El poeta
Manuel Arce fue íntimo amigo de
José Hierro. El poeta Arce dio hace tiempo una hermosísima conferencia sobre su amigo. El poeta Manolo me dio el manuscrito de aquella intervención esperando que se publicase. El manuscrito nunca se publicó. Hoy quiero ofrecer una parte de esa conferencia en
Ojos de Papel. Gracias Manolo, gracias Hierro. La conferencia la tituló Manolo de una forma muy hermosa: “Tal como éramos cuando José Hierro desconocía Nueva York”.
Entonces José Hierro no conocía Nueva York. Ninguno de nosotros lo conocía. Pero cuando se fue, el poeta ya tenía las claves del tiempo. Había escrito:
...ángel con nostalgia de un granito de tiempo. Piensan al verme: “Si estará dormido...” Porque sin una evidencia de tiempo, yo no estoy vivo. El tiempo. Siempre el tiempo en su poesía. Antes de su llegada a Nueva York, Hierro sabía que el
presente sólo es “esa” intersección “entre lo sucedido y lo por suceder/, llama entre la madera y la ceniza”. El instante lúcido. Sabe “Que somos la suma/ de instantes fugitivos”. Un espacio entre pasado y futuro. El lugar donde la historia debe tener su origen: el presente efímero o la estancia transitoria donde el poeta construirá la fábula, memorizará el reportaje o sucumbirá en desesperadas o melancólicas alucinaciones. Si el poeta cuenta historias personales es porque reconoce que la historia es la piel del tiempo. Así es como Hierro pretende retenerlo. Lo ha dicho en su poema: “...sin una evidencia/ de tiempo, yo no estoy vivo”.
Conocí a José Hierro en 1946. Fue
Julio Maruri quien nos presentó una mañana de sol. Yo había cumplido 18 años. El poeta tenía 24. Era un muchacho alegre, apasionado, generoso y sagaz. De trato fácil y natural. Diremos que aparentemente campechano. Pero su mejor seña de identidad era su impaciencia. Su capacidad para irse cuando aún estaba llegando. Eso en su trato personal y diario. Porque también lo he visto fluir y desvanecerse en sus poemas, como al adolescente de
Aleixandre, cuando pasaba -la luz vencida, alegre- de un puente a otro puente. Así lo he visto transitar por la vida: como una alucinación del tiempo.
¿Cómo era entonces José Hierro? Sobre todo, era joven. Pero con la credencial de haber escrito ya, seguramente, lo mejor de su poesía. Una personalidad que se escurría como el agua entre los dedos. Parecía huir de sí mismo. Esconderse de los demás. Su ceja izquierda alzándose en ángulo -¿inquisitiva?- sobre la frente amplia. Una mano de apariencia campesina que dibujaba en el aire, al compás de un metrónomo imaginario, las cadencias de sus endecasílabos. José Hierro era, sobre todo, un hombre tímido. Un tímido con la precipitación propia de quien siempre teme llegar tarde. Un ser lleno de dudas... No sé cómo decirlo: José Hierro era entonces -creo que toda su vida lo fue- un poeta más para ver que para contar. ¿Poliédrico? Otros lo dirán. Pero sé que todos hemos conocido a un Hierro diferente. Sí: era un hombre poliédrico. Con Pepe Hierro jamás se podía “estar” en lo que se celebraba. El poeta siempre estaba doblando alguna esquina. Posiblemente la esquina infinita de ese tiempo que luego él convertiría en manantial de sus cavilaciones. Su enorme oreja adelantada parecía estar atenta al ritmo de algún poema a punto de nacer. ¿Pensaba en la música de
Tomás Luis de Victoria? ¿Invocaba su oído a los músicos preferidos? Para José Hierro la poesía es “ritmo que cuaja en métrica: versos todavía sin palabras, pero ya con color, con tonalidad musical”. “La palabra es letra y música a la vez. Canta y sugiere al mismo tiempo lo que dice”. La palabra “en cuanto letra ha de ser justa, insustituible, -afirma-- fiel a la idea que expresa”. Porque la palabra es “una vasija de finísimo cristal a cuyo través se ve el licor de su significado. La vasija no ha de verse. Es un simple recipiente que impide que la idea se derrame”. Lo tiene así de claro: “Las tallas y decoración del cristal -los adjetivos y las imágenes casi siempre- sólo sirven para restar transparencia e impedir que veamos el contenido”.
¿A dónde va el poeta José Hierro?, se preguntaba un día
Ricardo Gullón. Nosotros, los amigos, nos decíamos: ¿qué es lo que busca? ¿Él lo sabe? ¿Qué es lo que no encuentra de sí mismo?... Nunca supimos inventarnos una respuesta. Fueron preguntas inútiles. Pienso, demás, que innecesarias. Porque, ¿acaso nos hemos preguntado alguna vez si la rosa sabe algo de su aroma?... ¿Si el suspiro conoce el motivo de la pena?... Y la ola del mar, ¿sabe algo del rumor en que se mece?. ¿Por qué entonces el poeta tiene la obligación de saber todo aquello que encubre su condición de poeta?
Recuerdo que el día que nos presentó Julio Maruri, Hierro llevaba bajo el brazo un ejemplar de
Corcel, la revista que dirigía en Valencia
Ricardo Juan Blasco. Me dejó el ejemplar para que lo leyera. No me advirtió que en la revista se publicaba un poema suyo: “Caballero de Otoño”. Fueron los primeros versos que leí de él. El poema empezaba así:
Viene, se sienta entre nosotros, y nadie sabe quién será, ni por qué cuando dice “nubes” nos llenamos de eternidad. José Hierro
Me impresionó. Cuando le devolví la revista quise hablarle del poema. Decirle lo misterioso que me había parecido... No fue posible. No me dejó seguir. Recuerdo que comentó, como quien que se quita de encima una mota de polvo, “una cagadita lírica”. A Hierro nunca le gustaba hablar de sus poemas. Se sentía incómodo cuando alguien, en su presencia, hablaba de ellos. Evitaba el elogio. También evitaba hablar de sí mismo. De su vida. De sus años de cárcel. Sabíamos que había sido procesado en 1939, por su pertenencia al Socorro Rojo Internacional, y que, durante cuatro años, recorrió seis o siete cárceles españolas. Finalmente, de nuevo en la Prisión Provincial santanderina fue excarcelado en enero de 1944. Su padre,
Joaquín Hierro Jiménez, también estuvo preso desde 1937 hasta 1941. Murió en 1944, a los pocos días de salir Hierro de presidio. Debo confesar que esta semicallada biografía de Hierro hizo que, el hombre-poeta, me resultara más atractivo. Nos hicimos amigos muy pronto. Tal vez también influyó mi edad.
Una tarde de otoño nos encontramos cerca de su casa. Venía de la imprenta del Hogar Provincial. Me dijo: “He corregido dos versos en
Tierra sin nosotros. En un poema que escribí como ebrio. De un tirón. –Confesó-
Tierra sin nosotros era su primer libro. El libro que todos estábamos esperando. Llevaba en el bolsillo el original corregido: “Canción de cuna para dormir a un preso”. “Toma”, me dijo. Y me regaló el manuscrito. La canción empieza así:
La gaviota sobre el pinar. (La mar resuena). Se acerca el sueño. Dormirás, soñarás, aunque no lo quieras. La gaviota sobre el pinar goteado todo de estrellas. Han pasado cincuenta y siete años y sigo teniendo una predilección especial por los melancólicos endecasílabos de esta fábula convertida en música. “El poema nace en un verso. Es música a la que sólo hay que poner la letra”. ¿Nos quería decir que cada poema, como cada flor, nace con su propia arquitectura? “Con su propia música, -aseguraba él- El poeta tiene que tener oído”.
Pedro Salinas decía que “la poesía tiene sentido y tiene sonido”. El sentido, la palabra. El sonido, la música. Hierro se consideraba un poeta simbolista. “Sólo hay dos clases de poetas -decía-: los parnasianos y los simbolistas. Los parnasianos antes de empezar a escribir ya saben cómo va a terminar el poema. Los simbolistas -entre los que me cuento- no se saben el poema. Les llega su son, lo intuyen de una manera muy vaga, pero nunca saben cómo ha de acabar”.
“No dejes de leer a
Machado me aconsejaba-, Don Manuel es un manantial inagotable de poesía”. Y me lo decía porque en los meses finales del año 46, me había dejado seducir por
Paul Valery y la poesía pura. Había descubierto la belleza de lo intelectualmente estético. Además, influenciado por Ricardo Gullón, que en ese momento escribía un ensayo sobre el autor de
Cántico,
Jorge Guillén se convirtió, súbitamente, en mi poeta de cabecera. Gullón me había dejado la edición del segundo
Cántico del cual, con una paciencia infinita, mecanografié una “edición pirata” de dos ejemplares. (Guillén estaba prohibido por la censura franquista). Recuerdo que durante un par de meses estuve bastante pesado recitando, a cuantos se dejaban, los versos guillenianos:
¡Oh luna, cuánto abril, Qué vasto y dulce el aire! Todo lo que perdí Volverá con las aves. Si, con las avecillas Que en coro de alborada Pían y pían, pían Sin designio de gracia. “El Fiscal te ha comido el coco”, me decía Hierro. El Fiscal era Ricardo Gullón.