Una fría mañana de enero, pocos meses antes de que Isabela partiese de
Venecia en su arriesgado viaje hacia la India, el abate don Ponciano Contarini
se hallaba disfrutando plácidamente de su soconusco y sus pastas en la quietud
de su modesta casa de la plaza o campo de san Juan y Pablo, casa llena de
humedades y de trampas para cazar ratones, cuando un fámulo delgado y pálido
como una vela le anunció la llegada de un hombre que solicitaba ser recibido.
Sintió el buen clérigo notable fastidio al considerar lo inoportuno de
aquella visita y engulló a toda prisa dos pastas y el espeso líquido que humeaba
en la taza con lo cual quemóse la lengua en el empeño. Maldiciendo, pues, para
sus adentros, se dispuso a recibir al recién llegado que no era otro sino Genaro
Bonesana, aquel inesperado pariente que se le presentó a Isabela con
pretensiones de disputarle o cuando menos de compartir su herencia.
Cuando
tuvo delante a aquel espantajo seco y estrábico, lo miró de pies a cabeza y, sin
ocultar su negro humor, le preguntó:
–¿Qué se os ofrece señor...?
–Bonesana, Genaro Bonesana. Yo soy sobrino, aunque algo lejano de vuestro
amigo Ludovico Bonesana. No sé si él os habló en alguna ocasión de mí.
–Pues
lo cierto es que no lo hizo nunca.
–Bueno, ello es lo de menos. No me faltan
probanzas para esclarecer los vínculos familiares que me unían a mi añorado tío.
De lo que al presente vengo a hablaros es de algo que sin duda os puede
interesar. Tengo oído que vais a quedaros enteramente al cargo del patrimonio de
mi prima Isabela cuando ésta se marche a ese quimérico viaje que se le ha
antojado y del que ya habla toda Venecia.
–Así es, pero no se me alcanza a
dónde pretendéis llegar.
–Aún no he terminado mis razones, don Ponciano.
Escuchadme hasta el final y después podréis replicarme a vuestro antojo.
–De
acuerdo. Continuad, si os place.
–No sé si estáis enterado de que disputé a
Isabela la posesión de dicha herencia e incluso le ofrecí la mano de esposo para
compartirla sin que hubiese discordias entre nosotros.
–Algo tengo oído de
todo eso.
–Pues no llegamos a acuerdo alguno, pero, si Isabela no regresara
nunca de ese peligroso viaje, yo sería el heredero de todas sus posesiones.
–¿Y bien?
–Observo, señor abate, que vivís con excesiva modestia. Un
hombre de vuestra calidad merece mucho más, un palacio tal vez, una servidumbre
más a tono con la nobleza de vuestro antiguo linaje...
–Los Contarini hemos
venido a menos, nadie lo niega, pero las iglesias venecianas están llenas de
sepulcros donde duermen almirantes, senadores, altos prelados e incluso algún
dux que llevaron gloriosamente nuestro apellido.
–Hora es de levantarlo otra
vez. Bien decís que habéis venido a menos, pero considero que la fortuna pone
ahora en vuestras manos la posibilidad de escalar nuevamente la posición que os
corresponde.
–No os comprendo. Sed más explícito.
–Hablaré con claridad,
señor abate. Si me ayudáis en todo, estoy dispuesto a compartir con vos toda la
herencia de los Bonesana y los Pietranera que ahora pertenece a esa lagarta de
mi prima. En ese viaje suyo a Oriente es muy fácil que le ocurra algo... fatal.
Nosotros mismos podríamos ayudar al destino y luego sólo nos restaría repartir
las ganancias.
–¿Cómo os atrevéis a proponerme semejante horror y a insultar
a Isabela? ¿Acaso ignoráis la gran amistad que me unió a Ludovico Bonesana?
¿Pensáis que iba a traicionar yo su memoria?
–Yo soy más Bonesana que esa
muchacha. Vuestro amigo Ludovico obró con perfidia al dejarla por heredera.
Acaso incluso la tuvo por barragana y pagó con la herencia sus pecaminosos
favores.
–¡Basta! Os prohíbo seguir hablando de esa manera de un hombre que
era un dechado de virtudes. Salid de mi casa y no ofendáis sus pobres muros con
vuestra insolencia.
–Me voy, pero recordad que si queréis cambiar estos
pobres muros por otros revestidos con tapices flamencos y guadamecíes, bastará
con buscarme en la ciudad de Padua, donde vivo al presente. Lo demás resultará
fácil, muy fácil.
Y sin más, lleno de arrogancia y seguro de que sus
palabras conseguirían el efecto apetecido, salió a grandes zancadas.
Quedó
indignado al pronto don Ponciano, pero la rabia dio paso en breve dentro de su
cabeza a la confusión y dos horas más tarde veía el asunto de manera muy
diferente.
Verdaderamente, no había tenido la recompensa esperada su larga
vida de estrecheces, de humillaciones por parte de los poderosos a los que
adulaba para sobrevivir, de esfuerzos para restablecer la grandeza de sus
antepasados... La inesperada propuesta de aquel aventurero podía ser la ocasión
para que todo cambiase, claro que era necesario actuar con gran cautela y
dejando muy bien atado hasta el último detalle.
Ya se imaginaba señor del
palacio aquel del Gran Canal recibiendo a los patricios de la ciudad y aceptando
honores y regalías. Iba a ser uno más de ellos. Se acabaron los desdenes y el
ignorarlo como si hubiese nacido en una pocilga.
Al día siguiente mandó el
abate a Padua a su fámulo con recado para que trajese consigo secretamente a
Genaro Bonesana y, tres días más tarde, se encontraban de nuevo en la casa de
don Ponciano para concretar todos los puntos de aquel turbio negocio. Se
dividieron hipotéticamente las propiedades de Isabela y el abate exigió
documentos de donación firmados de antemano al primo de la joven donde sólo
faltaba consignar las fechas. Llegaron también al acuerdo, aunque esta cláusula
la olvidaron pronto, de no volver a encontrarse hasta que se hubiera resuelto el
asunto. Y, en suma, ya no les restaba para conseguir sus propósitos sino el
punto más difícil: hacer que desapareciese para siempre la joven. También en
esto se pusieron de acuerdo. Don Ponciano pensó entonces en su sobrina Diana.
Ella sería la encargada de llevar a cabo el asesinato de Isabela.
Diana
había crecido en los muelles de la Misericordia. Su madre fue una costurera de
Murano de quien se comentaba que era más respetuosa a los sábados que a los
domingos y más hábil en zurcir virgos que camisas. Un día se encontró con la
barriga hinchada y decidió salir adelante con la maternidad, aunque no acertó a
saber quién le hizo tal obra pues no le faltaban jinetes entre la gente de
recado y los marineros de la ciudad. Pero pasados los cuarenta, consciente del
ocaso de sus encantos, decidió cambiar de hábitos y se vistió los de beata.
Comenzó a frecuentar muchas de las iglesias venecianas y a no perderse novenas
ni vísperas ni trisagios. Así la encontró don Ponciano y, tras recibirla una
mañana en confesión y escuchar no tanto sus culpas como sus lamentaciones,
decidió coger a su servicio a la madre y a la hija, que a la sazón contaba ya
doce primaveras. La beata, con ejemplar dedicación, le sirvió de cocinera,
limpiadora, sastra y barragana, todo por el mismo precio, y, de cuando en
cuando, el lascivo abate se permitía palpar también, a escondidas de la madre, a
la hija, sino que ésta, a causa tal vez de los tratos de su madre con el diablo,
salió fea como una alcuza, con nariz torcida, cabellos ralos, ojos saltones y
cuerpo de pera, ancho en extremo por abajo y estrecho y liso por arriba. Le
cogió, pese a todo, gran querencia el clérigo a la joven y pensó en casarla
decentemente con algún artesano de la ciudad, pero, como no tenía el buen hombre
caudal suficiente para dotarla, no le halló pretendiente alguno. Entonces
sucedieron los hechos referidos: Isabela disponía su viaje a Oriente y precisaba
de una dama de compañía de toda confianza. El abate, más que recomendársela, se
la impuso apelando a su gran amistad con Ludovico Bonesana. Tenía la esperanza
de que en tierras lejanas se disimularan más sus defectos y la muchacha pudiese
encontrar marido. La madre había muerto poco antes y el abate llevaba ya algunos
meses con los ojos puestos en una doncellita pobre de la vecindad muy agraciada
de rostro que se ofrecía para servir en alguna casa respetable. Así pues, la
presencia de Diana en la suya ahora entorpecía sus propósitos y le pareció
providencial la ocasión de mandarla con Isabela al otro extremo del mundo. Pero
además, después de concertarse con el desmedrado Genaro, comprendió que todo se
ordenaba de maravilla pues Diana, a la que presentó como sobrina suya, podría
bien ser la mano que quitase de en medio a Isabela.
Había aprendido Diana
con don Ponciano a leer y a escribir y en las callejas y canales de la
Misericordia y en los consejos de su madre todo el arte de la malicia y la
simulación. Era ambiciosa; había conocido la miseria, pero también atisbó la
opulencia cuando algunos encargos de don Ponciano la llevaron a los palacios de
varios poderosos de la ciudad. Y en su interior, como otros muchos hombres y
mujeres de este enmarañado mundo, deseaba medrar pues intuía que sólo con
dinero, con mucho dinero, resultaba posible vencer a la naturaleza, que fue con
ella tan cicatera, y conseguir la posición y los agasajos que hasta ahora se le
habían negado por completo.
Así pues, la mañana en que don Ponciano, con
gran secreto, la condujo a su cámara y, tras varios circunloquios, le propuso
abiertamente acompañar a Isabela en su viaje para darle muerte en el momento
propicio, ella supo que se le había presentado por fin la ocasión que tanto
soñó. Aquel turbio asunto le reportaría, sin duda, unos grandísimos beneficios y
estaba dispuesta a llevarlo a término con escrupulosa eficacia. Se pusieron de
acuerdo en los detalles y, antes de que partiese de Venecia, don Ponciano le
facilitó un minúsculo frasco que contenía un poderoso veneno. Se hicieron a la
mar las viajeras y el abate quedó a la espera de noticias con una impaciencia
que lo devoraba. Lo que sí había determinado durante aquel tiempo fue quitar
también de en medio, llegado el momento, a Diana para que jamás pudiera, ni aun
bajo tortura, decir palabra a nadie acerca de su complicidad en el asesinato.
Cierto que la estimaba, pero estimó que en la nueva posición que iba a disfrutar
no eran convenientes algunas amistades del pasado.
Así las cosas, una tarde,
su fámulo le presentó la siguiente carta recién llegada desde Lisboa. La firmaba
Diana a treinta días del mes de julio de aquel año de 1795:
“Muy señor mío
reverendísimo:
Los proyectos hasta el presente no han salido todo lo bien
que se esperaba. La cantidad de tósigo que le administré a doña Isabela no
resultó suficiente. Su naturaleza joven ha vencido al veneno y, recuperada un
tanto, ha tomado la decisión de que nos embarquemos hoy mismo. Bien sabe vuestra
reverencia cuan enemiga era yo, que ni siquiera sé nadar, de ir hasta la India y
como confiaba haber resuelto este asunto antes de marcharnos de Lisboa, pero
puesto que he fracasado en este intento, la acompañaré hasta que surja ocasión
más propicia para darle fin. No olvide el cumplimiento de todas sus promesas,
que por menos de cuanto me ha ofrecido nadie se atrevería a ponerse en tanto
riesgo de navegaciones y de acabar en manos de la justicia. Fía, pues, en su
reverencia, su servidora Diana.”
¡Qué torpe esta muchacha o qué torpemente
he obrado yo al procurarle una cantidad tan exigua del tósigo! –se dijo el abate
y siguió de este modo con su soliloquio: –Veo volar todas mis ilusiones e
incluso me veo en riesgo de acabar en los Plomos si esa muchacha no actúa con
mayor pericia. Acaso lo más juicioso sea jugar con dobles cartas y no poner toda
la confianza en un solo naipe. Pagaré con las propias rentas de Isabela un
sicario que vaya en su búsqueda hasta darle muerte.
Dos meses atrás, el
abate había oído en confesión a un hombre harto conocido en Venecia por poner
siempre su daga al servicio de quien le pagase bien. Don Ponciano había
verificado más tarde lo efímero de su arrepentimiento pues, a poco de acudir a
pedirle la bendición, mató a otro hombre sin que la justicia pudiera probarlo.
Era fácil encontrárselo por las mañanas en la ribera de los Dálmatas bebiendo en
alguna taberna mientras se le ofrecía algún encargo. No faltaban en la ciudad
maridos que quisieran darle un susto al amante de sus esposas ni esposas que
quisieran verse libres de sus maridos. Llamábase el tal Lucio Cobos y era un
napolitano de origen aragonés recio de músculos, breve de palabras, algo romo de
ingenio y muy rápido en tirar de su espadín. Carecía de una oreja por haberla
perdido en una reyerta y sus mostachos alcanzaban casi el hueco que le había
quedado.
Tal como el abate supuso, el jaque se encontraba aquella mañana
frente a una botella casi vacía en el rincón más oscuro de la taberna nombrada
“El león prodigioso”. Don Ponciano, al que no faltaban argucias a la hora de
negociar, empezó por pedir una nueva botella de vino y, a continuación, se
acomodó junto al bravo que, al verlo llegar, le dijo hoscamente:
–No me
venga con sermones, padre; que ya cumplí con el precepto de Pascua y no volveré
al confesionario hasta el año que viene.
–Tate, tate, que no vengo aquí como
ministro de la Iglesia sino como hombre ultrajado que precisa venganza.
–No
son esas las palabras de quienes predican poner la otra mejilla.
–A pesar de
lo que aconsejemos desde el púlpito, nadie está exento de pecado y debilidad.
–Pues ya puede estar contándome vuesa reverencia; que yo estoy aquí para
tomar en mis manos las cuestiones de honor de quien lo precise siempre que ponga
buenos dineros sobre la mesa.
–Sabed, don Lucio, que una sobrina mía lejana
llamada Isabela, en la que yo puse todas mis esperanzas y a quien trataba como
hija, se me escapó una noche ofendiendo mi generosidad y llevándose consigo gran
parte de mi caudal. Tengo oído que marchó hasta Lisboa y desde allí se embarcó
hasta la India con pretensiones de llegar hasta una ciudad que nombran Udaipur.
La acompaña otra joven que se llama Diana y un marinero grandote y entrado en
años que responde al nombre de Zenón. Su cabello es rubio, sus ojos del color de
la miel y lleva siempre al cuello una medalla de plata que representa a santa
Lucía y en el dedo anular de su mano izquierda una sortija de oro con una I
grabada. No creo ya posible recuperar mucho de lo que me robó, pero mi corazón
no sosegará hasta saber que ha recibido el castigo que le corresponde. Yo os
ofrezco, don Lucio, que sea vuestra mano la que vengue mi agravio. No os
resultará difícil encontrar su rastro en aquellas lejanas tierras donde no deben
de abundar los venecianos. Desde luego, no os faltarán monedas para llegar hasta
allí, cumplir lo pactado y emprender el regreso. Y, cuando os halléis de nuevo
en Venecia, si me dais pruebas concluyentes de que la muchacha ha muerto, tales
como su dedo anular con el anillo incluido, y la medalla de santa Lucía,
premiaré con diez mil sequines vuestros trabajos.
–Suena muy bien la música
de vuestra propuesta, pero, ¿para qué mandarme al otro extremo del orbe si la
joven, posiblemente, algún día regrese y aquí se podrá concluir el trabajo sin
tanto viaje?
–¿Quién os asegura que volvería? Además, no quiero que pise
nunca más Venecia. Me ha humillado y debe pagarlo de inmediato. Si os parece
bien el encargo, lo aceptáis y si no, quedad con Dios, que tengo otros muchos
asuntos por atender esta mañana.
–No corra tanto, padre, que yo no me he
negado a aceptar su ofrecimiento. Si hay que ir hasta el fin del mundo por
complacer a un cliente, yo estoy dispuesto a hacerlo y no se hable ni una
palabra más.
Concretaron los hombres hasta el último detalle; don Ponciano
le entregó una bolsa bien repleta al sicario y éste salió de la ciudad hacia
Oriente una semana más tarde en el barco de un mercader que navegaba hasta
Alejandría. Lo último que Lucio Cobos le pidió al abate fue su bendición para
salir airoso en tan larga travesía y éste se la dio al instante acompañándola de
un escapulario de los que suelen llevar consigo los marinos.
Mientras tanto,
la vieja Marcia que no tenía un punto de necia sino todo lo contrario, comenzó a
inquietarse al observar el abuso y derroche con el que manejaba don Ponciano la
hacienda de Isabela, y su desazón aumentó cuando recordó que la casualidad o el
destino o acaso ambos hicieron que la mañana en que Genaro Bonesana visitó al
abate por vez segunda y última, ella pasase por la plaza donde vivía el
eclesiástico de tal modo que vio salir de la misma al pretendiente a la
herencia. Entonces no le dio gran importancia, pero ahora, suspicaz como era,
entró en sospechas de contubernios y decidió para lo sucesivo permanecer
vigilante a las maniobras de don Ponciano. Claro que no lograba ver el modo de
comunicar esas sospechas a Isabela. Finalmente se enteró de que un navío estaba
preparado en el puerto para partir hacia Alejandría y decidió entregar al
capitán del mismo una carta dirigida a la joven confiada en que éste supiese de
algún misionero o mercader que desde allí siguiera viaje hacia Oriente. Pero la
nave no era otra que aquella en la que se había embarcado Lucio Cobos.
La
carta que Marcia confió al capitán decía de este modo:
“Querida señora e
hija mía:
Le escribo estas letras, yo que tan mal sé expresarme, para
reiterarle el mucho amor que le tengo y el gran sentimiento que me ha dejado su
ausencia. Pero además quiero advertirla de cuan conveniente sería su pronto
regreso a Venecia toda vez que don Ponciano, aquel abate que dejara al cargo de
la administración de sus bienes, anda disponiendo de los mismos con demasiada
largueza y tengo no sé qué barruntos de que algo turbio urde ya que poco antes
de vuestra partida de la ciudad vi salir de su casa, sin que yo entonces le
concediera mayor importancia al asunto, a aquel fantasmón de don Genaro Bonesana
que vino al palacio para reclamarle la herencia y ofrecerle la mano de esposo.
Ahora, sin embargo, a la luz de los nuevos acontecimientos, volviendo sobre
ello, he pensado que cuando se unen dos vulpejas no es para narrar consejas”.
La carta continuaba explicando diversos pormenores de otros criados del
palacio, algunas noticias de lo acaecido en Venecia desde que Isabela se marchó
de la misma y de los comentarios que la anciana había escuchado sobre la guerra
entre Francia y Austria.
El capitán Antonio di Sambuco tomó aquella misiva
junto con treinta sequines en oro y prometió ponerla en las manos de cualquier
viajero que se dirigiese hacia la India. Dos jornadas más tarde, cuando
conversaba en cubierta con Lucio Cobos y supo que éste se dirigía hacia aquel
lejano territorio, no dudó en pedirle que si encontraba allá a la veneciana
Isabela Pietranera, le entregase aquella carta y con ello dio por cumplido su
encargo y bien ganado su pecunio.
El sicario, apenas se vio a solas en un
rincón de la nave y leyó la carta, vino a considerar que el destino ordenaba
aquel enredo para que él sacase un gran provecho del mismo. Coligió que tras
aquella muerte que le encargaron se escondía mucho más que un pequeño robo a un
abate cuya sotana sucia y raída delataba su pobreza. Y decidió que, una vez
cumplida su misión, le sacaría a don Ponciano hasta la última moneda del arca a
cambio de su silencio.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Ediciones
Carena en la persona de su director,
José
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este
capítulo del libro de
Fernando de
Villena,
Udaipur
(Carena, 2010).