Juan Antonio González Fuentes
Desde el final de nuestra guerra civil hasta el primer lustro de los años cincuenta, España vivió una etapa que constituyó un significativo paso atrás con respecto a los avances logrados en los años de la llamada Edad de Plata, y el comienzo también de un nuevo y radical proceso de marginalidad con respecto a las importantes innovaciones científicas, técnicas y artísticas que estaban teniendo lugar en el entorno europeo y norteamericano. Razones por las que debemos considerar esta etapa como una de las más aciagas y devastadoras para la cultura de España en el siglo pasado.
Baste la contundencia de unos cuantos datos, en mi opinión muy alumbradores, para sopesar el verdadero alcance de lo afirmado: en 1947,
Carrero Blanco obtenía el Premio Nacional de Literatura por su obra
El Cristo de Lepanto, mientras el arzobispo de Toledo recordaba, por medio de un artículo publicado en buena parte de la prensa nacional, que estaba totalmente prohibida por orden del Santo Oficio la lectura de todas las obras de
Anatole France y de
Stendhal; en 1951 el influyente sacerdote
Federico Sopeña declaraba que la principal misión de la inteligencia española era convertir a
Ortega y Gasset al catolicismo; ese mismo año, todos los miembros de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid realizaban ejercicios espirituales pidiendo la conversión del filósofo; y ya para terminar, en 1953, el ideólogo y dirigente falangista
Antonio Tovar, Rector de la misma Universidad de Salamanca que un año más tarde iba a nombrar Doctor Honoris Causa al general y dictador
Francisco Franco, decía sentirse muy orgulloso de que para poder viajar a los EE. UU. se exigiese el juramento de no pertenecer a la
Falange.
Francisco Franco
La España en la que ocurrían estas cosas, era la misma en la que, por ejemplo, en la ciudad de Santander,
José Hierro, José Luis Hidalgo o
Carlos Salomón escribían sus poemas, publicaban sus libros, sacaban adelante sus revistas y colecciones poéticas. Una España mísera, aislada, un tanto desconcertada por el triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, y que desde un punto de vista cultural se caracterizaba principalmente por su autarquía y autodidactismo, por la pobreza ideológica de su clase dirigente, por la fuerza incontestable de la Iglesia Católica, y por la acuciante necesidad de instaurar una dinámica cultural y artística que ayudase a encubrir (en la medida de lo posible) los efectos devastadores producidos por el exilio.
Hay que decir, sin embargo, que el periodo 1951-1955 trajo consigo tres hechos política y culturalmente reseñables: primero, el final del poder hegemónico de Falange en la cultura oficial española; segundo, la irrupción en este terreno del Opus Dei apoyado de forma explícita por la jerarquía eclesiástica; y tercero, la primera fase de liberalización cultural llevada a término por el régimen franquista. A partir de la paulatina sucesión de estos acontecimientos, nada volvió a ser como antes.
El final de 1955 vio la prohibición del Congreso de Jóvenes Escritores y la clausura de la revista Alcalá debido a su número homenaje a Ortega y Gasset. Durante los primeros meses del conflictivo 1956, tuvo lugar la primera elección libre de delegados universitarios y una manifestación pública estudiantil antifalangista en abierta oposición al régimen de Franco. Las consecuencias no se hicieron esperar, entrando en funcionamiento los aparatos represores: se detuvo y encarceló, entre otros muchos, a Ramón Tamames, Javier Pradera, Enrique Múgica, José M. Ruiz Gallardón, Gabriel EIorriaga y a significados falangistas “convertidos al liberalismo” (hablamos de Dionisio Ridruejo o Miguel Sánchez Mazas); se clausuró la Universidad de Madrid y se cesó a su Rector, Pedro Laín Entralgo, y también a Antonio Tovar (Rector en Salamanca), al ministro de Educación, Joaquín Ruiz-Giménez, y al secretario general del Movimiento, Raimundo Fernández Cuesta.
Esa fue, desde el final de la guerra civil, la primera ocasión en que la unidad de los vencedores ofrecía abiertamente importantes fisuras; la primera vez que el llamado “hombre de la calle” tenía noticia fehaciente de la importante oposición interna con la que contaba el franquismo. A partir del año 1956 el nacionalcatolicismo dejó de ser el pensamiento único del país, emergiendo de esa forma a la superficie una España oficial y otra real.
NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de
Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.