Amo la música y amo la ciencia: ¿por qué querría mezclar las
dos?
«Amo la ciencia, y me duele que asuste a tantos o
que crean
que elegir la ciencia significa que no puedes
elegir también la compasión o
las artes o sobrecogerte
ante la naturaleza. La ciencia no tiene como
objetivo curarnos del misterio, sino reinventarlo y
revigorizarlo.»
Robert sapolsky
Por qué las cebras no tienen úlcera
En el verano de 1969, cuando tenía once años, compré en una tienda
de aparatos de alta fidelidad un equipo estéreo. Me costó los cien dólares que
había ganado limpiando de malas hierbas los jardines de los vecinos aquella
primavera a setenta y cinco centavos la hora. Pasé largas tardes en mi
habitación, escuchando discos: Cream, los Rolling Stones, Chicago, Simon and
Garfunkel, Bizet, Tchaikovski, George Shearing y el saxofonista Boots Randolph.
No los ponía demasiado alto, al menos en comparación con mis tiempos de la
universidad, cuando llegué realmente a quemar los auriculares por poner el
volumen demasiado fuerte, pero el ruido era excesivo para mis padres. Mi madre
es novelista; escribía a diario en la madriguera que tenía justo debajo del
vestíbulo y tocaba el piano todas las noches durante una hora antes de cenar. Mi
padre era un hombre de negocios; trabajaba ochenta horas a la semana, cuarenta
de ellas en su despacho de casa a última hora del día y los fines de semana.
Siendo como era un hombre de negocios, me hizo una propuesta: me compraría unos
auriculares si le prometía utilizarlos cuando estuviera en casa. Aquellos
auriculares cambiaron para siempre mi forma de escuchar música.
Los
nuevos artistas a los que yo estaba escuchando exploraban por primera vez la
mezcla estéreo. Como los altavoces que venían con mi equipo estéreo todo en uno
de cien dólares no eran muy buenos, yo no había oído nunca con tanta profundidad
como con los auriculares: el emplazamiento de los instrumentos tanto en el campo
izquierda-derecha como en el espacio (reverberante) delante-atrás. Para mí, los
discos dejaron de ser sólo las canciones, y pasaron a ser el sonido. Los
auriculares me abrieron un mundo de colores sónicos, una paleta de matices y
detalles que iban mucho más allá de los acordes y la melodía, la letra o la voz
de un cantante concreto. El ambiente Sur profundo pantanoso de «Green River» de
Creedence, o la belleza bucólica de espacios abiertos de «Mothers Nature’s Son»
de los Beatles; los oboes de la Sexta de Beethoven (dirigida por Karajan), leves
y empapados de la atmósfera de una gran iglesia de madera y de piedra; el sonido
era una experiencia envolvente. Los auriculares convirtieron también la música
en algo más personal; llegaba de pronto del interior de mi cabeza, no del mundo
exterior. Esa conexión personal fue en el fondo la que me llevó a convertirme en
ingeniero de grabación y en productor.
Muchos años después, Paul Simon
me explicó que el sonido era lo que él buscaba también siempre. «Yo escucho mis
grabaciones por el sonido que tienen, no por los acordes ni por la letra: mi
primera impresión es el sonido global.»
Después del incidente de los
auriculares en mi dormitorio dejé la universidad y me metí en una banda de rock.
Conseguimos llegar a ser lo bastante buenos para grabar en un estudio de
veinticuatro pistas de California con un ingeniero de talento, Mark Needham, que
grabaría luego discos de gran éxito de Chris Isaac, Cake y Fleetwood Mac. Yo le
caí bien, probablemente porque era el único que se interesaba por entrar en la
sala de control para volver a oír cómo sonábamos, mientras los demás estaban más
interesados en colocarse entre sesiones. Me trataba como a un productor, aunque
yo no sabía por entonces lo que era eso, y me preguntaba cómo quería que sonara
la banda. Me enseñó lo diferente que podía ser el sonido dependiendo del
micrófono, e incluso la influencia que tenía la colocación del micrófono. Al
principio, no percibía algunas de las diferencias que me indicaba, pero me
enseñó qué era lo que tenía que escuchar. «Fíjate que cuando pongo este
micrófono más cerca del amplificador de la guitarra, el sonido se hace más
lleno, más redondo y más uniforme, pero cuando lo coloco más atrás, capta parte
del sonido de la habitación, se vuelve más espacioso, aunque si lo hago se
pierde parte del rango medio.»
Nuestra banda llegó a ser moderadamente
conocida en San Francisco, y nuestras grabaciones se emitieron en estaciones de
radio de rock locales. Cuando se deshizo la banda (debido a las frecuentes
tentativas de suicidio del guitarrista y al desagradable hábito del vocalista de
tomar óxido nitroso y cortarse con cuchillas de afeitar) encontré trabajo como
productor de otras bandas. Aprendí a captar cosas que no había captado nunca: la
diferencia entre un micrófono y otro, incluso entre una marca de cinta de
grabación y otra (la cinta Ampex 456 tenía un «golpe» característico en el
registro de baja frecuencia, Scotch 250 tenía una nitidez característica en las
frecuencias altas y Agfa 467, una tersura en el registro medio). En cuanto supe
qué era lo que tenía que escuchar, pude diferenciar la cinta de Ampex de la de
Scotch o la de Agfa con la misma facilidad con que podía diferenciar una manzana
de una pera o de una naranja. Ascendí luego de nivel y pasé a trabajar con otros
grandes ingenieros, como Leslie Ann Jones (que había trabajado con Frank Sinatra
y Bobby McFerrin), Fred Catero (Chicago, Janis Joplin) y Jeffrey Norman (John
Fogerty, los Grateful Dead). Aunque yo era el productor (la persona a cargo de
las sesiones) me sentía intimidado por todos ellos. Algunos de esos ingenieros
me dejaron presenciar sus sesiones con otros artistas, como Heart, Journey,
Santana, Whitney Houston y Aretha Franklin. Disfruté así de un valiosísimo curso
de formación al observar cómo interactuaban con los artistas y al hablar de
matices sutiles sobre cómo una parte de guitarra estaba articulada y cómo se
había realizado una interpretación vocal. Hablaban de sílabas en una letra, y
elegían entre diez interpretaciones distintas. Eran capaces de oír tan bien;
¿cómo ejercitaban el oído para escuchar cosas que los simples mortales no podían
discernir?
Llegué a conocer, mientras trabajaba con pequeñas bandas
desconocidas, a los ingenieros y directores de estudios, y ellos me orientaron
para que aprendiera a trabajar cada vez mejor. Un día no apareció un ingeniero y
fui yo quien empalmó varias cintas de grabación para Carlos Santana. En otra
ocasión, el gran productor Sandy Pearlman salió a comer durante una sesión de
Blue Öyster Cult y me dejó encargarme de terminar la parte vocal. Una cosa llevó
a otra, y pasé casi una década produciendo grabaciones en California; acabé
teniendo la suerte de poder trabajar con muchos músicos conocidos. Pero trabajé
también con docenas de don nadies musicales, gente con mucho talento pero que
nunca consiguió salir adelante. Empecé a preguntarme por qué algunos músicos
llegaban a ser muy conocidos mientras otros languidecían en la oscuridad. Me
pregunté también por qué la música parecía resultar tan fácil para unos y para
otros no. ¿De dónde procedía la creatividad? ¿Por qué algunas canciones nos
conmueven tanto y otras nos dejan fríos? Y ¿qué decir del papel de la percepción
en todo esto, la asombrosa capacidad de los grandes músicos e ingenieros para
apreciar matices que la mayoría de nosotros no percibimos?
Estos
interrogantes me condujeron de nuevo a la universidad en busca de respuestas.
Cuando aún trabajaba como productor de discos, bajaba en coche hasta la
Universidad de Stanford dos veces por semana con Sandy Pearlman para asistir a
las clases de neuropsicología de Karl Pribram. Descubrí que la psicología era el
campo en el que estaban las respuestas a algunas de mis preguntas: preguntas
sobre la memoria, la percepción, la creatividad y el instrumento común en que se
basaban todas ellas: el cerebro humano. Pero en vez de encontrar respuestas,
salía con más preguntas... como suele pasar con la ciencia. Y cada nueva
pregunta abría mi mente a la percepción de la complejidad de la música, del
mundo y de la experiencia humana. Como dice el filósofo Paul Churchland, los
humanos llevan intentando comprender el mundo a lo largo de la mayor parte de la
historia registrada, y justamente en los últimos doscientos años, nuestra
curiosidad ha descubierto mucho de lo que la naturaleza nos había mantenido
oculto: la estructura espaciotemporal, la constitución de la materia, las muchas
formas de energía, los orígenes del universo, la naturaleza de la propia vida
con el descubrimiento del ADN, y hace sólo cinco años, la cartografía completa
del genoma humano. Pero hay un misterio que no se ha resuelto: el misterio del
cerebro humano y de cómo surgen de él las ideas y los sentimientos, las
esperanzas y los deseos, el amor y la experiencia de la belleza, por no
mencionar la danza, el arte visual, la literatura y la música.
***
¿Qué es la música? ¿De dónde viene? ¿Por qué unas
secuencias de sonidos nos conmueven tanto, mientras otras (como los ladridos de
los perros o los patinazos de los coches) molestan a mucha gente? Para algunos,
estas cuestiones suponen gran parte del trabajo de nuestra vida. Para otros, la
idea de abordar de ese modo la música parece algo equivalente a estudiar la
estructura química de un cuadro de Goya, dejando de ver con ello el arte que el
pintor estaba intentando crear. Un historiador de Oxford, Martin Kemp, señala
una similitud entre los artistas y los científicos. La mayoría de los artistas
describen su trabajo como experimentos, como parte de una serie de esfuerzos
destinados a explorar una preocupación común o a establecer un punto de vista.
Mi buen amigo y colega William Forde Thompson (compositor y especialista en
cognición musical de la Universidad de Toronto) añade que el trabajo tanto de
los científicos como de los artistas incluye etapas similares de desarrollo: una
etapa creativa y exploratoria de «devanarse los sesos», seguida de etapas de
comprobación y perfeccionamiento que se caracterizan por la aplicación de
procedimientos establecidos, pero que suelen estar acompañadas de una capacidad
creadora adicional para la resolución de problemas. Los estudios de los artistas
y los laboratorios de los científicos comparten también similitudes, con un gran
número de proyectos en marcha al mismo tiempo, en diversas etapas de
elaboración. Ambos exigen instrumentos especializados y los resultados están (a
diferencia de los planos definitivos de un puente colgante o la operación de
cuadrar el dinero en una cuenta bancaria al final del negocio del día) abiertos
a interpretación. Lo que artistas y científicos comparten es la capacidad de
vivir siempre dispuestos a interpretar y reinterpretar los resultados de su
trabajo. El trabajo de ambos es en último término la búsqueda de la verdad, pero
consideran que esa verdad es por su propia naturaleza contextual y variable,
dependiendo del punto de vista, y que las verdades de hoy se convierten mañana
en tesis repudiadas o en objetos artísticos olvidados. Basta pensar en Piaget,
Freud o Skinner para encontrar teorías que tuvieron vigencia generalizada y que
más tarde se desecharon (o al menos se revaluaron espectacularmente). En la
música, se atribuyó de forma prematura a una serie de grupos una vigencia
perdurable: se aclamó a Cheap Trick como los nuevos Beatles, y durante un tiempo
la
Rolling Stone Encyclopedia of Rock dedicó tanto espacio a Adam and the
Ants como a U2. Hubo períodos en que no se podía concebir que un día la mayor
parte del mundo no conociese los nombres de Paul Stookey, Christopher Cross o
Mary Ford. Para el artista, el objetivo de la pintura o de la composición
musical no es transmitir una verdad literal, sino un aspecto de una verdad
universal que, si tiene éxito, seguirá conmoviendo e impresionando a la gente a
pesar de que cambien los contextos, las sociedades y las culturas. Para el
científico, el objetivo de una teoría es transmitir «verdad para ahora»:
reemplazar una verdad vieja, aceptando al mismo tiempo que algún día esa
categoría será sustituida también por una nueva «verdad», porque así es como
avanza la ciencia.
La música es excepcional entre todas las actividades
humanas tanto por su ubicuidad como por su antigüedad. No ha habido ninguna
cultura humana conocida, ni ahora ni en cualquier época del pasado de que
tengamos noticia, sin música. Algunos de los utensilios materiales más antiguos
hallados en yacimientos de excavaciones humanas y protohumanas son instrumentos
musicales: flautas de hueso y pieles de animales estiradas sobre tocones de
árboles para hacer tambores. Siempre que los humanos se reúnen por alguna razón,
allí está la música: bodas, funerales, la graduación en la universidad, los
hombres desfilando para ir a la guerra, los acontecimientos deportivos, una
noche en la ciudad, la oración, una cena romántica, madres acunando a sus hijos
para que se duerman y estudiantes universitarios estudiando con música de fondo.
Y esto se da aún más en las culturas no industrializadas que en las sociedades
occidentales modernas; la música es y era en ellas parte de la urdimbre de la
vida cotidiana. Sólo en fechas relativamente recientes de nuestra propia
cultura, hace unos quinientos años, surgió una diferenciación que dividió en dos
la sociedad, formando clases separadas de intérpretes y oyentes. En casi todo el
mundo y durante la mayor parte de la historia humana, la música era una
actividad tan natural como respirar y caminar, y todos participaban. Las salas
de conciertos, dedicadas a la interpretación de la música, aparecieron hace muy
pocos siglos.
Jim Ferguson, al que conozco desde el instituto, es hoy
profesor de antropología. Es una de las personas más divertidas y más
inteligentes que conozco, pero es muy tímido; no sé cómo se las arregla para dar
sus cursos. Para su tesis doctoral en Harvard, hizo trabajo de campo en Lesotho,
una pequeña nación rodeada por Suráfrica. Allí estudió e interactuó con los
aldeanos locales, y se ganó pacientemente su confianza, hasta que un día le
pidieron que participase en una de sus canciones. Y entonces, en un detalle muy
propio de él, cuando los sotho le pidieron que cantara, Jim dijo en voz baja:
«Yo no sé cantar», y era verdad: habíamos estado juntos en la banda del
instituto y aunque tocaba muy bien el oboe, era incapaz de cantar. A los
aldeanos esta objeción les pareció inexplicable y desconcertante. Ellos
consideraban que cantar era una actividad normal y ordinaria que todo el mundo
realizaba, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, no una actividad reservada a
unos pocos con dones especiales.
Nuestra cultura, y en realidad nuestro
propio lenguaje, establece una distinción entre una clase de intérpretes
especializados (los Arthur Rubinstein, Ella Fitzgerald, Paul McCartney) y los
demás, que pagamos por oír que los especialistas nos entretengan. Jim sabía que
no era gran cosa como cantor ni como bailarín, y para él cantar y bailar en
público implicaba que debía considerarse un experto. La reacción de los aldeanos
fue mirarlo con perplejidad y decir: «¿¡Qué quieres decir con lo de que no sabes
cantar!? ¡Tú hablas!». Jim explicó más tarde: «A ellos les resultaba tan extraño
como si les dijese que no sabía andar o bailar, a pesar de tener dos piernas».
Cantar y bailar eran actividades naturales en la vida de todos, integradas sin
fisuras y en las que todos participaban. El verbo cantar en su lengua (
ho
bina), como en muchas otras lenguas del mundo, significa también bailar; no
hay ninguna distinción, porque se supone que cantar entraña movimiento corporal.
Hace un par de generaciones, antes de la televisión, muchas familias se
reunían e interpretaban música juntas como diversión. Hoy se insiste mucho en la
técnica y en la habilidad, y en si un músico es «lo bastante bueno» para tocar
para otros. La música se ha convertido en una actividad reservada a unos cuantos
en nuestra cultura, y los demás tenemos que escuchar. La industria musical es
una de las de mayores en los Estados Unidos, y trabajan para ella cientos de
miles de personas. Sólo las ventas de álbumes aportan 30.000 millones de dólares
al año, y esta cifra no tiene en cuenta las ventas de entradas para los
conciertos, los miles de bandas que tocan en locales las noches de los viernes
por toda Norteamérica, ni los 30.000 millones de canciones que se bajaron
gratuitamente por el procedimiento de compartir archivos en la red en 2005. Los
estadounidenses gastan más dinero en música que en sexo o en medicinas
recetadas. Teniendo en cuenta ese consumo voraz, yo diría que la mayoría pueden
considerarse oyentes de música expertos. Tenemos capacidad cognitiva para
detectar notas equivocadas, para encontrar música con la que disfrutar, para
recordar cientos de melodías y para mover los pies al compás de una pieza...,
una actividad que entraña un proceso de extracción de compás tan complicado que
la mayoría de los ordenadores no pueden hacerlo. ¿Por qué escuchamos música y
por qué estamos dispuestos a gastar tanto dinero para escuchar música? Dos
entradas de conciertos pueden costar fácilmente tanto como lo que gasta en
alimentación en una semana una familia de cuatro miembros, y un CD cuesta más o
menos lo mismo que una camisa, ocho barras de pan o un servicio telefónico
básico durante un mes. Entender por qué nos gusta la música y qué obtenemos de
ella es una ventana que da acceso a la esencia de la naturaleza humana.
***
Plantearse interrogantes sobre una capacidad humana
básica y omnipresente es planteárselos de manera implícita sobre la evolución.
Los animales desarrollaron evolutivamente formas físicas determinadas como
respuesta a su entorno, y las características que otorgaban una ventaja para el
apareamiento se transmitieron a la generación siguiente a través de los genes.
Un aspecto sutil de la teoría darwiniana es que los organismos vivos
(sean plantas, virus, insectos o animales) coevolucionaron con el mundo físico.
Dicho de otro modo, mientras que todas las cosas vivas están cambiando como
reacción al mundo, el mundo también está cambiando en respuesta a ellas. Si una
especie desarrolló un mecanismo para mantener alejado a un predador concreto,
sobre la especie de ese predador pesa la presión evolutiva bien de desarrollar
un medio de superar esa defensa o bien de hallar otra fuente de alimentación. La
selección natural es una carrera armamentista de morfologías físicas que cambian
para adaptarse unas a otras.
Un campo científico relativamente nuevo, la
psicología evolutiva, amplía la idea de evolución de lo físico al reino de lo
mental. Cuando yo era estudiante en la Universidad de Stanford, mi mentor, el
psicólogo cognitivo Roger Shepard, decía que no sólo nuestros cuerpos, sino
también nuestras mentes, son el producto de millones de años de evolución.
Nuestras pautas de pensamiento, nuestras predisposiciones para resolver
problemas de determinados modos, nuestros sistemas sensoriales (como por ejemplo
nuestra capacidad para ver en color, y los colores concretos que vemos) son
todos ellos producto de la evolución. Shepard llevaba la cuestión aún más allá:
nuestras mentes coevolucionaron con el mundo físico, modificándose para
adaptarse a condiciones en constante cambio. Tres alumnos de Shepard, Leda
Cosmides y John Tooby de la Universidad de California en Santa Bárbara, y
Geoffrey Miller, de la Universidad de Nuevo México, figuran entre los que están
a la vanguardia en este nuevo campo. Los investigadores que trabajan en él creen
que pueden descubrir muchas cosas sobre la conducta humana considerando la
evolución de la mente. ¿Qué función tuvo la música para la humanidad cuando
estábamos evolucionando y desarrollándonos? Ciertamente, la música de hace
cincuenta mil o cien mil años es muy diferente de Beethoven, Van Halen o Eminem.
Igual que nuestros cerebros han evolucionado, también lo ha hecho la música que
creamos con ellos, y la música que queremos oír. ¿Evolucionaron vías y zonas
determinadas de nuestro cerebro específicamente para crear y escuchar música?
Descubrimientos recientes de mi laboratorio y de los de mis colegas
están demostrando que la música se distribuye por todo el cerebro, en contra de
la antigua idea simplista de que el arte y la música se procesan en el
hemisferio derecho, mientras que el lenguaje y las matemáticas se procesan en el
izquierdo. A través de estudios con individuos que padecen lesiones cerebrales,
hemos visto pacientes que han perdido la capacidad de leer un periódico pero aún
pueden leer música, o individuos que pueden tocar el piano pero carecen de la
coordinación motriz precisa para abotonarse la chaqueta. Oír, interpretar y
componer música es algo en lo que intervienen casi todas las áreas del cerebro
que hemos identificado hasta ahora, y exige la participación de casi todo el
subsistema neuronal. ¿Podría explicar este hecho la afirmación de que escuchar
música ejercita otras partes de nuestra mente; que escuchar a Mozart veinte
minutos al día nos hará más inteligentes?
Ejecutivos publicitarios,
cineastas, comandantes militares y madres aprovechan el poder de la música para
evocar emociones. Los publicistas utilizan la música para hacer que un refresco,
una cerveza, un calzado para correr o un coche parezcan más atractivos que sus
competidores. Los directores de cine utilizan la música para explicarnos lo que
sienten en escenas que de otro modo podrían ser ambiguas, o para intensificar
nuestros sentimientos en momentos especialmente dramáticos. Imaginemos una
escena típica de persecución de una película de acción, o en la música que
podría acompañar a una mujer solitaria que sube por una escalera en una vieja
mansión sombría. La música se utiliza para manipular nuestras emociones y
tendemos a aceptar, si es que no a disfrutar directamente, esa capacidad que
tiene para hacernos experimentar diversos sentimientos. Madres de todo el mundo,
y remontándonos hacia atrás en el tiempo todo lo que podamos imaginar, han
utilizado el canto para dormir a los niños pequeños, o para distraerlos de algo
que les ha hecho llorar.
***
Muchas personas que aman la música aseguran que no saben
nada de música. He descubierto que muchos de mis colegas que estudian temas
complejos y difíciles como la neuroquímica o la psicofarmacología no se sienten
preparados para investigar la neurociencia de la música. ¿Y quién puede
reprochárselo? Los teóricos de la música manejan una serie arcana y enrarecida
de términos y reglas tan oscuros como algunos de los campos más esotéricos de
las matemáticas. Para el que no es músico, esas manchas de tinta en una página
que nosotros llamamos notación musical podrían ser comparables a las anotaciones
de la teoría matemática de conjuntos. Hablar de tonalidades, cadencias,
modulación y transposición puede resultar desconcertante.
Sin embargo,
todos esos colegas que se sienten intimidados por esa jerga pueden decirme cuál
es la música que les gusta. Mi amigo Norman White es una autoridad mundial en el
hipocampo de las ratas, y en cómo recuerdan los diferentes lugares que han
visitado. Es muy aficionado al jazz y puede hablar como un experto sobre sus
artistas favoritos. Puede apreciar instantáneamente la diferencia entre Duke
Ellington y Count Basi por el sonido de la música, y puede incluso distinguir al
Louis Armstrong de la primera época a la del final. Norm no tiene ningún
conocimiento musical en el sentido técnico: puede decirme que le gusta una
canción determinada, pero no puede decirme los nombres de los acordes. Es sin
embargo un experto en saber lo que le gusta. Eso no tiene nada de excepcional,
por supuesto. Muchos de nosotros tenemos un conocimiento práctico de cosas que
nos gustan, y podemos comunicar nuestras preferencias sin tener el conocimiento
técnico del verdadero experto. Yo sé que prefiero la tarta de chocolate de un
restaurante al que suelo ir a la tarta de chocolate de la cafetería de al lado
de mi casa. Pero sólo un chef sería capaz de analizar la tarta (descomponer la
experiencia gustativa en sus elementos) describiendo las diferencias en el tipo
de harina, o en la mantequilla, o en el tipo de chocolate utilizados.
Es
una lástima que muchas personas se sientan intimidadas por la jerga que manejan
los músicos, los teóricos de la música y los científicos cognitivos. Hay un
vocabulario especializado en todos los campos de investigación (pruebe a
interpretar el informe completo de un análisis de sangre de su médico). Pero en
el caso de la música, los científicos y los especialistas podrían esforzarse un
poco más en la tarea de hacer accesible su trabajo. Se trata de algo que he
intentado conseguir en este libro. El abismo antinatural que se ha abierto entre
la interpretación musical y la audición de música se corresponde con el abismo
paralelo que separa a los que aman la música (y les encanta hablar de ella) y
los que están descubriendo cosas nuevas sobre cómo opera.
Una impresión
que mis alumnos suelen confiarme es la de que aman la vida y sus misterios y
temen que una excesiva educación les robe muchos de los placeres sencillos de la
vida. Los alumnos de Robert Sapolsky probablemente le hayan hecho confidencias
parecidas, y yo sentí también la misma angustia en 1979, cuando me trasladé a
Boston para estudiar música en el Berklee College. ¿Y si adoptando un enfoque
científico al estudiar la música y al analizarla la despojo de sus misterios? ¿Y
si llego a saber tanto sobre ella que no me proporciona ya placer?
La
música aún sigue ofreciéndome el mismo placer que cuando la oía en aquel equipo
de alta fidelidad barato con los auriculares. Cuanto más llegué a saber sobre la
música y sobre la ciencia más fascinantes me resultaron, y más capaz me sentí de
apreciar a la gente que es realmente buena en ambos campos. La música, como la
ciencia, ha resultado ser a lo largo de los años una aventura, nunca
experimentada exactamente del mismo modo dos veces. Ha sido para mí una fuente
de continuas sorpresas y de satisfacción. Resulta que ciencia y música no son
tan mala mezcla.
Este libro trata de la ciencia de la música desde la
perspectiva de la neurociencia cognitiva, el campo que se halla en la
intersección de la psicología y la neurología. Analizaré algunos de los estudios
más recientes que yo y otros investigadores de nuestro campo hemos realizado
sobre la música, su contenido y el placer que proporciona. Aportan nuevas
perspectivas de cuestiones profundas. Si todos oímos la música de una forma
diferente, ¿cómo podemos explicar que algunas composiciones puedan conmover a
tantas personas, el
Mesías de Haendel o «Vincent (Starry Starry Night)»
de Don McLean, por ejemplo? Por otra parte, si todos oímos la música del mismo
modo, ¿cómo podemos explicar las amplias diferencias de preferencia musical?
¿Por qué el Mozart de un individuo es la Madonna de otro?
En los últimos
años se ha profundizado en el conocimiento de la mente gracias a un campo en
vertiginoso crecimiento, el de la neurociencia, y a nuevos enfoques en
psicología debidos a las nuevas tecnologías de representación del cerebro, a
drogas capaces de manipular neurotransmisores como la dopamina y la serotonina y
con ayuda también a la simple y vieja actividad científica. Menos conocidos son
los avances extraordinarios que hemos conseguido en la construcción de modelos
de cómo se interconectan nuestras neuronas, gracias a la revolución incesante de
la tecnología informática. Estamos llegando a entender como nunca antes habíamos
podido sistemas informatizados que existen dentro de nuestra cabeza. El lenguaje
parece ahora hallarse sustancialmente integrado en el cerebro. Hasta la propia
conciencia ha dejado ya de estar envuelta de forma irremediable en una niebla
mística, y ha pasado a ser más bien algo que surge de sistemas físicos
observables. Pero nadie ha unido todo este nuevo trabajo y lo ha utilizado para
elucidar lo que es para mí la más bella obsesión humana. Analizar la relación
entre el cerebro y la música es una vía para llegar a entender los misterios más
profundos de la naturaleza humana. Es por eso que escribí este libro.
Si
comprendemos mejor lo que es la música y de dónde sale, quizá podamos comprender
mejor nuestras motivaciones, temores, deseos, recuerdos e incluso la
comunicación en el sentido más amplio. ¿Es escuchar música algo parecido a comer
cuando tienes hambre, y satisfacer así una necesidad? ¿O se parece más a ver una
bella puesta de sol o a disfrutar de un masaje en la espalda, que activan
sistemas de placer sensorial en el cerebro? Ésta es la historia de cómo el
cerebro y la música coevolucionaron: lo que la música puede enseñarnos sobre el
cerebro, lo que el cerebro puede enseñarnos sobre la música y lo que ambos
pueden enseñarnos sobre nosotros mismos.
Nota de la Redacción: Este texto corresponde a la introducción del
libro
Daniel Levitin,
El
cerebro y la música (RBA Libros, 2008). Queremos
hacer constar nuestro agradecimiento a
RBA
Libros por su gentileza al facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.