Un exiliado, para serlo, necesita una frontera. Los caprichos de la historia han separado valles, partido colinas y dividido ríos con una línea imaginaria. Esa fatídica línea ha separado a amigos y ha unido a enemigos, ha impuesto lenguas, ha cambiado el destino de pueblos enteros. Todas las fronteras son testigos invisibles del paso de viajeros y de comerciantes, pero también de fugitivos, contrabandistas, invasores, exiliados, ejércitos que las cruzan en una dirección y refugiados que huyen en la dirección opuesta.
Las aduanas, las alambradas, la policía y los puestos de control son intrínsecos a las fronteras. Para cruzarlas basta a veces un simple trámite, pero en otras ocasiones son muros infranqueables.
Los Pirineos, frontera natural desde tiempos remotos, se convirtieron en una frontera política. Aquí se han escrito importantes capítulos de la historia de España, pero el más terrible drama humano sucedió en el frío invierno de 1939: después de tres años de guerra, casi medio millón de personas cruzaron esas montañas huyendo de las represalias de los vencedores.
El exilio republicano español es el primer gran exilio político del siglo xx en todo el mundo. Nunca antes de la Segunda Guerra Mundial hubo una oleada tan numerosa de refugiados. Fue la consecuencia de un conflicto caracterizado por la ideologización del pueblo, de ambos bandos, dispuestos a dar la vida por sus creencias, por unos ideales. Fue, como lo han descrito algunos historiadores, la última guerra romántica.
En la lista de los exiliados españoles encontramos nombres tan relevantes como Picasso, Machado, Buñuel, Cernuda, León Felipe, Juan Ramón Jiménez, Ferrater Mora, Casals y Alberti. Pero si algo caracterizó al exilio español fue su heterogeneidad: hombres y mujeres, ancianos y recién nacidos, mecánicos y catedráticos, soldados y poetas, andaluces y gallegos, burgueses y anarquistas, comunistas y nacionalistas, campesinos y habitantes de las ciudades se dirigieron a aquellos países con los que existía ya un vínculo, fuese por proximidad geográfica, como Francia, o por afinidad histórica, como México, Argentina, Venezuela o Cuba, aunque el exilio republicano atraviesa todo el mundo y llega incluso a la URSS, a Argelia, a Marruecos. Algunos, viendo el pésimo recibimiento que Francia les ofrecía, volverían a España pocos meses después, pero los demás no podían imaginar, cuando atravesaron la frontera, que tardarían veinte, treinta o cuarenta años en regresar a España. Otros nunca volvieron; pasado un tiempo, regresar a tu patria es casi como sufrir un nuevo exilio.
Aún hay testigos de todo aquello. Cuando sucedió, eran niños, y hoy lo recuerdan con los ojos del niño que eran entonces; ancianos que explican lo que le ocurrió a ese niño que fueron. Ahora son hombres y mujeres curtidos por una vida de privaciones, de luchas, de bombardeos, de orfanatos, de muertes, de campos de concentración, de ideales perdidos… Y al hablar del exilio, de esa etapa de sus vidas que sucedió hace más de sesenta años, todavía ahora se emocionan al recordarlo. Lo habrán explicado cientos de veces, lo habrán recordado miles, pero aún se les forma un nudo en la garganta cuando lo rememoran. Personas que lo han vivido todo, que lo han superado todo, y que tienen que hacer una pausa cuando hablan de aquel mes de febrero de 1939 en el que, después de tres años de una guerra especialmente cruenta, abandonaban su país.
Este libro se centra en la primera parte del exilio: en la partida, en el éxodo, en el momento en que una familia decide que ha llegado el momento de dejar todo atrás y emprende la marcha, en la odisea que sufrieron tantos republicanos dispersándose por el mundo. Los exiliados españoles se fueron con lo puesto y la mayoría de ellos llegaron a la frontera a pie; las pocas posesiones que acarreaban, un colchón o un recuerdo de familia, las dejaron por el camino cuando las fuerzas flaqueaban y ya no podían cargar con ellas. Pocas lágrimas cayeron en esos aminos. No había tiempo para llorar las penas: los refugiados salían por piernas, azuzados por el miedo. Cruzaron los Pirineos a pie, en un invierno especialmente frío, y al llegar a Francia —que creían el refugio, la tierra de las libertades, la salvación— las mujeres fueron separadas de los hombres, y unas y otros fueron internados en campos de concentración, donde los trataron como perros.
Se puede cuantificar el número de muertos, exiliados, fusilados, huérfanos, internados en campos de concentración, pero es imposible medir el sufrimiento y el dolor que padecieron tantísimas personas bajo unas condiciones atroces.
Esos caminos que hoy podemos recorrer, esos bellísimos paisajes pirenaicos, fueron el escenario de un drama humano de enormes proporciones. El lector que se decida a recorrer los caminos por los que transitaron los protagonistas de este libro, encontrará todavía a gentes que recuerdan este triste episodio de la historia española. Pero como en cualquier acontecimiento histórico, llega un momento en que todos los que lo vivieron han desaparecido: mueren los que lo sufrieron en sus carnes, los testigos, los que tienen muchas cosas que explicar aunque al vez nadie les haya preguntado por ello… Pasado el tiempo, desaparece la narración en primera persona y ya sólo quedan, como fuente de información, los documentos. Faltan pocos años para que esto suceda con la Guerra Civil española: los niños de entonces son hoy ancianos. Y principalmente por este motivo vivimos ahora un pequeño renacimiento del interés por esa guerra, por recuperar la memoria histórica. Libros, documentales, exposiciones, páginas web y películas se esfuerzan por rememorar el drama vivido por tantas personas.
En este esfuerzo por desempolvar unos hechos sucedidos hace más de sesenta años no veo ningún espíritu revanchista, ni tampoco, como se ha dicho en muchas ocasiones, deseo alguno de desenterrar viejos odios. Se trata únicamente de recuperar el recuerdo de unos acontecimientos que casi fueron borrados de la historia. Se pretende tan sólo reconocer el terrible sufrimiento por el que pasó un bando, el de los vencidos, que durante mucho tiempo ha sido olvidado o ignorado. Recordar lo que sucedió es un sencillo homenaje a aquellos que lucharon por unas ideas, por defender la legalidad vigente, y lo perdieron todo. Durante la dictadura la reivindicación de esas personas fue, por supuesto, imposible, pero tampoco se hizo con la recién llegada democracia, pues quizá había el riesgo de poner en peligro a tan joven institución. Hoy, con el Estado democrático ya consolidado, es necesario escarbar en el pasado, aunque sólo sea por el tópico de que hay que conocer la historia para no repetir los mismos errores.