Du coté de chez beaver
«¿Ha habido algún herido?»
«Por fortuna, ninguno», dijo la
señora Beaver, «excepto dos criadas que perdieron la cabeza y saltaron por una
claraboya al patio. No corrían peligro. Según creo, el fuego no llegó a alcanzar
los dormitorios en ningún momento. Aun así, va a haber que restaurarlos, eso
seguro, todo ha quedado tiznado y anegado y menos mal que tenían uno de esos
extintores antiguos que lo dejan
todo perdido. No podemos quejamos, la
verdad. Las habitaciones principales quedaron
completamente destruidas y
todo estaba asegurado. Sylvia Newport conocía a esas personas. Tengo que ponerme
en contacto con ellas esta mañana, antes de que esa siniestra señora Shatter les
eche la zarpa.»
La señora Beaver estaba de espaldas al fuego tomando su
yogur matinal. Mantenía el envase justo debajo de la barbilla, lo recogía con
una cucharita y lo tragaba muy rápido.
«¡Cielos, qué horrible es este
potingue! Me gustaría que te acostumbraras a tomarlo, John. Últimamente pareces
muy cansado. No sé cómo iba a resistir yo toda la jornada sin tomarlo.»
«Pero, mami, yo no tengo tanto que hacer como tú.»
«Eso es
verdad, hijo.»
John Beaver vivía con su madre en la casa de Sussex
Gardens a la que se habían mudado tras la muerte de su padre. Poco había en ella
que recordara a los interiores austeros y elegantes que la señora Beaver
proyectaba para sus clientes. Estaba atestada con el mobiliario invendible de
dos casas mayores, sin pretensiones de representar época alguna y menos aún el
presente. Los mejores y los que tenían algún interés sentimental para la señora
Beaver estaban en el salón en
forma de L del primer piso.
Beaver
tenía una salita de estar obscura detrás del comedor, con teléfono propio, en la
planta baja. La anciana doncella se ocupaba de su ropa. También quitaba el
polvo, lustraba y mantenía, en el tocador y encima de la cómoda, el simétrico
orden de la colección de voluminosos y lúgubres objetos que habían pertenecido
al cuarto de vestir de su padre, regalos indestructibles recibidos en su boda y
en su vigésimo primer cumpleaños, de marfil, chapados en cobre, forrados de piel
de cerdo, con remates y engastes de oro, característicos de una masculinidad
dispendiosa de la época eduardiana: frascos para llevar bebidas a las carreras y
a la caza, estuches para puros, petacas, gorras de
jockey, trabajadas
pipas de espuma, abotonadores y cepillos para sombreros.
Había cuatro
sirvientes, todas mujeres y todas, salvo una, ancianas.
Cuando alguien
le preguntaba por qué vivía allí, en lugar de poner casa propia, Beaver decía
unas veces que, por lo que le parecía, a su madre le gustaba tenerlo allí (pese
a su negocio, se sentía sola) y otras que se ahorraba al menos cinco libras a la
semana. Como sus ingresos totales ascendían a unas seis libras a la semana, se
trataba de un ahorro importante.
Tenía veinticinco años. Desde que había
salido de Oxford hasta el comienzo de la Depresión, había trabajado en una
agencia de publicidad. Desde entonces nadie había podido encontrarle algo que
hacer. De modo que se levantaba tarde y se pasaba gran parte del día sentado
cerca del teléfono y con la esperanza de que lo llamaran.
Siempre que
podía, la señora Beaver se tomaba una hora de descanso a media mañana. Llegaba
siempre a las nueve en punto a su tienda y hacia las once y media necesitaba un
descanso. Entonces, si no era inminente la llegada de algún cliente importante,
tomaba su dos plazas y se dirigía a su casa en Sussex Gardens. Se había ido
aficionando al intercambio matinal de chismorreos con su hijo, que a esa hora
solía estar ya vestido.
«¿Qué hiciste anoche?»
«Audrey me llamó
a las ocho para invitarme a cenar. Éramos diez en el Embassy: bastante aburrido.
Después fuimos todos a una recepción que daba una mujer llamada De Tromet.»
«Ya sé quién es: americana. Aún no ha pagado las fundas de
toile-de-jouy que le hicimos el pasado abril. Yo también me aburrí: no me
vino ni una sola carta en toda la noche y salí perdiendo cuatro libras y diez
chelines.»
«¡Pobre mami!»
«Voy a almorzar en casa de Viola
Chasm. ¿Qué vas a hacer tú? Es que, mira, no he encargado que prepararan nada
aquí.»
«Aún no he sabido nada. Pero en último caso puedo darme una
vuelta por el Brat’s.»
«Pero es carísimo. Estoy segura de que, si se lo
pedimos, Chambers puede ir a comprarte algo. Pensaba que sabías seguro que ibas
a salir.»
«Pues puede que aún salga. Todavía no han dado las doce.»
(Beaver recibía la mayoría de las invitaciones en el último momento; a
veces más tarde incluso, cuando ya había empezado a comer a solas en una
bandeja... «John, cielo, ha habido una confusión y Sonia ha llegado sin Reggie.
¿Podrías sacarme de este apuro, mi amor? Pero tienes que darte prisa, porque
estamos a punto de sentarnos a la mesa». Entonces él salía precipitadamente en
busca de un taxi y llegaba, excusándose, después del primer plato... Una de las
pocas peleas recientes con su madre se había debido a que hubiera abandonado de
ese modo un almuerzo ofrecido por ella.)
«¿Adónde vas a ir este fin de
semana?»
«A Hetton.»
«¿Quién vive allí? Se me ha olvidado.»
«Tony Last.»
«Sí, claro. Ella es encantadora; él, bastante
pelmazo. No sabía que los conocieras.»
«En realidad, no los conozco.
Tony me invitó en el Brat’s la otra noche. A lo mejor se ha olvidado.»
«Mándales un telegrama para recordárselo. Es mucho mejor que telefonear.
Así tienen menos oportunidad de excusarse. Mándalo mañana justo antes de salir.
Me deben una mesa.»
«¿Cuáles son sus antecedentes?»
«A ella
solía verla mucho antes de que se casara. Se llamaba Brenda Rex, hija de lord
St. Cloud, muy rubia, tez subácuea. Cuando era una muchacha, volvía locos a los
hombres. Todo el mundo pensaba que acabaría casándose con Jock Grant-Menzies.
¡Qué lástima que se casara con ese pedante de Tony Last! Ya es hora, la verdad,
de que empiece a aburrirse. Llevan cinco o seis años casados. Marchan bastante
bien, pero todo se les va en mantener la casa. Nunca la he visitado, pero tengo
idea de que es enorme y horrenda. Tienen por lo menos un hijo, tal vez más.»
«Mami, eres maravillosa. La verdad es que conoces vida y milagros de
todo el mundo.»
«Resulta muy útil. Basta con escuchar con atención a la
gente, cuando habla.»
La señora Beaver fumó un cigarrillo y después
volvió a su tienda. Un americano compró dos centones a treinta guineas cada uno,
lady Metroland telefoneó para preguntar detalles sobre un cielo raso de cuarto
de baño, un joven desconocido pagó al contado un cojín; en los intervalos, la
señora Beaver pudo bajar al sótano, donde dos muchachas mustias estaban
empaquetando pantallas de lámparas. Allá abajo, pese a que tenían una estufita
de petróleo, hacía frío y las paredes siempre estaban húmedas. Las muchachas
estaban adquiriendo —observó complacida— mucha destreza, en particular la más
baja, que manejaba las cajas de embalaje como un hombre.
«Así se hace»,
dijo, «lo está usted haciendo de maravilla, Joyce. Pronto la pondré a hacer algo
más interesante.»
«Gracias, señora Beaver.»
Más valía que
siguieran haciendo paquetes por un tiempo, dijo la señora Beaver para sus
adentros: mientras lo resistiesen. Ninguna de las dos tenía suficiente
chic
para trabajar arriba. Las dos habían pagado sus buenas sumas para aprender
el arte de la señora Beaver.
***
Beaver estaba sentado junto a su teléfono. Sonó una sola
vez y una voz dijo: «¿El señor Beaver? ¿Tendría la amabilidad de esperar un
momentito, señor? Lady Tipping desearía hablar con usted.»
Siguió un
intervalo de silencio cargado de grata expectación. Lady Tipping daba un
almuerzo ese día, lo sabía; habían pasado un rato juntos la noche anterior y
Beaver había tenido mucho éxito con ella precisamente. Alguien había fallado...
«¡Oh, señor Beaver, siento
tanto molestarlo! Quisiera saber si le
sería posible decirme el nombre del joven que me presentó anoche en casa de
madame De Trommet: el del bigote pelirrojo. Creo que era diputado.»
«Me
imagino que se referirá a Jock Grant-Menzies.»
«Sí, así se llama. ¿Sabe
usted por casualidad dónde podría encontrarlo?»
«Figura en la guía, pero
no creo que esté en casa ahora.
Tal vez pueda encontrarlo en el Brat’s
hacia la una. Suele estar casi siempre.»
«Jock Grant-Menzies, Brat’s
Club.
Muchísimas gracias. Ha sido usted
muy amable. Espero que
venga a verme alguna vez. Hasta pronto.»
Después, no volvió a sonar el
teléfono. A la una, Beaver perdió las esperanzas. Se puso el abrigo, los guantes
y el sombrero hongo y, con el paraguas pulcramente enrollado, salió y se dirigió
a su club en el autobús, del que se apeó en la esquina de Bond Street.
***
El aire de antigüedad que se respiraba en el Brat’s y que
se debía a su elegante fachada georgiana y a los hermosos paneles que recubrían
sus salas era enteramente espurio, pues se trataba de un club de origen
reciente, fundado en el período de
bonhommie desencadenado al fin de la
guerra. Era un lugar destinado a gente joven, para que pudiesen repantigarse
frente al fuego y divertirse jugando a las cartas sin exponerse a las miradas
ceñudas de los miembros de más edad. Pero ahora esos fundadores estaban
entrando, a su vez, en la edad madura; aunque persistía su jovialidad, eran más
gruesos, más calvos y de rostro más rubicundo que cuando habían sido
desmovilizados y les había llegado ya el turno de avergonzar a sus sucesores
deplorando su falta de hombría y caballerosidad.
Seis anchas espaldas
impedían a Beaver llegar hasta la barra. Se sentó en uno de los sillones del
salón y se puso a hojear el
New Yorker, en espera de que apareciese algún
conocido suyo.
Llegó Jock Grant-Menzies. Los que estaban en la barra lo
saludaron así: «Hola, Jock, majo, ¿qué vas a tomar?», o simplemente: «¿Qué tal,
majo?» Era demasiado joven para haber combatido en la guerra, pero caía bien a
aquellos hombres; les resultaba mucho más simpático que Beaver, al que, en su
opinión, no deberían haber admitido siquiera en el club. Pero Jock se paró a
hablar con Beaver. «¿Qué tal, majo?», dijo. «¿Qué tomas?»
«Hasta ahora,
nada.» Beaver se miró el reloj. «Pero creo que ha llegado el momento: coñac y
ginger ale.»
Jock llamó al
barman y después dijo:
«¿Quién era el vejestorio que me endosaste en la fiesta de anoche?»
«Se llama lady Tipping.»
«Ya me parecía que podía ser ésa. Ahora
lo entiendo. Abajo me han dado el mensaje de que una señora de ese nombre quería
que almorzara con ella.»
«¿Vas a ir?»
«No, no se me dan bien los
almuerzos. Además, cuando me he levantado, he decidido tomarme unas ostras
aquí.» Llegó el
barman con las bebidas.
«Señor Beaver, en mis
cuentas del mes pasado figura una deuda del señor de diez chelines.»
«Ah, gracias, Macdougal, recuérdemelo un día de estos, ¿quiere?»
«Muy bien, señor.»
Beaver dijo: «Mañana voy a Hetton.»
«¿Ah, sí? Saluda a Tony y a Brenda de mi parte.»
«¿Cómo es el
ambiente?»
«Muy tranquilo y grato.»
«¿No jugarán a las cartas
por dinero?»
«Oh, no, nada de ese estilo. Un poco de
bridge y
backgammon y partidas poco cuantiosas de póquer con los vecinos.»
«¿Es cómoda la casa?»
«No está mal. Bebida no falta. Lo que no
sobran son baños, pero puedes quedarte en la cama toda la mañana.»
«No
conozco a Brenda.»
«Te gustará, es una muchacha espléndida. Muchas veces
pienso que Tony Last es uno de los hombres más felices que conozco. Tiene dinero
suficiente, le gusta el lugar, tiene un hijo al que adora, una esposa devota y
ni la menor preocupación.»
«De lo más envidiable. ¿No conocerás a
alguien más que vaya a ir? Me gustaría que me llevaran en coche.»
«La
verdad es que no. Es muy fácil por tren.»
«Sí, pero más agradable por
carretera.»
«Y más barato.»
«Sí: y más barato, supongo... Bueno,
me voy a almorzar. ¿No quieres tomar otro?»
Beaver se levantó para
marcharse.
«Sí, creo que sí.»
«Ah, muy bien. Macdougal, dos más,
por favor.»
Macdougal dijo: «¿Se los pongo en su cuenta?»
«Sí,
hágame el favor.»
Después, en la barra, Jock dijo: «He logrado que
Beaver me invitara a una copa.»
«No le debe de haber hecho gracia.»
«Por poco no se muere. ¿Sabéis algo de cerdos?»
«No. ¿Por qué?»
«Es que no cesan de escribirme ciudadanos de mi circunscripción para
exponerme problemas al respecto.»
Beaver bajó a la planta baja, pero,
antes de entrar en el comedor, pidió al portero que llamara a su casa y
preguntase si había algún mensaje para él.
«Lady Tipping ha llamado hace
unos minutos y ha preguntado si podía usted ir hoy a almorzar con ella.»
«¿Quiere hacerme el favor de llamarla y decirle que tendré mucho gusto,
pero que tal vez llegue con unos minutos de retraso?»
Cuando salió del
Brat’s y se dirigió a buen paso hacia Hill Street, era ya la una y media.
Nota de la Redacción: este texto corresponde al primer capítulo de
la novela
Evelyn Waugh:
Un
puñado de polvo (RBA Libros, 2009). Queremos
hacer constar nuestro agradecimiento a la
RBA Libros por su
gentileza al facilitar la publicación de dicho texto en
Ojos
de Papel.