John Wayne cabalga sobre el arcoiris
Vino a llamarme Pura. Yo estaba
tumbada en el sofá del cuarto de estar, leyendo un tebeo. Por encima de mi
cabeza la oí, a través de la ventana que daba al rellano de la escalera.
—¡Tere! ¡Tere! ¡Que te lo estás perdiendo!
La mandé callar porque mis
padres dormían la siesta. Cuando abrí la puerta, me agarró por la manga y nos
precipitamos escaleras abajo. Me hablaba en lo que a ella le parecía voz
baja, una particular forma de grito ahogado.
—En el segundo, que tienen tele
en color.
—¿Quiénes del segundo?
—¿Quiénes van a ser? ¡Mario y Cristina!
Están todos viéndola desde el descansillo. ¡Ponen una de John Wayne! Hasta los
caballos se ven de colores.
Bajamos de cuatro en cuatro los escalones,
aplaudiendo con nuestras chanclas el espectáculo por anticipado. La música de
saloon sonaba tan alta como si las bailarinas de cancán estuvieran
levantando las piernas sobre la mesa de centro del segundo izquierda.
Mario y Cristina estaban en primera fila, haciendo valer su condición
de anfitriones. Detrás estaban Conchi, Pilar y por último los gemelos del
quinto. Pura y yo nos colocamos al final. Entre todos ocupábamos el tramo de
escalera desde el tercero al segundo, como si estuviéramos sentados en
gradas. Tuvimos que esperar a que los ojos se nos acostumbraran para captar
algo más que destellos y figuras que volaban y caían. Cuando por fin pude
distinguir a John Wayne entre la barahunda, le aticé un codazo a Pura,
cuyos ojos de miope se salían por encima de las gafas.
—Pura..., pero, Pura,
eso es trampa, eso no es una tele en color. Mi tía tiene una y no es así...
—Schssssssss —me contestaron todos.
Lo que podía vislumbrar, entre las
cabezas de mis vecinos y las rejas de la ventana, era una televisión en blanco y
negro cubierta por un cuadrado de tiras de celofán pegadas unas a otras en
horizontal, de forma que el sombrero de John Wayne era verde, su cara de un
rosa primer día de playa, la camisa naranja y los pantalones azul celeste.
Era un John Wayne de carnaval, al que nadie podía tomar en serio.
Pura se
acercó a mi oído y me dio en el punto que ella tan bien conocía.
—Si no te
gusta, te puedes ir, pero que sepas que ha sido idea de Mario.
Miré el
cogote de Mario y le imaginé orgulloso de haber guiado a sus amigos hasta el
lejano oeste, y sin pensarlo más me lancé a cabalgar con él por llanuras rosas,
montados sobre caballos azules, bajo un cielo verde esperanza.
Y allí
estábamos, asistiendo en primera fila a la arenga del jefe indio hacia sus nunca
tan coloridos guerreros, cuando sobre sus gritos se superpusieron otros que
surgían de la habitación del fondo. La madre de Mario y Cristina cruzó el
cuarto de estar a trompicones, tapándose la cara con un pañuelo de hombre, y se
encerró en el cuarto de baño. Luego apareció el padre, que arrancó el
celofán, lo arrugó y lo lanzó a través de la ventana en un escorzado primer
plano, gritando: «¿Qué es esta mierda?». La persiana se cerró en un
repentino
THE END.
Lo peor no fue el silencio, ni siquiera cuando lo
rompieron los sollozos de Cristina. Lo peor fue ver a Mario subiendo las escale-
ras con su papel de celofán en la mano, doblemente herido y humillado. Nos
quedamos como tontos, sin saber qué hacer. Pura le pasó el brazo por los hombros
a Cristina, y ambas encabezaron la triste procesión de descenso a la calle.
Yo seguí a Mario hasta el pasillo de los trasteros. Allí estaba, sentado en
el último escalón, la cabeza apoyada en la mano que agarraba el celofán. Me
senté a su lado, bajo la luz de la claraboya por la que se veía el cielo gris.
Por primera vez sentía que no había nada que decir. Cogí su mano y el
celofán quedó allí, como un huevo de colores empollado en el hueco de
nuestras palmas.
—Tere, ¿tú me tienes miedo?
—¿Quién, yo? ¿Miedo? ¿Por
qué?
La vergüenza y la ira tiñeron su rostro como el de un John Wayne de
trece años.
—Porque a lo mejor yo soy como él. Porque a lo mejor yo de mayor
también pego. Porque podría pegarte a ti.
No sabía qué decir, pero supe que
tenía que hacer algo. Algo que lo sacara de aquel futuro horrible.
Me
levanté, bajé dos escalones, puse mi cara a la altura de la suya. Aquellos ojos
azules me inspiraban. Y de repente lo hice. Zas. Zas. Le aticé dos bofetadas con
todas mis fuerzas.
—Que no se te olvide que yo tengo la misma edad que tú. Y
que yo también puedo pegarte a ti.
Sus ojos se abrieron de sorpresa y dolor.
Y como si por fin se hubieran dilatado los bastante como para hacerles hueco,
dos enormes lágrimas gemelas cayeron por sus mejillas cruzadas por cinco
franjas rosas.
Cuando se dejó caer de espaldas sobre el suelo me abalancé
sobre él, dispuesta a pedirle perdón, a decirle que no sabía por qué había hecho
aquello.
Por sus convulsiones supe que se estaba riendo. Como si le hubiera
contado un buen chiste. Me tumbé a su lado y seguimos riendo cuando extendió el
papel celofán sobre nosotros, para que las nubes que se veían por la claraboya
fueran nubes en
technicolor.
Nota de la Redacción: el cuento pertenece al libro de relatos de
Ana Pérez
Cañamares,
En
días idénticos a nubes (Baile del Sol, 2009).
Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a la editorial
Baile del Sol
por facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.