De Portbou a Barcelona (1940-1936). Anticipación
In the future everyone will be famous for 15 minutes (En
el futuro, todo ser humano corriente será famoso por espacio de quince minutos).
Era 1968 y el meticuloso visitante del Moderna Museet, en pleno estómago de
Estocolmo, leía tal curiosa sentencia en uno de los primeros párrafos del
catálogo que anuncia una muestra en torno a Warhol. El de Pittsburg --un
avispado gestor de residuos-- o el mercader más inteligente que ha dado la
creación, el reciclaje contemporáneo, repetía el (post)refrán con cierta
frecuencia, quién sabe si influido por las tesis de aquel tipo brillante que fue
Walter
Benjamin. El agudo pensador berlinés, en el contexto de su
La
obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica (1936), aseguraba
que el inalienable derecho a ser filmado pertenecía al bagaje natural de
cualquier bípedo pensante. Benjamin, un humanista marxista convencido,
consideraba al cine y sus híbridos como rotundos artefactos de clase,
tomahawks que liberarían definitivamente al obrero del narcótico del
capital, impulso concluyente en el aparatoso aterrizaje de la ideología
proletaria en los aeródromos del poder.
Era un día de
mistral el
que vio morir a Benjamin. Fue en la localidad costera de Portbou, Gerona, en
1940. Y cuatro veranos antes, precisamente, a tan sólo un centenar de
kilómetros, en la agitada Barcelona, una naciente industria fílmica de sello
anarquista practicaba de modo admirable, acaso ignorante (por cierto que en 1935
José Peirats había firmado un manifiesto en torno al cine social), la consabida
fórmula
benjaminiana: nada ni nadie esquivaba a las cámaras de la FAI.
Así es, la (colectivizada) labor en la que se emplearon aquellos
eléctricos, maquinistas, y realizadores reproducía de un modo extrañamente
mimético --bajo el auspicio del sindicato anarquista CNT-- los códigos
benjaminianos del cine como combate ideológico, en un anticipo a rescatar
del tan reverenciado movimiento neorrealista italiano (De Sica, Rossellini,
etc), sostenido en la teoría por plumas como la de Cesare Zavattini que, ante la
precariedad material, abogaban por la cámara de paisano, instalada en las
destartaladas calles de una Roma maltratada. Pero esto, el fenómeno
(cuasi)improvisatorio del Neorrealismo, cabe recordar, sucedió tras la Segunda
Guerra Mundial, mientras que los operarios al servicio del
celuloide
colectivo rodaban ya compulsivamente en la geografía barcelonesa de 1936.
Con la
Nouvelle Vague, elevada al Olimpo artístico más absoluto,
ocurre algo parecido. Los operadores del sindicato ruedan a menudo cámara en
mano, a bordo de vehículos que surcan el paisaje revolucionario, imágenes que
tiemblan, cortes de montaje inesperados, un descarado, primitivo combo de
recursos
nouvellevaguianos que, en efecto, son revolucionarios, hijos de
una reforma que primero fue ensayada sobre el adoquín de la Rambla, en el
Passeig de Gràcia, a través de la cartografía burguesa y poligonal del ensanche,
o el astuto urbanismo, sostenía Benjamin, que quiso acabar con las barricadas.
Tramoyas, balazos en la postmodernidad
El cine anarquista en guerra es auténtica precesión. A
reivindicar.
Mateo Santos, o el tipo que filma en una incursión
(pre)neorrealista la Barcelona de los primeros días del conflicto (
Barcelona
trabaja para el frente, 1936) no es una bala extraviada, todo lo contrario.
Un despiece concienzudo y analítico de la producción ficción/documental acuñada
por la SIE (Sindicato de la Industria del Espectáculo) arroja un diagnóstico
sorpresivo, en cuanto a que, si el cine mudo inspiró el artificio más
pirotécnico de la imagen contemporánea, el repertorio fílmico de la CNT adelanta
--tal vez en un ejercicio de candidez, la del inconsciente-- métodos y
estrategias de rodaje y representación que en nuestro tiempo vinculamos
exclusivamente a la pólvora del ocio norteamericano, Hollywood.
La
representación, el simulacro, son raíles intensamente transitados por la
postmodernidad.
Juan Mariné, antiguo director de fotografía de la SIE y
restaurador, describe las técnicas de los
cameraman de referencia en el
sindicato, Félix Marquet y Adrián Porchet. La orquestación de la batalla, la
escenificación de la muerte, es algo habitual en las imágenes documentales
anarquistas (y esto es común a todo metraje ideológico), donde, en el conflicto
recreado, en la marabunta febril de cuerpos que ronda las trincheras y escurre
los disparos, el plano fluctúa con placidez, aparentemente indemne a los
proyectiles. Esto evidencia el carácter teatral de lo filmado,
puesto en
escena, llegando incluso a ser frecuente el empleo de dobles de riesgo
(
stuntman), actores que prestan su silueta a las escenas del
mártir
libertario alcanzado en plena faena; sea un fogonazo, una granada de mano,
un obús indecentemente preciso. Con el propósito de dotar de cierta continuidad
narrativa a los fragmentos inconexos de batalla, se recurre a un
collage
de imágenes descontextualizadas, voladuras de chatarra y otras tretas de
montaje. Hollywood de barro.
Teaser de Celuloide Colectivo (vídeo colgado en YouTube por
NadieEsPerfectoPC)
Efectivamente, la realidad
ficcionada, o
la ficción
realizada, constituye un signo básico del metraje de la SIE,
hasta el punto de que el Durruti carnal es resucitado (imágenes de archivo,
puesto que éste ya había caído en Ciudad Universitaria) y al tiempo adopta las
facciones de un actor en
Castilla se liberta, 1937; y la propaganda
institucional se combina con argumentos
guionizados e interpretados,
La silla vacía (Valentín R. González, 1937). La travesura de fusionar el
referente y el reflejo se identifica hoy con una de las prácticas más usuales
entre la vanguardia documentalista, el llamado
mockumentary (falso
documental).
En nuestro tiempo, tal deliberado flirteo con la impostura
tiene un referente absoluto en
The Dark Side of the Moon (
La
cara oculta de la luna, 2002, canal Arte), un informe detallado acerca de la
supuesta conspiración que simuló el primer alunizaje, y que no duda en nutrirse
de una constelación de testimonios tergiversados, dramatizaciones del todo
verosímiles, secuencias históricas.
Bien, casi seis décadas atrás, algo
similar se estaba fraguando en los corrillos de la SIE.
Saltos en el tiempo Spike
Jonze, Jarmusch, Michel Gondry o P. T. Anderson conforman una alineación
memorizada a conciencia por el
cinéfago de la era
trash, siglo
XXI, una selección de autores tras las cámaras más punteras de la
postmodernidad. El espectador avezado debería ser capaz de dar con un puñado de
maniobras narrativas y formales que vinculan, por mucho que suene descabellado,
la obra de la repasada triada con el sello del cine de la CNT (1936-1938). Más
pistas, rastros en el fango correoso de esa enciclopedia intertextual, escribe
Eco, que identificamos con la cultura postmoderna, un pastiche nostálgico que
revisita indiscriminadamente a unos y otros, y que, al fin y al cabo, pese a
redes, piruetas digitales,
marketing multimarca y códigos de barras, le
debe mucho a aquel entusiasta tropel que --inocente, puños en alto, rostro
cetrino-- sonreía a las cámaras de Marquet, de Porchet, postales de un tiempo
que quiso ser otro.