Como ha ocurrido en otros países, en España los gastos sanitarios públicos
han crecido de una forma extraordinaria durante los últimos años, de modo que
constituyen uno de los principales elementos que inciden sobre el
desequilibrio
financiero de las Administraciones Públicas. De acuerdo
con los datos que publica la Oficina Europea de Estadística (Eurostat), entre
2003 y 2008 las correspondientes cifras por habitante pasaron de 1.470 a 2.070
euros, lo que implica un aumento del 7,1 por 100 en ese quinquenio. Con relación
al tamaño de la economía española, en la última de las fechas indicadas, la
sanidad absorbió el 8,7 por 100 del PIB, situándose así por encima del promedio
de la Unión Europea —que es del 7,4 por 100—, aunque aún lejos de los países de
mayor gasto, como Alemania y Francia que superan el diez por ciento. Por tanto,
parece claro que, en las
actuales
circunstancias de crisis económica, se debe hacer un
esfuerzo para estabilizar y moderar el gasto sanitario, aliviando así a las
Administraciones Públicas de la presión que supone sobre su situación
deficitaria.
Las técnicas de copago tienen, precisamente, esa finalidad.
Con este concepto se alude a los desembolsos que realizan los usuarios en el
momento de recibir una prestación sanitaria pública. Estas técnicas se pueden
aplicar a la totalidad o a una parte de esas prestaciones, de manera que, en los
países europeos, existen copagos con respecto a la atención primaria, las
urgencias, el internamiento hospitalario y la prescripción de medicamentos. Las
fórmulas empleadas son muy variadas, de modo que van desde el pago de una
cantidad fija por acto médico o de una cuota periódica por el derecho a obtener
los servicios, hasta la participación en un porcentaje determinado del coste de
la prestación o de la adquisición de medicamentos. A este respecto, se puede
señalar que el panorama que exhiben los países de la Unión Europea constituye
una inextricable maraña de procedimientos que impide apreciar la existencia de
un modelo o pauta común. No obstante, sí se puede señalar que en todos ellos se
ha establecido alguna modalidad de copago con respecto al consumo farmacéutico;
y que, con algunas excepciones como las de España, el Reino Unido y Dinamarca,
en todos ellos se gravan los gastos hospitalarios y de atención primaria.
Los estudios de que se dispone sobre
el nivel de utilización de los servicios sanitarios son casi unánimes al señalar
que, cuando se exige la participación del usuario en los costes de la
prestación, la demanda disminuye, incluso en los casos en los que el copago es
pequeño
Desde la perspectiva económica, los
copagos tienen distintos efectos que conviene retener. En primer lugar, desde un
punto de vista financiero, su existencia coadyuva al sostenimiento de los costes
de la sanidad pública al hacerse recaer una parte de éstos sobre el usuario de
los correspondientes servicios. Por lo general, este tipo de consecuencias suele
ser de una importancia más bien reducida, pues el mecanismo del copago no suele
establecerse con esa finalidad y, en consecuencia, las cuantías que se exigen,
salvo en lo que a la adquisición de medicamentos se refiere, suelen ser
pequeñas. En realidad, estas últimas deben establecerse de manera que los costes
de administración que generan sean inferiores a su cuantía, pues de otro modo el
copago, en vez de aliviar las cuentas públicas, acabaría siendo un lastre para
ellas.
Sin embargo, podría ocurrir que, como consecuencia del copago, se
produjera un aumento de la cobertura privada de la demanda sanitaria cuando la
diferencia entre el precio de ésta y el del uso del servicio público sea
pequeña. Por ello, los copagos deben ser lo más reducidos posible en las áreas
de la atención sanitaria en las que los servicios que prestan las unidades
públicas son más efectivos y de mejor calidad que los de naturaleza privada. Es
el caso, por ejemplo, de los servicios preventivos, como las vacunaciones
Por otra parte, los copagos tienen efectos claros sobre el nivel de
utilización de los servicios sanitarios. Los estudios de que se dispone sobre
este asunto son casi unánimes al señalar que, cuando se exige la participación
del usuario en los costes de la prestación, la demanda disminuye, incluso en los
casos en los que el copago es pequeño. El famoso estudio
Healt
Insurance Experiment que llevó a cabo la Rand Corporation
en las décadas de los setenta y ochenta, mostró que un incremento del 10 por 100
en el coste para el usuario reducía el uso de los servicios en un dos por
ciento. Se trata de un efecto más bien pequeño, aunque puede resultar suficiente
como para moderar el crecimiento del gasto público sanitario siempre que los
copagos alcancen un nivel adecuado. A este respecto conviene añadir que los
usuarios suelen estar dispuestos a soportar una determinada participación en el
coste de los servicios cuando esperan obtener alguna ventaja, como, por ejemplo,
la reducción de los tiempos de espera en las intervenciones quirúrgicas. Así, un
estudio de los profesores Bishai y Lang, de la Johns Hopkins School of Public
Health, acerca de las operaciones de cataratas, mostró que, con la finalidad de
reducir en un mes la permanencia en la lista de espera, los pacientes de
Barcelona estaban dispuestos a pagar 243 dólares —a precios de 1992—, los de
Dinamarca 160 $ y los de Manitoba 128 $. Es decir, aceptaban asumir entre el 10
y el 25 por 100 de la intervención.
El asunto del copago es lo
suficientemente complejo como para no resolverlo con las fórmulas simplistas que
a veces se propugnan: las del tipo uno o dos euros por consulta, o las que no
admiten ninguna diferenciación entre usuarios, entre servicios o entre
patologías
Ha de puntualizarse que los
efectos reductores de la demanda se dan de la misma manera en todos los tipos de
servicios, con independencia de cuál sea la efectividad de éstos. Por ello, es
necesario discriminar entre estos con objeto de no perjudicar la prestación de
aquellos que pueden impactar más sobre el estado de salud de los individuos. Por
ejemplo, los enfermos crónicos no deberían ver reducidas sus visitas al médico o
sus tratamientos por razón del coste, pues en ese caso su salud puede
deteriorarse rápidamente.
Lo mismo cabe decir con respecto a los
pacientes de
menor
capacidad adquisitiva, pues se ha comprobado que, entre
ellos, los efectos inhibidores del empleo de los servicios sanitarios derivados
del copago son más intensos. Estos casos conviene exceptuarlos de la obligación
de pagar siempre que se acepte que el copago no debe tener efectos negativos
para la equidad.
Como el lector puede comprobar, el asunto del copago es
lo suficientemente complejo como para no resolverlo con las fórmulas simplistas
que a veces se propugnan —las del tipo uno o dos euros por consulta, o las que
no admiten ninguna diferenciación entre usuarios, entre servicios o entre
patologías—. Pero ello no exime de establecer los procedimientos que, a la vista
de la experiencia internacional, suelen resultar más eficaces para frenar el
crecimiento del gasto sanitario. Éste,
en un país
como España, empieza a mostrar signos de insostenibilidad
—lo que se refleja en la deficiente cobertura de las plazas de personal
sanitario que registran algunas Comunidades Autónomas, o también en la
acumulación de deudas con los proveedores que se anotan los Servicios regionales
de Salud— y, por ello, su
corrección
es cada día más urgente.