CRECIDA EN EL OISE
A la mañana siguiente,
antes de las nueve, los dos balandros se hallaban ya instalados en una carreta
ligera en Étreux: en poco tiempo los íbamos siguiendo por una de las laderas de
un plácido valle lleno de álamos y de cultivos de lúpulo. Había unos pueblos
agradables repartidos aquí y allá por toda la ladera; destacaba Tupigny, en
donde los rodrigones del lúpulo ostentaban sus guirnaldas en todas las calles y
se arracimaban las casas. Hubo tenues muestras de entusiasmo cuando pasamos: las
hilanderas se asomaron a las ventanas, los niños exclamaron extasiados a la
vista de los dos botes, o barquettes, y los peatones, conocidos de
nuestro carretero, bromearon con él a cuento de la naturaleza de la carga que
portaba.
Tuvimos un par de chaparrones, aunque más bien ligeros y
fugaces. El aire estaba limpio y dulce en los verdes campos, en el verdor de
cuanto crecía de la tierra. No había ni asomo de otoño en el clima. Ya en
Vadencourt, donde embarcamos en un prado situado frente a un molino, lucía el
sol y daba brillo a todas las hojas que proporcionaban sombra al valle del Oise.
El río bajaba crecido por las continuas e intensas lluvias de los días
anteriores. Desde Vadencourt hasta Origny corría a velocidad creciente, con
mayor caudal a cada kilómetro que avanzábamos, precipitándose como si ya oliera
el mar. El agua era amarillenta y turbia, y formaba remolinos entre los sauces a
medio sumergir; con la misma ira de los remolinos alborotaba al golpear las
orillas pedregosas. El cauce mismo trazaba mil sinuosos meandros por un valle
más angosto y arbolado. El río se acercaba a la base de los cerros de roca
caliza y pasaba de largo, dejándonos ver unos campos de colza entre los troncos
de los árboles. También lamía las tapias de los huertos, en donde a veces
veíamos, por el umbral de entrada a la casa, a un cura que paseaba en un jardín
de sol y sombra. A cada tanto, espesaba tanto el follaje delante de nosotros que
parecía que no había salida, sino tan sólo los sauces apretados, rebasados en
altura por olmos y álamos, bajo los cuales fluía la corriente veloz, y entre las
ramas y el agua pasaba de pronto volando un martín pescador como si fuera un
pedazo de cielo azul. Sobre todas estas manifestaciones diversas vertía el sol
su claro y católico semblante. Las sombras parecían solidificarse sobre la veloz
superficie del cauce y sobre los prados de una y otra orilla. La luz centelleaba
dorada en las hojas de los álamos, que bailaban sin cesar, y ponía los cerros en
comunión con nuestros ojos. Y en ningún momento dejaba de correr el río, ni
siquiera para tomar aliento; los juncos de todo el valle se estremecían de los
pies a la cabeza.
Tendría que haber algún mito (pero caso de que exista
yo lo desconozco) que se fundara en el estremecimiento de los juncos. No ofrece
la naturaleza muchas cosas tan asombrosas a ojos del hombre. Son una elocuente
pantomima del terror; ver tal cantidad de seres aterrorizados, que buscan
refugio en todos los recovecos de la orilla, basta para infectar a un ser humano
algo atolondrado y contagiarle de alarma. Tal vez sólo tengan frío, lo cual no
es de extrañar si se piensa que están con el agua hasta la cintura en todo
momento. Tal vez sea que nunca se han acostumbrado a la fuerza, a la furia con
que fluye el río, o al milagro de su cuerpo continuo. Pan en su día arrancó
melodías de sus antepasados; así, mediante las manos de su río, sigue tocando a
estas generaciones sucesivas en todo el valle del Oise, y toca el mismo aire, a
la vez dulce y estridente, para recordarnos la belleza y el terror que pueblan
el mundo.
El balandro era como una hoja a merced de la corriente. Lo
tomaba, lo zarandeaba, lo guiaba con pulso magistral, como un Centauro que se
llevase una ninfa en volandas. Para mantener cierto dominio sobre nuestro rumbo
era preciso un manejo diligente del remo. ¡Qué prisa la del río por llegar al
mar! Cada gota de agua corría veloz, presa del pánico, como corren quienes
forman parte de una muchedumbre aterrada. Aunque, ¿qué muchedumbre pudo llegar a
ser tan numerosa, o tener en tal medida una única idea en mente? Todo cuanto
quedaba a la vista pasaba de largo como si estuviera bailando; la propia vista
parecía haber entablado una furiosa carrera con el velocísimo río; las
exigencias del momento nos llevaron a mantener los cordajes tensados y los
estrobos apretados al máximo, tanto que hasta nuestro propio ser parecía
estremecerse como un instrumento bien afinado; despertó la sangre de su letargo,
echó a correr por todos los caminos y calzadas de las arterias y las venas,
entrando y saliendo del corazón, como si fuera la circulación sanguínea un viaje
hecho en vacaciones y no el diario y tedioso faenar que se sucede a lo largo de
setenta años. Los juncos podrían asentir y mecerse a modo de aviso, y con
trémulos gestos advertirnos de que el río era tan cruel como poderoso y frío, y
de que rondaba la muerte al acecho en el remolino, bajo los sauces. Pero los
juncos tuvieron que permanecer en donde estaban, y el que se queda plantado es
siempre timorato consejero. Nosotros podríamos habernos puesto a dar gritos a
voz en cuello. Si aquel bullicioso y bellísimo río era en efecto artimaña de la
muerte, la muy bribona, la vieja de rostro ceniciento, había sido más ingeniosa
que nosotros. En aquellos momentos vivía yo al máximo cada minuto. Me apuntaba
un tanto tras otro con cada palada del remo, con cada recodo del río. Rara vez
he disfrutado con más provecho de la vida.
Y es que tengo la impresión
de que bajo esta misma luz, en cierto modo, podemos considerar nuestra guerra
particular contra la muerte. Si un hombre sabe que tarde o temprano será víctima
de un atraco a lo largo de la travesía que emprende, descorchará la mejor
botella que encuentre en todas las posadas, y contemplará todas sus
extravagancias como ganancias que ha arrebatado a los ladrones. Sobre todo, allí
donde lejos de limitarse a gastar haga una inversión provechosa con parte de sus
dineros, lo hará afrontando el riesgo de la pérdida. Por eso, cada brioso
instante de vida, y más aún cuando es sana, es algo que se escamotea a esa
infecta ladrona al por mayor que es la muerte. Menos llevaremos en los bolsillos
y más en el estómago cuando nos asalte y nos dé un grito: «¡La bolsa o la
vida!», e igual da que en su caso no haya elección, siendo ambas la misma cosa.
Una rápida corriente es una de las artimañas que prefiere entre muchas otras,
pues le da buenos réditos anuales; no obstante, cuando tengamos que cuadrar las
cuentas, me reiré en su cara por las horas que pasé en el tramo alto del Oise.
Por la tarde estábamos bastante embriagados del sol y del júbilo que nos
causaba el ritmo del descenso. No pudimos contenernos, ni refrenar nuestro
contento. Los balandros se nos habían quedado pequeños; era preciso desembarcar
y estirarnos o esparcirnos incluso en la orilla. Así, en un verde prado
entregamos nuestras extremidades a la hierba y fumamos un tabaco como el que
sólo fuman los dioses, proclamando ambos que el mundo es una maravilla. Fue la
última hora buena del día; me detengo en ella con suma complacencia.
A
un lado del valle, en lo alto de una formación de roca calcárea, un labrador con
su yunta aparecía y desaparecía a intervalos regulares. Con cada aparición se
quedaba inmóvil unos segundos, recortado sobre el cielo: a todas luces —como
declaró el Cigarette— parecía un Burns de juguete que estuviera labrando
las faldas de Mountain Daisy. Era el único ser vivo a la vista, a menos que uno
quisiera contar también al río.
Por el otro lado del valle asomaban
entre el follaje unos cuantos tejados rojos y un campanario. Algún campanero
inspirado dio música a la tarde con un repique de campanas. Algo muy dulce y
conmovedor tenía la melodía que tocó; a los dos nos pareció que nunca habíamos
oído a las campanas hablar de un modo tan inteligible, o cantar de un modo tan
melodioso como aquéllas. Con algún aire del mismo estilo sin duda cantaban las
tejedoras y las doncellas aquel «Ven a mí, Muerte» en la Iliria de
Shakespeare. Tantas veces se percibe una nota de amenaza, un deje metálico y
ostensible en la voz de las campanas, que creo que siento más dolor que placer
cuando las oigo; aquéllas, en cambio, según se propagaron en la tarde, ora
agudas, ora graves, con una cadencia melancólica que llegaba al oído como si
fuera la esencia de una canción popular, fueron en todo momento moderadas y
moduladas, y parecían plegarse al espíritu aquietado de los rústicos parajes,
como el sonido de una cascada o la algarabía de una colonia de grajos en
primavera. Podría haber pedido al campanero su bendición, siendo seguramente
como era un hombre bueno, anciano, reposado, que tiraba de las cuerdas tan
amablemente al compás de sus meditaciones. Podría haber bendecido al sacristán o
al heredero, o a quien se ocupe en Francia de tales asuntos, por haber permitido
que aquellas campanas añejas alegrasen la tarde, en vez de mantener una reunión,
realizar una colecta, imprimir repetidas veces su nombre en el periódico local,
y aparejar el repique de unas campanas nuevecitas, recién llegadas de una
fundición de Birmingham, con el badajo altisonante, que les triturase el
contorno llevado por la provocación de un campanero nuevo y extendiera sus ecos
por el valle, llenándolo de terror y desorden.
Por fin callaron las
campanas, y con sus últimas notas se puso el sol. Había terminado la pieza; la
sombra y el silencio se apoderaron del valle del Oise. Nos pusimos a los remos
de nuevo con la alegría en el corazón, como quien asiste a una noble
representación y vuelve a su trabajo con ánimo renovado. El río era más
peligroso en ese tramo; corría más veloz, y los remolinos eran más súbitos y
violentos. Durante todo el trayecto habíamos tenido ya complicaciones de sobra.
A veces fue una represa que se pudo salvar con dificultad por el azud, a veces
un remanso tan poco profundo y tan plagado de carrizos que tuvimos que sacar los
botes a la orilla y llevarlos entre los dos. Pero el mayor de los obstáculos iba
a ser consecuencia de los recientes temporales. Cada cien o doscientos metros
había caído un árbol sobre el río, por lo común llevándose a algún otro en su
caída.
Muchas veces se había formado un remanso suficiente para guiar
los balandros en torno al promontorio de las hojas, y oíamos el agua correr
entre las ramas. Muchas otras, el árbol alcanzaba en toda su longitud de una
orilla a la otra, si bien quedaba espacio suficiente, abatido el mástil, y bien
agachados, para pasar por debajo del tronco. En otras ocasiones fue necesario
subirse al tronco y hacer pasar las embarcaciones con cuidado de que no rozara
la quilla demasiado, y aún hubo otras, cuando el caudal era demasiado impetuoso,
en que no quedó más remedio que desembarcar en tierra y llevar los botes a pie.
No fueron pocos los accidentes que se sucedieron a lo largo del día, y que nos
mantuvieron alerta.
Al poco de embarcar de nuevo, cuando me había
adelantado yo un buen trecho, rebosante aún de un espíritu noble y exultante, en
honor del sol, del ritmo veloz con que surcaba el agua y de las campanas de la
iglesia, el río trazó uno de sus leoninos saltos en un recodo y vi a tiro de
piedra otro árbol caído. Bajé el respaldo en un visto y no visto, y me dirigí a
un punto en el que el tronco me dio la sensación de tener altura suficiente y
las ramas de no ser demasiado espesas para permitirme pasar por debajo. Cuando
un hombre acaba de prometerse en lazos de hermandad eterna con el universo no
suele andar de humor presto a tomar grandes determinaciones con demasiada
frialdad, y ésta, que pudo ser una decisión crucial en mi caso, no la tomé con
buena estrella. El árbol me dio de lleno en el pecho y, mientras aún me
esforzaba por agacharme un poco más para salvar el obstáculo, el río me arrebató
el asunto de las manos y me privó de la embarcación. El Arethusa dio un
brusco giro, se puso de costado, expulsó cuanto de mí aún permanecía a bordo y,
libre de ese modo de toda carga, con una sacudida pasó bajo el árbol y siguió su
feliz descenso a merced de la corriente.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Alhena
Media la gentileza por permitir la publicación de este
pasaje del libro de
Robert Louis Stevenson,
Navegar
tierra adentro (Alhena Media, 2008).