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miércoles, 18 de febrero de 2009
Manuel Arce y José Hierro, cuando no conocían Nueva York (y III)
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[6953] Comentarios[0]
Entonces José Hierro no conocía Nueva York. Ninguno de nosotros lo conocía. Pero cuando se fue, el poeta ya tenía las claves del tiempo


Juan Antonio González Fuentes 

Juan Antonio González Fuentes

El matrimonio Hierro tuvo el primer hijo. Se llamó Juan Ramón Hierro. Lo bautizaron con el nombre de Juan Ramón en homenaje a Juan Ramón Jiménez, su padrino. Gerardo Diego, le dedicó al niño una Nana:

Para dormir a un niño que no he visto,
el niño de la fe y del malecón,
pido prestado al viento su alegría,
a la playa su cuna, al mar su son,

a las nubes tan frías de diciembre
su pureza en pañales de algodón,
y a mis brazos les pido que recuerden
ritmos de madre y sueños de asunción

Quién pudiera tocar el piano piano
con pluma de ángel dando la lección
y ver cómo tus párpados se pliegan
y la flor ya es capullo, ya es botón.

Entre los juncos de La Magdalena,
qué pena que te llames Juan Ramón.

Una tarde de septiembre de 1951 José María Valverde intervino en la sala de exposiciones de Proel. Valverde se había dado a conocer con su libro Hombre de Dios. (Salmos, Elegías y Oraciones). El poeta acababa de cumplir los veintiséis años e iba a leer algunos de sus nuevos versos. Le pidieron a José Hierro que dijera unas palabras presentación y bienvenida. El acto lo presidía el Gobernador Civil y Jefe Provincial del Movimiento Joaquín Reguera Sevilla acompañado por el director de Proel. Hierro comenzó diciendo:

-“José María Valverde, que es un poeta católico, y se supone que de derechas...”
- “¡Hombre, tanto como de derechas” -protestó Valverde un tanto sorprendido-. Si no te importa, ¡dejémoslo en católico!”.
-“Tú eliges” -Respondió Hierro. Y continuó con la presentación.
La audiencia sonreía.

En 1951, el año que Hierro se marcha a vivir a Madrid, hice una pequeña antología de sus versos. Elegí doce poemas, escribí un breve prólogo y le pedí al hispanista Roger Noel-Meyer que lo tradujera al francés. La plaquette fue editada por Pierre Seghers en París en 1952. Hierro fue el primer poeta español de posguerra que se publicó en Francia. (Años más tarde, en 1959, Seghers publicó Parler Clair -En Castellano- de Blas de Otero, traducido por Claude Couffon). En el verano de 1952 yo iniciaba una nueva aventura personal: Sur, una galería de arte doblada en librería, Pepe Hierro, Angelines Torre, Ricardo Zamorano e Isabel Hierro asistieron a la inauguración. En el mes de diciembre la Editora Nacional, donde José Hierro trabajaba, publicó su tercer libro, Quinta del 42, dedicado a su gran amigo Aurelio García Cantalapiedra.

Cuando José Hierro llega a Nueva York es muy consciente de que lo “irracional del pensamiento”, lo que la palabra oculta, es lo que constituye el misterio de la poesía. Aquello que se alude pero no se nombra. Cuando el poeta canta a la vida, canta lo que ha de perecer. Su poesía, como su vida, se deja llevar por ese misterioso río otoñal que va a dar a la mar, que es el morir. “Tu edad se pasará mientas lo dudas”, afirmaba Quevedo

José Hierro

José Hierro

Hierro quiere aprehender -encerrar en las historias de sus versos- el instante de esa edad, de ese tiempo fugitivo. Nos relata su discurrir mientras vive ese presente que sólo es la intersección entre lo sucedido y lo por suceder/, llama entre la madera y la ceniza. El instante lúcido. Por eso se instala en la historia. Como los demás hombres. Porque la Historia es la piel del tiempo que se vive: motivo de reportaje o de alucinación. El efímero presente que nos llena el alma de melancolías:

Me da pena pensar que algún día querré ver de
nuevo este espacio,
tornar a este instante.
Me da pena soñarme rompiendo mis alas
contra muros que se alzan e impiden que pueda
volver a encontrarme.

Me da pena mirar estas cosas, querer estas cosas,
guardar estas cosas.
Me da pena soñarme volviendo a buscarlas,
volviendo a buscarme,
poblando otra tarde como esta de ramas que guarde
en mi alma,
aprendiendo en mi mismo que un sueño no puede
volver a soñarse.

Hierro es siempre el único destinatario de sus versos. Su propio interlocutor. Dialoga con su alma. No ha tenido que crear un Dios en quien creer. Ni ha demandado un auditorio. No hay congojas de divinas ausencias en sus poemas. Su poesía empieza y termina en la propia medida de su ser hombre. Ha ido a Nueve York ¿a rescatarse de sí mismo?. ¿O simplemente a buscar el “Kiss Bar”, cercano al Hudson, donde acordarse de Machado, mientras bebe una copa?

¿Esperaba Hierro encontrar en Nueva York las mágicas palabras,

que dicen aquello que ocultan,
callan aquello que pregonan?...

Lope había escrito que “lo que ya pasó de nuestra vida/, no es pequeña parte de la muerte”. Los otoños que tiñeron nuestras vidas de melancolías se anuncian ahora primaveras de la muerte. Hierro lo tenía cantado antes de conocer Nueva York. Sin embargo, en la fraternal casa de José Olivio Jiménez -West Side, 90 Street-, tal vez fuese el propio Lope quien susurrara al oído del recién llegado la palabra Nada. La palabra siempre aludida por Hierro. El todo es nada de su poema VIDA

Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.

Grito “todo”, y el eco dice ¡Nada!
Grito “Nada!”, y el eco dice ¡Todo!
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)

Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.
 

***


Última reseña de Juan Antonio González Fuentes en Ojos de Papel:

-Guillerno Cabrera Infante: La ninfa inconstante (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2008)


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