, hasta un límite determinado, para indemnizar a
las víctímas o reparar daños en caso de que los daños superen la responsabilidad
fijada para el primero”.
Belbéoch demuestra cómo el lobby
nuclearista ha ido ganándose con pingües recursos a cada sector: a la clase
médica, a la clase científica, a la clase
periodística
Al lector de reseñas no le
interesan las ideas del reseñador, le importa el libro. Y aunque esa es la idea,
la de enfrentarse a la obra desde una posición neutra, las cifras recogidas en
la ley no hacían sino apuntar en la dirección señalada por Belbéoch. Cuantía de
la responsabilidad civil a la que tiene que hacer frente el explotador: 1200
millones de euros. Cuantía que se puede ver reducida a una banda de 70 a 80
millones de € (artículo 4.5) en “
consideración a su naturaleza, y las
consecuencias previsibles que pueda ocasionar un accidente nuclear”. A
partir del techo máximo, la responsabilidad civil corre de cuenta del estado
nacional donde se produjo el accidente, y también de cuenta de la caja de los
dineros de los firmantes del Convenio de Bruselas de 31 de enero de 1963 (para
el caso de que quede alguien con posibilidades de reclamar). Bromas aparte, por
ejemplo el estado español podría tener que contribuir a las indemnizaciones por
un accidente nuclear en territorio extranjero, y rezar para que el viento y la
lluvia no le trajeran la nube radiactiva.
Volviendo a lo que me sucede
cada día cuando me voy a calentar la leche, y dineros aparte, está claro que la
energía nuclear bien podría acallar mis problemas de conciencia energética, y a
la vez colmar las expectativas que hacen crecer en mí cada vez que me inoculan
el veneno de la falacia del crecimiento ilimitado.
“La nuclearización
de la sociedad moderna no es una necesidad que impongan las leyes de la física.
Es una elección deliberada de los dirigentes sociales –entre los cuales podemos
incluir a la comunidad científica-, opción consentida sin demasiados problemas
por la sociedad. Si la aceptación de la opción nuclear de nuestra sociedad
depende de la servidumbre voluntaria, el desarrollo del programa nuclear
implica, para la supervivencia de la sociedad, la necesidad de dicha
servidumbre” (pág. 84).
Pero la servidumbre no acalla el miedo al
poder de la radiación ionizante, y la radiación ionizante en la práctica
amordaza y limita la democracia (ya sé que le parece un disparate).
“
Es lógico pensar que la aparición de una fuente de energía de
posibilidades tan inmensas tienda a suscitar reacciones sicológicas profundas,
algunas de las cuales sin duda tendrán que ser consideradas más o menos
patológicas […] El advenimiento de la era atómica ha situado a la humanidad ante
algunos problemas de salud mental” (pág. 61).
Belbéoch amplía en La sociedad
nuclear el catálogo de los daños nucleares y eso de una forma más concreta
todavía, y no solo referido al ámbito físico de la salud: prensa, libertad de
movimiento, democracia, hipotecas de futuro (caso de los
residuos)
El extracto es obra de un francés
(Francia, potencia nuclear), el doctor Tubiana, máxima autoridad de la Academia
de Ciencias en lo concerniente a radiaciones ionizantes, antiguo presidente del
comité médico de Électricité de France, antiguo director del Centro
Internacional de Investigación sobre el cáncer, etc., quien en 1957 interviene
en esos términos ante la OMS. De modo que, según él (literalmente), si la
información hace daño, lo mejor será manipularla al modo en el que lo hizo
Goebbles, el ministro de información nazi. Y es que lo de la censura (la
práctica habitual del oponente de Goebbles durante la Segunda Guerra Mundial, el
ministro francés Giraudoux), le parecía algo feo. Pero en Chernóbil, a caballo
entre Ucrania y Bielorrusia, no son de la misma cuerda del doctor Tubiana, no
entienden sus escrúpulos, sus excesivas “
formules de politesse”, o como
se diga, y por eso, para no intranquilizar a la población con pandemias
bíblicas, se encargan de enjaular a los pocos pájaros de mal agüero que quieren
piar a su propio son.
“
El profesor Bandajevsky, decano de la Facultad
de Medicina de la Universidad de Gomel, fue arrestado y detenido de forma
arbitraria durante más de cinco meses, como en la época estalinista, detención
que culminó con su destitución definitiva. Fue condenado por el Tribunal Militar
de Gomel a ocho años de trabajos forzados el 18 de junio de 2001. ¿Será porque
sus estudios son molestos, ya que muestran los nefastos e insospechados efectos
que provoca sobre la salud la acumulación corporal de cesio 137 –especialmente
en los niños- por ingestión crónica de alimentos contaminados?”. Y
es que Chernóbil fue el laboratorio donde se destiló la estrategia nuclearista
con que conseguir la ocultación-maquillaje-enterramiento en un sarcófago de
hormigón-banalización de la verdad de lo acontecido (pág. 39, “
Que los niños
bielorrusos o ucranianos enfermen y mueran actualmente, es en gran parte culpa
nuestra: hemos dado carta blanca a nuestros expertos; no se intervino para
impedir que los medios, los sindicatos, las organizaciones caritativas, el
colegio de médicos, los científicos difamasen a las fuerzas locales que estaban
tratando de proteger del mejor modo posible a la población, y se permitió que
reforzaran la credibilidad del poder central soviético”. Belbéoch demuestra
cómo el lobby nuclearista ha ido ganándose con pingües recursos a cada sector: a
la clase médica, a la clase científica, a la clase periodística (en la página 69
se habla de un simulacro que organizado por el Comisariado para la Energía
Atómica tuvo lugar en 1989. Allí se invita a unos periodistas a los que se les
paga la friolera de cerca de 1500 euros por día, 1500, para que interpreten el
papel que les correspondería en caso de accidente nuclear).
Chernoblues es un libro que
deberían leer tanto ”pro” como “anti”, porque dicen los editores que contiene
todas las preguntas a las que un nuclearista nunca querrá contestar en
público
Pero además el libro demuestra el
sencillo mecanismo de contención y limitación de las decisiones democráticas, de
la libertad ciudadana: “Confiemos en los expertos”, dicen temerosos los
ciudadanos, “mayores medidas de seguridad y control, estructura decisoria
piramidal”, reclaman los que consideran un mal necesario a la energía nuclear,
sin saber que en realidad están dejando su libertad y su seguridad personal en
manos del juez y parte, quien hará sonar en el hilo musical de la conciencia
colectiva lo que la población quiere escuchar, el “todo va bien”, la sinfonía
del “ecofascismo” (pág. 129) que corta las cabezas que asoman (el Apéndice II,
página 95, amplía el caso del disidente Bandajevsky que en párrafos anteriores
citaba).
Antes he nombrado el “ecofascismo”, contenido, aunque no lo he
dicho, en la ampliación, segundo libro, o llamémosle como queramos, que precede
a
Chernoblues y que se incluye en el presente volumen. Me refiero a
La sociedad nuclear, un texto que abunda en los hechos concretos
expuestos con una claridad meridiana, con una sencillez pedestre que cualquiera
(como en el caso de
Chernoblues) puede entender independientemente del
grado y naturaleza de su formación académica. Puedo empezar con el capítulo
titulado “Las dimensiones planetarias de los riesgos nucleares”, que no hace
falta explicar de qué va, y por lo tanto usted pensará que podría habérselo
ahorrado, pero piense en cómo se gestionaría una catástrofe nuclear (quien
hubiera recibido una dosis alta de radiación directamente sería considerado
alguien no recuperable, un sujeto que ya no debe consumir los recursos médicos
tan necesarios puesto que va a diñarla en pocas horas o en cuestión de días),
figúrese cómo un remanente alto de radiación nuclear llevaría a una aceleración
de la selección natural, cómo sería reprimida por los ejércitos una reacción
natural de pánico, sorpréndase de cómo ante lo irracional que es tasar lo que
vale una vida humana, se han inventado una unidad llamada
hombre-sievert
que cuantifica cuánto cuesta la energía nuclear en relación a una vida
humana… Belbéoch amplía en este segundo texto el catálogo de los daños nucleares
y eso de una forma más concreta todavía, y no solo referido al ámbito físico de
la salud: prensa, libertad de movimiento, democracia, hipotecas de futuro (caso
de los residuos).
Chernoblues junto con
La sociedad
nuclear son dos textos que van más allá del dato técnico perfectamente
fundamentado, y que si bien pueden abrumar por momentos dada la cantidad de
reflexiones que provocan, de cálculos (no matemáticos), por la capacidad de
anticipación que requieren al lector, es un libro que deberían leer tanto ”pro”
como “anti”, porque dicen los editores que contiene todas las preguntas a las
que un nuclearista nunca querrá contestar en público. Si me preguntan
Fukushima yo responderé que bien pudo ser el lugar donde hace tres o
cuatro siglos vio la luz algún poeta que escribió haikus. ¿No le resulta raro
que se haya dispersado la bruma informativa en torno a la nube radiactiva? La
respuesta no está en el viento como cantaba Dylan, si no en este libro de Roger
Belbéoch, que tiene alma de blues.