Magazine/Nuestro Mundo
Londres
Por Henry James, viernes, 2 de noviembre de 2007
Con un estilo inimitable y la precisión de un fino observador, Henry James desliza la mirada sobre múltiples aspectos de la gran ciudad y de sus habitantes. Todo pasa por su lupa, todo tiene cabida en su prosa: desde los efectos del hollín en el paisaje urbano, hasta la supuesta unanimidad de los ingleses; desde el verdor de los parques o la presencia salvífica del Támesis, hasta la vida en los suburbios; desde las aglomeraciones en ciertas esquinas hasta la soledad que se experimenta en verano y que uno debe compartir con exconvictos, vagabundos y gentes de mal vivir. Y todo lo hace James reelaborando el modelo de retrato, el concepto de narración, la idea del viaje, que conforme se acerca a su fin deja tras de sí la estela de una pérdida. El lector tiene en las manos un libro que invita al viaje, a revisitar esta «tenebrosa y moderna Babilonia», sí, pero también a la reflexión, a la crítica de la contemporaneidad y, sobre todo, a la gran literatura.
Existe cierta velada que prácticamente cuento como si fuera una primera impresión: el final de un negro, lluvioso domingo, cerca del primero de marzo, de hace ya veinte años. Hubo una visión anterior, pero había virado al gris como la tinta desvaída, mientras la ocasión a la que ahora me refiero fue un comienzo desde cero. No cabe duda de que tuve una mística presciencia acerca del gran afecto que un buen día iba a profesar a la tenebrosa y moderna Babilonia; la verdad es que ahora, al rememorarlo, hallo cada una de las mínimas circunstancias de aquellas horas de acercamiento, de llegada, provistas aún de la misma viveza, como si la solemnidad de una época que entonces sólo se anunciaba hubiera insuflado su pleno aliento en todo ello. La sensación de acercamiento, de inminencia, ya fue insoportablemente fuerte en Liverpool, donde, según recuerdo, la percepción del carácter inglés de pura cepa que tenían todas aquellas cosas fue tan aguda como una sorpresa, aun cuando sólo pudiera ser sorpresa sin sobresalto. Fue la exquisita satisfacción de una mera expectativa, su sobreabundante confirmación. Existía cierta maravilla, desde luego, en el hecho de que Inglaterra resultara todo lo inglesa que, para mi disfrute, se estaba tomando la molestia de ser, pero esa maravilla habría brillado por su ausencia, y el placer habría sido inexistente, si la sensación no fuera violenta. Parece encontrarse aún presente como un visitante, tal como la encontré sentada frente a mí a la mesa del desayuno, una mesa pequeña, junto a la ventana, en el viejo café del hotel Adelphi, el Adelphi en aquel entonces aún sin ampliar, sin remozar, desvergonzadamente local. Liverpool no es una ciudad romántica, pero aquel sábado de humo regresa a mí como si fuera un éxito sin parangón, medido de acuerdo con la relación estrecha que posee con esa clase de emoción en espera de la cual más que de ninguna otra cosa decidimos viajar a países lejanos.
Asumió este carácter a hora muy temprana —mejor dicho, veinticuatro horas antes—, al asomarse uno al océano que barría el invierno, a la vista de la extraña, oscura, solitaria novedad de la costa de Irlanda. Mejor aún, antes que pudiésemos desembarcar en la ciudad, en donde los vapores de negros flancos cabeceaban en las aguas amarillentas del Mersey, bajo un cielo tan bajo que parecían tocarlo todos ellos con las chimeneas, y en la luz más espesa, más pesada. Se respiraba ya la primavera en el aire, en la ciudad; no llovía, pero aún había menos sol; era de preguntarse qué había sido, en aquella parte del mundo, del gran manchurrón blanquecino que ocupa el cielo entero, y la mansa grisura se desdibujaba a lo lejos virando al negro con cada pretexto, si bien ofreciéndose de un modo prometedor. De ese modo pendía sobre mí, entre la ventana de la calle y el fuego de la chimenea, en el café del hotel, a una hora relativamente tardía para desayunar, pues nos habíamos demorado en el desembarco. El resto de los pasajeros se había dispersado, tomando los más expertos el tren de Londres (no éramos más que un puñado). Así dispuse de todo el sitio para mí solo, y me sentí como si fuera propietario exclusivo de la impresión. La prolongué, me sacrifiqué a ella, y ahora es perfectamente recuperable, punteada por el sabor del muffin, esa magdalena nacional, y el rechinar de los zapatos del camarero que iba y venía (me pregunto si habrá algo tan inglés como su espalda intensamente gremial; en ella se ponía de manifiesto un país de arraigadas tradiciones), el crujir tembloroso del periódico que, palpitante de emoción, ni siquiera fui capaz de leer.
Seguí sacrificando el resto del día; no me pareció que fuera algo sensato y menos aún indicado, al menos de momento, inquirir sobre el medio idóneo para marchar de allí. Mi curiosidad a buen seguro debió de languidecer, pues al día siguiente me encontré a bordo del más lento de los trenes dominicales, que traqueteaba camino de Londres sin paradas ni interrupciones, lo cual podría haber resultado tedioso sin la conversación de un anciano caballero que viajaba conmigo en el mismo compartimento, y ante el cual mi carácter extranjero, así como relativamente juvenil, se había traicionado por sí solo. Me instruyó acerca de los lugares de interés que era preciso visitar en Londres, y me inculcó la idea de que nada era tan digno de mi atención como la gran catedral de St. Paul. «¿Ha visto usted San Pedro de Roma? San Pedro cuenta con mayor embellecimiento y más ornato, claro está, pero le puedo garantizar que St. Paul, de las dos, es el edificio más notable.» La impresión a la que comencé refiriéndome era, estrictamente hablando, la del trayecto desde Euston, después de anochecer, al hotel Morley de Trafalgar Square. No fue bonita; a decir verdad, me pareció bastante horrenda, pero al recorrer de nuevo las crepusculares y tortuosas millas que salvé en el grasiento coche de dos ejes al que mi equipaje me obligó a recurrir, reconozco en aquel primer paso una iniciación de las sensaciones placenteras que iban a abundar en las etapas sucesivas. En una gran ciudad resulta en cierto modo humillante no saber adónde va uno, y el hotel Morley era entonces, en mi imaginación, poco más que una nota de color en medio de la inmensidad indistinta. La inmensidad era lo más llamativo de todo, provista de un encanto propio; los tejados de las casas que se sucedían milla tras milla, los viaductos, la complejidad de los nudos ferroviarios y los sistemas de señalización por medio de los cuales fue avanzando el tren hasta la estación ya me habían dado idea bastante precisa de su escala. Se había puesto lluvioso el día, y así fuimos adentrándonos cada vez más en la noche del domingo. Las ovejas en los prados, en el viaje desde Liverpool, habían dado muestras por su comportamiento de una cierta conciencia del tiempo que hacía, del día en que estábamos, si bien el impetuoso trayecto en coche de punto fue una introducción con todas las de la ley en los rigores de la costumbre. Las casas bajas, negras, eran tan inanimadas como otras tantas hileras de cubos de carbón, salvo en algunas esquinas no infrecuentes, allí donde las tabernas se anunciaban con un destello de luz más brutal si cabe que las tinieblas circundantes. La costumbre de la taberna… era no menos rigurosa, y en una primera impresión esos locales públicos tienen un peso considerable.
El hotel Morley resultó en efecto una nota de color; brillante según mi recuerdo, más que luminoso, es el fuego del café, la acogedora madera de caoba, la sensación de que en la ciudad portentosa ése era, al menos a tenor de la hora, tanto un cobijo como un punto de vista. Mi rememoración del resto de la velada —es probable que estuviera muy fatigado— es sobre todo una rememoración de la vasta cama con cuatro columnas y dosel. La pequeña palmatoria de mi habitación, introducida en una honda cavidad, provocaba que semejante monumento proyectase una sombra enorme y que me llevara a pensar, sin saber por qué siquiera, en las Leyendas de Ingoldsby (1). Si al día siguiente y a una hora tolerable me encontré acercándome a las inmediaciones de la catedral de St. Paul no fue enteramente por obediencia al anciano caballero del tren: tenía un recado que hacer en la City, y la City era sin duda prodigiosa. Pero lo que recuerdo ante todo es la conciencia teñida de romanticismo que tuve al pasar ante Temple Bar, y el modo en que dos renglones de Henry Esmond se repetían en mi memoria a medida que me iba acercando a la obra maestra de Sir Christopher Wren (2). «La mujer robusta y de cara colorada» a la que vio Esmond al galope tras la jauría de lebreles que perseguían al corzo por las lomas de Windsor no se parecía en nada a la efigie «que vuelve su pétrea espalda a St. Paul y mira de frente a los coches que ascienden trabajosamente por Ludgate Hill». Miraba yo a la estatua de la reina Ana por encima del pescante de mi coche de punto —me pareció muy pequeña y bastante sucia, al tiempo que el vehículo subía por la cuesta poco pronunciada sin demasiados esfuerzos — y fue un pensamiento apasionante reparar en que esa estatua había sido muy familiar para el héroe de esa novela incomparable. Fue como si la historia misma reviviera de golpe, como si vibrase en mi espíritu la continuidad de las cosas.
Aún a día de hoy, cuando paso por el Strand vuelvo a dar el paseo que di aquella tarde. Hoy el lugar me encanta; recuerdo que ése fue el arranque de mi apasionamiento. Me pareció que presentaba fenómenos y que contenía objetos de toda clase, de un interés inagotable; se me antojó en particular deseable, por no decir indispensable, proceder a la adquisición de la mayoría de los artículos expuestos en la mayoría de los escaparates. Posé los ojos con cierta ternura en aquellos lugares en los que pude resistirme y en aquellos en los que sucumbí. Vuelve a llegarme a la nariz la fragancia del establecimiento de Mr. Rimmel; vuelvo a ver a la esbelta damisela que me atendió en el mostrador y oigo su pronunciación. Tengo por sagrado el muy especial aroma del champú que le compré. Me detengo ante el pórtico de granito de Exeter Hall (inesperadamente estrecho, en forma de cuña) y me evoca una nube de asociaciones que no son menos impresionantes por vagas que me resulten; provienen de no sé dónde, del Punch, de Thackeray, de los volúmenes encuadernados de la Illustrated London News cuyas páginas pasaba en mi niñez; parecen guardar cierta relación con Harriet Beecher Stowe y La cabaña del tío Tom. Memorable es la irrupción que hice en una tienda de guantes en Charing Cross, la que se pasa justo antes de doblar, camino al este, para penetrar en el vestíbulo de la estación; aquello, ahora que lo pienso, tuvo que ser sin embargo por la mañana, en cuanto salí del hotel. Aguzada en mi interior se hallaba muy despierta la sensación de la importancia que tendría el desflorar, el saquear la tienda.
Uno o dos días después, por la tarde, me hallaba sumido en la contemplación del fuego en el alojamiento del que había tomado posesión en previsión de pasar unas cuantas semanas en Londres. Acababa de entrar y, tras supervisar la distribución de mi equipaje, me senté a considerar mi habitación. Se encontraba en la planta baja, y la luz del día, difuminándose ya, penetraba en ella en una condición penosamente mermada. Se me antojó un interior sofocante y poco o nada propenso al contacto social, con un olorcillo a moho, una decoración a base de litografías y fl ores de cera, un agujero negro y de todo punto impersonal en medio de la general negrura de la ciudad. El murmullo constante del tráfico en Piccadilly llegaba desde el extremo de la calle, y el traqueteo de un coche de punto sin piedad rondaba muy de cerca mis oídos. Se apoderó de mí un repentino horror inspirado por todo el lugar, como si se me hubiese echado encima el tigre de la nostalgia del hogar, que esperaba armado con paciencia el momento oportuno.
NOTAS:
(1) Las Leyendas de Ingoldsby son una colección de mitos, leyendas, relatos de fantasmas y poemas escritos presuntamente por Thomas Ingoldsby, de Tappington Manor, que era en realidad uno de los seudónimos empleados por Richard Harris Barham (1788-1845), novelista y autor de poemas humorísticos. Comenzaron a publicarse con regularidad en 1837; tuvieron una popularidad enorme y fueron compiladas en libros que se publicaron en 1840 y 1843. Su éxito fue en aumento durante la época victoriana, pero hace ya mucho que no gozan del aprecio de los lectores. (Salvo indicación contraria, todas las notas al pie son del traductor, Miguel Martínez-Lage.)
(2) La historia de Henry Esmond es una novela de William Makepeace Thackeray (1852). Esmond es un coronel al servicio de la reina Ana de Inglaterra, que toma parte en sucesivas batallas a las órdenes de Marlborough.
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Nota de la Redacción: agradecemos a Alhena Media la gentileza por permitir la publicación de este capítulo del libro de Henry James, Londres (Alhena Media, 2007).