Entre
los parterres del adosado USA estándar, a modo de túmulo sobre el lubricado
tapete del césped, alguien debió dar con una oreja humana. Aquel fue el modo
empleado por David Lynch para desenmascarar la plácida estética Disneyland
estadounidense, la misma que hoy insufla ánimos a los cruzados del
tea
party. A Lynch le sorprendería saber que su jardín bien podría haber
pertenecido a Donald Draper, o el publicista más considerado en los impecables
círculos de (Mad)ison Avenue. Donald, Don Draper, protagoniza
Mad
Men, el relato serial con el que Mathew Weiner,
casi una década más tarde y para la AMC (televisión por cable de la cosecha de
la HBO), apuesta por una sutil modulación de la estrategia ensayada por el
realizador de
Terciopelo
Azul (
Blue Velvet, 1986). El propósito pasa por
lograr algo parecido, destripar a conciencia el sueño americano.
Manhattan, 1960. En ese tiempo de la nostalgia que es el nuestro
Mad
Men sondea justificaciones mediante un notable puñado de motivos. En efecto,
resulta obvio que estamos ante el estilizado retrato deliberadamente
demodé de una salvaje variedad
business class (tal vez igualada
por las cinematográficamente celebradas
pirañas de Wall
Street), los excesivos --
mad, dementes--
ejecutivos de la publicidad, mercenarios diurnos siempre añorados en la otra
punta de la polis, tabiques de silencio entre los que la rubia, los críos y el
buick rumian el tedio. La perspectiva estética trenza, por tanto, una
suculenta constelación de referencias que recala en los sonidos
cool del
caladero
crooning, el jazz vocal de
Dinah
Washington, la sastrería sofisticada y la asepsia gestual como sello
masculino, la
pose
Grace Kelly y el gesto maternal como claves de la feminidad.
Salpicados por la constante presencia del tabaco, la ingesta compulsiva del
alcohol, los viriles paisajes de
Mad Men iluminan junglas de acero y
asfalto, despachos replicantes, madrigueras del héroe, canto de cisne de la
defenestrada masculinidad que acuñó Cary Cooper.
Televisión. Combates por la legitimidad
Incomunicación, misoginia,
homosexualidad, ejercicios de purgación sobre la sacralizada partitura del
capitalismo financiero. Así es, el explotado abanico estético, frágil argucia
esgrimida por los críticos de la serie, muda en un nutrido disparadero temático
que Weiner y sus guionistas, curtidos en la estupenda
The Sopranos, hilan
con brillantez ante la atónita mirada del consumidor televisivo convencional.
Douglas Sirk, Richard Yates o Scott Fitzgerald. El relato incorpora a su
causa un buen número de influencias. Asistimos a una puesta en escena que
rastrea lo fílmico, que cultiva una estudiada ingeniería del guión, que
desprecia la estrategia hilarante de productos como
Lost, cautivos de la
mecánica efectista del giro argumental, para tantear un
tempo autónomo.
Porque, tal y como predica el logo de la AMC --productora de
Mad Men--
story matters here, o lo que es lo mismo, aquí importan (verdaderamente)
las historias. Mejor aún, asistimos a idéntico fenómeno en las entrañas de la
HBO, sello que en los últimos tiempos ha lanzado referencias del pelaje de
The Wire o
The Sopranos, auténticas piezas magistrales de ficción
contemporánea inteligente.
Mad Men, y la oleada creativa de la que toma
parte, escenifican un vigoroso impulso creativo, una novedosa concepción del
medio televisivo, antaño relegado a un ocio de segunda clase cuya resonancia ha
lastrado la ofensiva vindicadora que involucra a Don Draper, Tony Soprano o
Jimmy McNulty (
The Wire).
Con el relato de Weiner sumamos, de
este modo, un estimulante narcótico para días plomizos. Reescritura de lo
contemporáneo --y he ahí el cometido implícito de la serie-- por medio del
atractivo tamiz que proporciona la década de los sesenta; reflexiones que, desde
la añoranza de un tiempo perdido, punzan el orgullo de una civilización, la
nuestra, que ha caído tarde en la cuenta.
El amor, confirma Draper,
lo inventaron los tipos como yo para vender medias.
Mad Men (vídeo colgado en YouTube por
varatv)