Juan Antonio González Fuentes
Llevo tres semanas sin televisión. No, no ha sido una avería, ni por ahora falta de liquidez monetaria, tan sólo es una decisión personal que casi me han impuesto las circunstancias. Me explico. M ha trasladado a Madrid casi todas sus cosas, incluyendo la gran televisión y los dos dvds, el bueno, que paradójicamente sólo lea dvds de los caros, y el malo, que lee cualquier cosa que le introduzcas, incluyendo las rodajas de salchichón.
Así que cuando M regresa a su casa de Santander a pasar unos días, se encuentra con que no tiene televisión, ni equipo de música..., y con que tan sólo cuenta con una radio despertador para amenizarse el tiempo mientras se ducha, maquilla y viste, es decir, durante un montón de horas. Llevado de mi acendrada caridad cristiana, me apiadé de ella y le instalé en su cuarto de estar mi viejo aparato de televisión, una antigualla de museo que sin embargo sigue permitiendo ver las películas, partidos y demás acontecimientos que en abierto programan las televisiones nacionales españolas y las regionales cántabras.
Cuando tras su último fin de semana santanderino M regresó a su nueva casa madrileña, yo olvidé de regresar a mi hogar con la televisión bajo el brazo, o en el asiento trasero de mi viejo Golf para ser más exactos. De repente me entraron convulsiones, la espuma me salía por la boca, y un estado de angustia vital me agarró las entrañas retorciéndolas y provocándome un dolor inaudito: eran las nueve y media de la noche del domingo, estaba en casa y no había una mala televisión que encender. ¡No iba a poder ver los resúmenes de los partidos!, ¡ni la peli
guaca que quizá pondrían en alguna cadena!, ¡ni el resumen de Gran Hermano!, ¡ ni alguna de las series con las que voy cogiendo el sueño reparador de la noche!
Perdido en la habitación que ahora parecía enorme, me tumbé en el sueño sobre varios cojines y con el perro
Miller dormitando a mi lado. Me quedaba un buen rato por delante en soledad antes de que el sueño me empujase hacia la cama. Lo que más recuerdo de aquel momento era el silencio. De pronto oía todo, cualquier ruido que se producía en el interior de la casa o incluso en la escalera. Eché de menos a M y sus conversaciones, eché de menos a alguien para conversar, y mentalmente me trasladé a esos tiempos en los que no había ninguna televisión, ni radio, ni aparatos de ningún tipo, y junto al fuego de la cocina o de la chimenea el tiempo se llenaba con historias que unos se contaba a otros, con relatos, cuentos, chismes, dimes y diretes..., con oralidad pura y dura.
Aquel pensamiento me tranquilizó, sentí cierta nostalgia repentina por unos tiempos que jamás viví, y me prometí a mi mismo realizar un experimento: chavalote, vas a aguantar todo lo que puedas sin televisión en casa; vas a llegar de trabajar por la noche, a eso de las nueve o nueve y media y por delante vas a tener tres o cuatro horas de silencio y soledad para hacer lo que buenamente puedas. Vale, acepté el reto. Han pasado tres semanas completas si no calculo mal, y he descubierto no sin asombro que sigo vivo.
En efecto, llegó a casa por las noches y descubro que tengo más tiempo para hacerme la cena, para pasear con el perro por la calle, para acariciarlo y contarle menudencias ante su mirada comprensiva y cariñosa, para fregar y limpiar, para escuchar la radio, para hacer flexiones y abdominales, para levantar unas pesas que tenía descuidadas desde hace bastante tiempo, para hablar por teléfono, para mirar bobamente el techo y descubrir que dicho acto es muy entretenido y sosegador, para escribir cartas y algunos versos, para leer la prensa con mucho más detenimiento y provecho, para leer libros (han caído ¡¡¡8!!!, en estos días), para echar de menos más abruptamente a M, para escuchar música (todos los conciertos para piano y orquesta de
Mozart y todos los cuartetos del mismo compositor), para pensar y reflexionar, para planificar algún viaje, para descubrir rincones inexplorados de mi casa, para reencontrarme con objetos que creía perdidos u olvidados, para hacer café, para ver viejas fotos, para organizar los cajones y encontrar objetos de cuya existencia ya dudaba, para contemplar los tejados y las nubes de la ciudad, para acordarme de viejos amigos y rememorar viejos sucesos del pasado, para maquinar nuevos proyectos, para arrepentirme de algunas cosas, para estar a gusto en mi propia compañía, para...
De verdad lo digo, no creí que pudiera aguantar tanto tiempo sin la televisión, sin su sonido permanente, sin sus imágenes fulgurantes, sin sus noticias, películas, series y sus muchos desperdicios. Pero aquí estoy, deseando por momentos que llegue la noche para entregarme a las mil y una cosas que me esperan por hacer. De momento, la televisión permanecerá en la casa santanderina de M por los tiempos de los tiempos, y la televisión nueva de plasma que pensaba adquirir en su sustitución, se verá convertida en breve en unas botas de fútbol nuevas, tres o cuatro discos a los que ya les he echado el ojo, más libros para hacer crecer mi biblioteca, y algunas cosas más que seguro se me ocurrirán esta noche cuando sienta el húmedo hocico del perro
Miller olisquearme una mano, escuche concentrado música de Mozart, tenga un libro abierto en el regazo y la mirada vague perdida, buscando figuras imposibles nuevas, entre las sombras del techo blanco.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.