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jueves, 8 de mayo de 2008
Crisis en la industria editorial y la desmemorización colectiva
Autor: José Membrive - Lecturas[6609] Comentarios[2]
Para un editor pocas cosas hay más duras que ver los libros tirados. Tras recoger todo lo que pude, la furgoneta se queda pequeña y los libros me llaman como náufragos para que los libre de la cuchilla destructora

José Membrive

José Membrive

Aunque durante década y media he combinado mi labor de profesor de enseñanza media (ahora ya abandonada) con la de escritor no muy prolijo, la de editor y la de cabeza de familia monoparental, es decir, tareas de casa incluidas y mater-paternidad al completo, en realidad no me considero un hombre de acción. Quienes me conocen, no dudarían en catalogarme como ser pasivo y algo inconsciente, lo de inconsciente también lo afirman quienes no me conocen apenas, como el policía que anoche, a la una de la mañana, me hizo descargar unas cuantas cajas de libros de la furgoneta y dejarlas abandonadas, después de haberme clavado una suculenta multa.

En realidad siento antipatía automática por las películas de acción en las que sólo soy capaz de ver un imbécil repartiendo mamporros sobre los hombres de no acción como yo.

Sin embargo mi labor empresarial me obliga a veces a salir de la madriguera por asuntos decisivos: en esta ocasión la gran crisis que afecta al campo de la distribución de libros requería mi presencia casi simultánea en Bilbao, Oviedo y Madrid. Así que, pertrechado con una pequeña camioneta de un amigo, que no puede pasar de noventa, emprendí el viaje.

Nunca había estado en el País Vasco y al aproximarme a sus murallas montañosas las nubes se iban adensando y oscureciendo como ángeles fríos. Su relieve es duro, pero su vegetación dulce. Llegué a Bilbao, “la placenta de mi espíritu embrionario” como la denominó mi admirado Unamuno, con la mala conciencia de no poder dedicarle unas horas al gran escritor. Escuché acentos de distintas procedencias mientras, cerca de allí, según me enteré después por la radio, se procedía a una redada de jóvenes violentos.

A primera tarde llegué a la sede de la distribuidora declarada en suspensión de pagos. La impresión fue terrible: un enorme almacén de varias plantas con decenas de miles de libros abandonados. Los casi treinta trabajadores, algunos de los cuales llevaban más de treinta años en la empresa hacían acto de presencia sin ánimo para asimilar el derrumbe. Algunos editores, como yo, buscábamos y empaquetábamos los libros supervivientes a la catástrofe. El desastre económico, con ser decisivo para la supervivencia, incluso el incierto destino de los trabajadores quedaba empequeñecido por algo más trascendente: habían caído en bloque la base empresarial de distribución de libros en el País Vasco. Merche, la encargada de controlar el desmantelamiento me explicó que, en vistas de los malos tiempos, hacía tan sólo unos seis meses tres de las empresas más importantes decidieron su fusión, pero ésta precipitó. “Las grandes superficies y cadenas han centralizado la contratación de libros con las sedes centrales de Madrid o Barcelona y algunas grandes librerías empiezan a gestionar el envío de libros directamente desde las editoriales….”

Para un editor pocas cosas hay más duras que ver los libros tirados, así que al despedirme recogí algunas agendas de un gran contenedor. Eran hermosas, de una editorial católica unas y otras con recetas de cocina. Las agendas tienen vida corta y, en este caso, frustrada.

Las verdes montañas de Cantabria ofreciendo sus pastos al ganado vacuno y las cajas con más de quinientos libros rescatados in extremis del contenedor me dieron alas y ánimo para hacer el camino hacia Oviedo aquella misma tarde. Prescindir de la sidra y la fabada en Oviedo puede salir caro al visitante. Tal vez ofendí al camarero al rechazar ambas cosas y pedirle algo sobrio: simplemente unas verduras con un pescaíto. La economía no estaba para despilfarros.

-Al momento –dijo marchándose.

Al poco aparecieron unas verduras asadas, el pescaíto y la cuenta sin postre: 35 euros. Cuando le sugerí que podía haberse equivocado me enseñó la carta: lubina 22 euros y el resto de las verduras con denominación de origen de no sé dónde.

El día siguiente comenzó bien, contra todo pronóstico llegué a la urbanización sin excesivas equivocaciones y Víctor, el empresario que se iba a hacer cargo de la distribución de nuestros libros en el Asturias tenía el asunto claro.

-Aguantar el chaparrón, “nunca llovió tanto que no parase” dijo a modo de refrán. (Me resultó curioso que en varias ocasiones asoció los problemas a la lluvia. En el sur, al contrario recibimos las buenas noticias “como agua de mayo”). La receta: andar con pies de plomo, recortar gastos, trabajar con los mejores, ofrecer productos de calidad y ser constantes. Yo tengo cuatro trabajadores en el almacén. Ellos tenían más de quince.

Me congratulé en dejar los libros de Carena ante alguien que no prometía resultados, sino trabajo.
 
 
Asturias es un laberinto geográfico. Con razón los musulmanes no pudieron llegar a Covadonga. Ver las aldeas extendidas sobre las faldas de enormes montañas causa un poco de miedo. Poco a poco los túneles van abriendo el camino. Los montes de León son menos abruptos y sus tierras rezuman, a la vez que riqueza, sabiduría extraña.

Una llamada de teléfono me advierte que antes de las cinco tengo que estar en Cabañas de Yepes. La empresa que nos distribuía el año pasado amenaza con destruir los libros si no los recogemos ya. Atravieso Madrid a la velocidad supersónica, para la vieja furgoneta, de 120 y a las 16,59, exactamente un minuto antes del límite estoy en el almacén. Cinco minutos más de tardanza habrían hecho inútil mi particular rally Oviedo-Cabañas.

La furgoneta se queda pequeña y los libros me llaman como náufragos para que los libre de la cuchilla destructora. Reconozco que me pasé cargando libros, pero también que el viejo motor respondió de maravilla. De cinco y media de la tarde en que salí, hasta las una en que cortaron mi paso, al menos cuatro coches de policía que, de pronto, encendieron sus luces y comenzaron a vomitar hombres en un cruce de Igualada, la verdad es que el viaje fue un continuo sobresalto. Primero porque las luces cortas, debido al exceso de carga apuntaban hacia el cielo, segundo porque en las curvas, como no entrara despacito el coche, comenzaba a bambolearse como un barco en alta mar y, tercero, lo diré ya que ha pasado, que las gafas, imprescindibles para conducir y, sobre todo de noche, se me habían roto. Mejor dicho, un cristal se le había caído el día anterior estando dentro de mi coche precisamente en un hueco entre el asiento y el freno de mano y no pude rescatarlo.

Durante todo el recorrido tuve la impresión de que aquello no acabaría bien. Una rueda reventada, etc., pero siempre apelo a mi buena suerte. Sabía que el punto peligroso estaba al cruzar el pueblo, porque, a simple vista, la multa estaba cantada.

Cuando ya me alejaba de la ciudad vi que un coche de policía venía en sentido contrario. Malo. Sin embargo, me dejaron tranquilo. Yo pensé que, con un poco de suerte, habían cumplido su jornada laboral y pasaban, pero no. Al aproximarme a la rotonda definitiva veo que un coche que venía por detrás, a bastante distancia, acelera y se encienden las luces de emergencia, me adelanta y me señala que me aparte, antes de parar se encienden otras luces y otras y otras, al menos cuatro o cinco coches. Estaba tan cansado que, cuando los coches comenzaron a vomitar hombres capaces de doblegar a un batallón, me vino a la mente una escena de persecución. Si yo, en lugar de ser un colgado, fuera un verdadero hombre de acción habría puesto en jaque con toda mi furgonetita.

Lo que ninguno de ellos esperaba es que llevara libros. Fui consciente de que los había defraudado en toda regla. Seguramente que el primero que se cruzó conmigo exageró la información sobre mi perfil islamista. “¿Y para esto nos haces venir”? parecía decirle un mozo de escuadra (policía autonómica catalana) a un guardia urbano.

-¿Qué llevas debajo de las cajas de libros?

-Más cajas con más libros.

-¿Por qué? ¿a dónde los piensas vender? ¿de dónde los has sacado? ¿qué clase de libros son?

Mis respuestas eran lógicas pero no saciaban el quid principal ¿Qué ganaba yo encerrando cientos de libros en la cochera de mi casa?

El mozo cogió varios libros, por sus manos pasaron Antonio Rosado y al anacosindicalismo andaluz, Mujeres para la historia, Santa Coloma sota el franquisme...

-Y total, pones en peligro tu vida y las de los demás por libros que nadie va a leer –dijo tirándolos con desprecio de nuevo al coche.

Una bofetada no me habría dolido tanto como la súbita inmersión del mozo en la crítica literaria. Y me dolió más porque además era cierto.

De modo que estudio toda mi vida lengua y literatura española, leo, escribo, hago un curso sobre edición, corrijo, selecciono y llega un mozo de escuadra y resume en una frase todo mi fracaso vital. Eso era demasiado. Es como si yo con dos buenos mamporros le hubiera sacado al argentino toda la información que él había tratado de extraerle inútilmente.

Tuve que callarme por no darle la razón. Ante su cara complaciente fui sacando cajas de libros y depositándolas en el bordillo, justamente donde suele esperar clientela con su bolso y su minifalda una chica de la Europa del este.

Allí quedaron amontonadas la memoria de los fusilados en Santa Coloma, de las heroicas colonizadoras de la Patagonia, los espantados monólogos de la protagonista de El Pozo, las políticas, las mujeres de teatro recopiladas por Antonina Rodrigo.

Mientras, unos defraudados por no haber cazado a un terrorista, otros contentos por haberme salvado la vida, se alejaron. A las cuatro y media de la mañana volví a rescatar mis libros abandonados con el juicio y la sonrisa del policía-literatólogo clavados en la conciencia: libros que nadie va a leer.

Lo terrible es que puede que lleve razón. Unas décadas antes estos libros habrían sido quemados y yo encarcelado. Pero el mundo avanza: en vez de quemar libros es mejor apagar las inteligencias, desmemorizarnos a todos… trivializar la cultura. Y a fe que lo están consiguiendo.
 

NOTA: En el blog titulado Besos.com se pueden leer los anteriores artículos de José Membrive, clasificados tanto por temas (vivencias, sociedad, labor editorial, autores) como cronológicamente.

Comentarios
09.05.2008 13:14:31 - Rogelio López Blanco

Bueno, ya veo lo que valen los libros para esos policías, no es mi caso ni, estoy seguro, el de mucho otros. A ese respecto recomiendo encarecidamente la lectura de un artículo, escrito hace cierto tiempo (aunque absolutamente vigente), del profesor Justo Serna, “Si no lees te quedas tonto”

(www.elpais.com/articulo/Comunidad/Valenciana/lees/quedas/tonto/elpepiautval/20020309elpval_5/Tes).

Pues bien, la reacción de los agentes de la autoridad también tiene su miga. Por el despliegue, sagacidad e instinto con el que abordaron la compleja “operación” de caza y captura de la camioneta y su desventurado conductor, es evidente que superan con creces la cualificación que exige su oficio. No me cabe duda de que están llamados a más altos destinos. Tampoco me cabe duda de que merecen trabajar como figurantes en esa saga de inmensa “calidad” coinematográfica con que nos viene deleitando Santiago Segura en los últimos tiempos, me refiero a las aventuras del agente Torrente, “el brazo tonto de la ley”.

Saludos


10.05.2008 9:59:34 - Harry Down

Saben que decía Marx (Groucho) a propósito de la cuestión: “Un libro es el mejor amigo del hombre, fuera del perro. Dentro de un perro está demasiado oscuro para leer”

Salud










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    Los Talibán, de Ahmed Rachid (reseña de Vicente palacio de Oteyza)
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